La banalización del control
Machacadas (por banales) las instituciones de control, entra en escena el riesgo de que el Gobierno ocupe más espacio del que le toca, se desembarace de sus propios contrapesos y campe a sus anchas.
Machacadas (por banales) las instituciones de control, entra en escena el riesgo de que el Gobierno ocupe más espacio del que le toca, se desembarace de sus propios contrapesos y campe a sus anchas.
Cómoda en su constante vaivén, la opinión pública ha puesto en el centro del debate colectivo al proyecto de ley sobre extinción de dominio que actualmente domina la atención del Congreso.
El solo hecho de asimilar, de una vez y para siempre, que es insuficiente cualquier intento de comprender desde fuera la realidad y la perspectiva del “otro”, conduce a comprobar que convivir políticamente en clave democrática exige comunicación, reclama diálogo, precisa de una conversación pública mínima y razonable.
Entre la propuesta de reforma constitucional planteada por el Poder Ejecutivo y el proyecto de ley de protección al honor, intimidad, buen nombre y propia imagen, aprobado en el Senado de la República hace apenas unas semanas, hay un denominador común: la falta de consenso.
Entre todas las opciones políticas fundamentales que en su momento guiaron al constituyente (igualdad, dignidad, separación de poderes, democracia, republicanismo…), una de ellas sufre estos embates de manera particularmente descarnada: la libertad.
Puede que, con Le Pen, Francia acabe cooptada por fenómenos políticos anclados en (o que orbitan alrededor de) amenazas y temores que se pensaban superados con el advenimiento del nuevo siglo.
No se puede pensar que hay imposición siempre que una mayoría logra su cometido, aun en detrimento de la minoría.
En el juego de la política algunos tienden a pecar de inocentes al pensar que el engrosamiento de cierto capital político no supone el riesgo de anular los cimientos mismos de la democracia y de aniquilar su centro de operaciones (que es la Constitución).
Quizá todavía cabe apelar a la conciencia individual y colectiva. Y en el marco de ese esfuerzo, preguntarnos: ¿queremos más o menos democracia? Sería, creo, un buen primer paso.
Fuera de la Constitución, capitalistas, comunistas y totalitarios pueden discrepar legítimamente sin que se pueda presumir error alguno respecto de cualquiera de ellos –dando por sentado que ninguno de los interlocutores rebasa el umbral de lo razonable—.
El cambio en los ritmos de la comunicación política está empujando al político profesional a asumir permanentemente discursos ruidosos y polémicos, buscando con ello mantener cierto protagonismo o vigencia en un contexto saturado de información, likes y tuits.
Hay algo de populismo y conservadurismo que convendría despejar desde ya, porque solo así se evitará reflejar valores que mucho tienen que ver con las derechizaciones europeas de nuestros días (ultraderechismos al margen).
El diseño del poder es anacrónico y eso está impidiendo que la democracia y su expresión institucional respondan fielmente a las demandas de sus legitimadores últimos: los individuos.
Pedro J. Castellanos Hernández hace un símil entre las manifestaciones realizadas tras la suspensión de las elecciones municipales y la danza de los estorninos, en este artículo publicado primero por Diario Libre.
De tanto en tanto, el elector joven, lo mismo que el nuevo elector, protagoniza giros rocambolescos en la arena política.
Pedro Castellanos Hernández, joven abogado dominicano, escribe.