Desacuerdos políticos intachables
Para los gustos, los colores. Todos lo hemos escuchado alguna vez. Pues bien, filósofos y lingüistas se han enfrascado en los últimos años en un intenso debate sobre una versión más refinada: los denominados faultless disagreements. La traducción al español del concepto, como sostiene Pau Luque [vid. “Los desacuerdos jurídicos desde la filosofía”, Doxa 36 (2013): 439-460], sería “desacuerdos intachables”. La idea básica es que existen ámbitos del conocimiento y la experiencia humana –como la moral o la ética, los gustos o la estética— sobre los cuales se puede discrepar sin presumir la precedencia de un error de razonamiento en alguno de los interlocutores. Es decir, que pueden no estar de acuerdo y al mismo tiempo no incurrir en equivocación alguna. Por ejemplo, A piensa que el Licey es mejor equipo de béisbol, a lo que B replica vehementemente que no, que lo son las Águilas. En tal caso, ni A ni B han cometido error alguno.
Luque explica que la noción del “desacuerdo intachable” no convence a los realistas, ni a los relativistas. A los primeros, porque entienden que, en realidad, todo desacuerdo debe su existencia misma a un error precedente; es decir, que siempre que discrepamos es porque alguien ha incurrido en una equivocación. Los relativistas sostienen, por el contrario, que los “desacuerdos intachables” son desacuerdos aparentes o simplemente inexistentes, pues no tienen el mismo “objeto”: cuando A dice que el mejor es el Licey, lo que en realidad manifiesta es que, para el o ella, lo es el Licey. Y así, en ningún caso esto podría contradecir la postura de B, pues ella o el, de igual forma, juzga la proposición(cuál es el mejor equipo de béisbol) desde su particular punto de vista.
Al margen de la controversia entre realismo y relativismo, me pregunto si el concepto “desacuerdos intachables” aplica (y por qué y cómo) para las discrepancias que se presentan en la arena política. Esto es, me queda la duda de si esta clase de desacuerdos tiene cabida en el ámbito de lo político (y por qué); cómo, cuándo y de qué manera pueden suscitarse estas discrepancias tan peculiares, y cuán útil puede resultar su reconocimiento.
Da la sensación de que esta exploración plantea, en verdad, dos cuestiones. De un lado, puede que se trate de una cuestión de enfoque. Me explico. Si se busca la respuesta a la pregunta con un enfoque desde la política partidaria, entonces se pueden encontrar buenos argumentos para concluir que sí, que pueden existir desacuerdos políticamente intachables. Porque desde este primer foco, se impone la libertad de los individuos a cultivar, defender y promover las siglas partidarias que más les convenzan, las corrientes ideológicas que más le seduzcan o las posiciones políticas que consideren más apropiadas o, acaso, beneficiosas.
Ocurre, sin embargo, que, como comunidad política, no nos movemos en el abstracto; es decir, nuestro entorno no es etéreo. Coexistimos social y políticamente al amparo de una norma superior (la Constitución) que orienta nuestro diario vivir. Hay que considerar, por ello, que entre nosotros la política partidaria (o la política de, entre y desde los partidos políticos) presupone tres postulados constitucionalmente garantizados: libertad de reunión y de asociación política, libertad ideológica y libertad de autodeterminación organizativa. Es decir, hay libertad de reunión y de asociación política precisamente porque el constituyente ha configurado una comunidad política plural y diversa que discrepa constantemente y que necesita mecanismos para actuar de manera colectiva ante tales desacuerdos, mecanismos que configuran instituciones sometidas al voto popular periódico mediante procesos electorales canalizados a través de partidos políticos. Esto también explica la asunción de la libertad ideológica como principio fundamental del sistema de partidos, rubro en el cual, a su vez, se asume que las organizaciones político-partidarias debidamente reconocidas tienen la potestad de fijar por sí mismas, sin injerencias externas, su estructura interna y la distribución de competencias entre sus distintos órganos.
Así que contra el “primer enfoque” cabe una réplica: en realidad, estos vectores (esto es, la libertad de asociación política, la libertad ideológica y la libre autodeterminación partidaria) están condicionados por la Constitución; es decir, esta última traza determinados márgenes que no pueden ser rebasados. Es claro, por ejemplo, que una organización partidaria de inclinación paramilitar, o un partido cuya estructura no respete las garantías mínimas de la democracia interna, carecerán de reconocimiento jurídico y, por ende, no podrían participar del proceso democrático.
Esto propicia la conexión con el segundo enfoque: parece, entonces, que si este se coloca desde la propia Constitución, la respuesta a la pregunta debería ser negativa. En tal caso, no podrían existir los desacuerdos políticos intachables por cuanto, desde la Constitución, el umbral de desacuerdo político posible es considerablemente menor y, por ello, quedan fuera determinadas opciones del amplio abanico de alternativas que inicialmente podría intuirse. Por continuar con la ejemplificación, bajo este segundo foco, podría existir desacuerdo legítimo en torno a determinadas opciones ideológicas (la izquierda, la derecha o el centro), pero habría que asumir siempre que otras tantas simplemente no tienen cabida (las paramilitares, las terroristas o las sectas xenófobas).
Esto parece significar que la existencia de los desacuerdos políticos intachables es, entonces, una cuestión de nivel. Es decir, dependiendo del nivel discursivo en que nos coloquemos, podremos reconocer o no esta clase de desacuerdos. De nuevo, me explico. En el primer nivel tendríamos el discurso externo a la Constitución, que configura un abanico inmenso de posibilidades y en el que, en abstracto, es lícito discrepar en torno a cualquier clase de preferencia política o posición ideológica. En el segundo nivel –no por ello de menor importancia, evidentemente—, se ubicaría entonces el discurso interno a (o propio de) la Constitución, en el que se baraja un catálogo específico-pero-no-tasado de opciones políticas, corrientes ideológicas y plataformas partidarias, respecto del cual no pueden existir desacuerdos intachables que impliquen rebasar ciertos márgenes.
Así, fuera de la Constitución, capitalistas, comunistas y totalitarios pueden discrepar legítimamente sin que se pueda presumir error alguno respecto de cualquiera de ellos –dando por sentado que ninguno de los interlocutores rebasa el umbral de lo razonable—; podemos, también, no estar de acuerdo sobre si las políticas de asistencia social son o no necesarias o convenientes, sobre monarquía o parlamentarismo, o sobre si conviene que gane Le Pen, o la otra Le Pen, o el incansable Macron; podemos, más allá, discrepar sobre el socialismo, la socialdemocracia y el neoliberalismo, o sobre si la derecha es una posición política naturalmente superior a la izquierda, o sobre cuál es la derecha y cuál es la izquierda, o sobre el lugar del centro.
Pero, dentro de la Constitución, algunas de estas divergencias vienen pre-zanjadas: podemos discrepar con respecto al monto de la partida presupuestaria asignada para la protección del trabajo, la salud colectiva y el sistema público de educación, pero no hay espacio para discutir si procede o no que el gobierno oriente fondos públicos para su satisfacción. Puede haber desacuerdo sobre las cuestiones estructurales u operativas atinentes al sistema de partidos, pero están fuera de discusión los presupuestos democráticos que para la política partidaria exige la Constitución. Puede haber desacuerdo entre derecha e izquierda, o sobre el espacio del centro político entre nosotros; sin embargo, poca discusión puede haber en relación con la naturaleza plural, inclusiva e igualitaria de nuestra democracia.
Entre estos márgenes hay una infinidad de posiciones intermedias, muchas de las cuales no se pueden conocer de antemano –y, aun siendo posible, no podrían citarse aquí—. Otras tantas, en cambio, se presentan casi de forma intuitiva. En todo caso, queda claro que responder la pregunta (¿existen los desacuerdos políticos intachables?) exige especificar, primero, desde cuál contexto jurídico se formula la interrogante. Es decir, dependiendo de los presupuestos constitucionales de tal comunidad política, estos desacuerdos serán más o menos posibles o admisibles.
Intuyo que todo esto tiene una utilidad muy específica, en ningún caso menor: nos permite perfilar, aun por descarte, el contenido de los límites (a veces difusos) que establece nuestra Constitución en cuanto a las preferencias político-ideológicas, al contenido de los derechos fundamentales, al diseño del poder y a las políticas públicas que han de gobernar nuestras vidas. Como comunidad política, nos conviene reconocer estos contornos y, por supuesto, ceñirnos a los mismos.
Así que dicho queda: en política, podemos no coincidir sobre un montón de cosas. Lo que no podemos hacer es pasar por alto nuestros propios márgenes. Porque hacerlo sí conlleva un error.
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