La peligrosidad de la confianza propia

07-11-2020
Política
Ojalá, República Dominicana
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Un rápido repaso al devenir de la sociedad occidental –y con ello me refiero, en particular, a los Estados Unidos de Norteamérica y a la parte occidental de Europa, desde Portugal hasta Alemania, incluyendo a los países nórdicos y con exclusión de las naciones de la parte oriental— pone de relieve una cuestión que resulta, a lo menos, interesante.

Y es que, de tanto en tanto, el elector joven, lo mismo que el nuevo elector, protagoniza giros rocambolescos en la arena política.

En ciertos casos el foco ha recaído sobre toda una generación, pero dispongo de pocas razones para afirmar que haya sido siempre así –amén de que, como se verá, los ejemplos que se analizan, por demás muy superficialmente, lo ponen de manifiesto—.

La cuestión es que la bisoñez ha sido un factor común. Y esto, analizado con suficiente detenimiento, pienso que conduce al encuentro con una realidad ligeramente más específica, pero no por ello menos interesante: en más de una ocasión, un consorcio de jóvenes y nuevos votantes, impulsado por un dinámico bagaje intelectual y filosófico-político y alimentado por una confianza hiperbólica en sus capacidades, ha elevado a la categoría de causa generacional el rompimiento con el statu quo, o el establecimiento de un nuevo panorama social, o la reconfiguración de los cimientos del colectivo, o el desecho de “lo viejo” y la consagración de “lo nuevo”; en fin, distintas variantes más o menos “revolucionarias” –o “renovadoras”— que reproducían en su seno una amplia gama de reclamos mayoritariamente vinculados a la justicia social y distributiva, pero también con un fuerte matiz individualista.

Estos procesos se han dado en distintas latitudes y han conducido a resultados dispares. Con independencia de estos, creo que sus antecedentes han de examinarse con alguna seriedad, especialmente en un contexto como el actual.Ya he dicho que no hablamos de un fenómeno completamente nuevo.

La historia enseña un montón de cosas y una de ellas es, precisamente, que determinados momentos históricos han quedado indefectiblemente marcados por el ascenso de un grupo de nuevos y jóvenes votantes que, por variopintas razones, se trazan el rompimiento del establishment como método de reivindicación de causas generacionales más o menos justificables.

Pienso, por ejemplo, en el mayo francés de la segunda mitad de la década del sesenta. Como evidencia la literatura al respecto, aquellos fueron años de explosión social e intelectual, tanto en los círculos académicos y culturales como en la propia arena política.

La conjugación de ambas cuestiones puso en el foco a un nada desdeñable grupo de jóvenes franceses que, a lo más, había interiorizado hasta el tuétano una manera radicalmente distinta de contemplar la vida y de entender el gobierno colectivo, y a lo menos, rechazaba con rabia –y no siempre con razón— las distintas coyunturas que por aquellos años marcaban tanto la realidad nacional inmediata como el contexto regional e internacional.

No es descabellado afirmar que el aclamado “prohibido prohibir” fue no más un síntoma de un fenómeno mucho mayor: la alteración del punto de partida para prácticamente toda una generación y el consecuente sacudón que ello había de suponer para el orden socio-económico a la sazón vigente.

Tony Judt, historiador británico, ofrece una lectura de esta cuestión que, creo, merece la pena rescatar (Algo va mal, Barcelona: Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U., 2010).

Es útil comprobar, con Judt, que desde el inicio de la década del sesenta –e incluso un poco antes— tuvo lugar una suerte de “mudanza ideológica” que implicó el abandono de ciertas pautas y estándares, de lugares comunes para otras generaciones; sobre todo, de cierta actitud frente a lo público, el debate político y las instituciones del régimen democrático y republicano.

Las formas más extremas de los incipientes grupos radicales de entonces fomentaron en los jóvenes ideólogos cierto desdén frente a los conceptos, nociones e instituciones “tradicionales” del sistema, cuya consolidación había costado ya –y seguiría costando— ingentes esfuerzos a sus antepasados.

En palabras de nuestro autor, [Por aquellos años, PJCH] la brecha mayor era la intergeneracional. Para los que habían nacido después de 1945, el Estado del bienestar y sus instituciones no constituían una solución a los antiguos dilemas: simplemente eran las condiciones de vida normales –y bastante aburridas, además—.

Los jóvenes del baby boom, que llegaron a la universidad a mediados de los años sesenta, solo conocían un mundo de oportunidades cada vez mayores, generosos servicios médicos y educativos, unas perspectivas optimistas de movilidad social ascendente y –quizá por encima de todo— una sensación indefinible y ubicua de seguridad.

Los objetivos de la generación anterior de reformadores ya no eran de interés para sus sucesores. Por el contrario, cada vez se percibían como restricciones a la libertad y la expresión del individuo. 

Una de las manifestaciones más cautivadoras de semejante fenómeno fue, seguramente, la que protagonizó la generación posterior a la de los ideólogos, arquitectos e ingenieros del New Deal en los Estados Unidos de Norteamérica.

Llama poderosamente mi atención el hecho de que los hijos de los creadores de las políticas sociales que dominaron la arena estadounidense por buena parte de la primera mitad del siglo XX –entiéndase, sus principales beneficiarios— fueron justamente los que incurrieron en el error de dar por sentada su existencia y operatividad.

Como se ha dicho, las manifestaciones más pasionales de aquella nueva forma de pensar (y actuar) políticamente llegaban incluso al punto de renegar de las instituciones del Estado de bienestar.

En cualquier caso, es dable afirmar que la actitud predominante entre los votantes y activistas más jóvenes quedaba muy lejos de la visión esencialmente comunitaria e igualitaria que había marcado de forma tan decisiva a la generación anterior.

Para Judt, la generación que siguió a los “ingenieros sociales” del New Deal simplemente “veía las cosas de otra manera”. La forma de hablar y pensar sobre el colectivo y lo común cambió, y con ello varió también el catálogo de objetivos a perseguir.

Judt explica que lo que unió y consolidó aquella nueva política “no fue el interés de todos, sino las necesidades y los derechos de cada uno”.

Entiéndase bien: no es que los jóvenes de aquellos años no creyeran en la justicia social y distributiva, la igualdad como motor de la acción estatal o la naturaleza fundamentalmente benévola y niveladora de las instituciones del bienestar.

La metamorfosis en la psiquis de aquella generación, con la consecuente incidencia en el lenguaje y el vocabulario socio-político de sus distintos componentes, fue tan sutil que, quizá por ello, pasó por desapercibida.

La revolución se produjo –como habría querido el ilustre Cortázar— en la estructura mental de prácticamente toda una generación. Por ello, apunta el autor, “la política de los sesenta desembocó en un agregado de reivindicaciones individuales a la sociedad y el Estado”, dejando tras sí “el subjetivismo de los intereses y deseos individuales, medidos individualmente”.

Esto, a su vez, puso en primer plano “un relativismo moral y estético” que acabaría por dañar fatalmente el bagaje teórico que había entronizado, justamente, el surgimiento mismo del Estado de bienestar.Nada de lo anterior es en sí mismo –o por sí solo— reprochable.

Pienso que cada generación debe (más allá: tiene derecho a) adoptar sus propias decisiones políticas y estas indefectiblemente estarán marcadas por los conceptos e instituciones que enarbole el grupo como señas de su identidad y de su ideario.

Además, el individualismo solo es tóxico en determinados escenarios y dados ciertos ingredientes o circunstancias.

No se trata, pues, de articular una narrativa derrotista o catastrofista. Se trata, sin más, de adquirir suficiente perspectiva como para identificar el momento y el punto en que el mensaje se tergiversa o se pervierte, pues por regla, con él se degenera o pervierte, también, la conversación pública.

Las reivindicaciones individuales tienen su valor y hemos de reconocerlo; pero, como advierte Judt, “darles prioridad tiene un precio inevitable: se debilita el sentido de un propósito común”.

El diagnóstico del historiador es cuando menos inquietante: Estas paradojas de la meritocracia –la generación de los sesenta fue sobre todo el exitoso subproducto de los mismos Estados del bienestar en los que volcaba su juvenil desprecio— reflejaban una debilidad.

Las antiguas clases patricias habían sido sucedidas por una generación de bienintencionados ingenieros sociales, pero ninguna de ellas estaba preparada para la radical desafección de sus hijos.

El consenso implícito de las décadas de la posguerra se había roto y estaba empezando a surgir un nuevo consenso, decididamente antinatural, en torno a la primacía de los intereses individuales.

Los jóvenes radicales nunca habrían descrito sus fines de esa manera, pero fue la distinción entre las valiosas libertades individuales y los irritantes constreñimientos públicos lo que más tocaba sus emociones. Irónicamente, esta misma distinción es lo que también definía a la nueva derecha que estaba surgiendo. 

He de reiterar, llegado este punto, que el resultado de este sorpasso generacional no tuvo las mismas consecuencias en todas las latitudes.

De hecho, el devenir de la cuestión en los Estados Unidos de Norteamérica resultó ser notablemente distinto a lo acontecido en Francia. En esta última, gobiernos sucesivos de Poher y Pompidou condujeron, primero, al giscardismo,para después derivar en la elección de Mitterrand, socialista.

Para los estadounidenses, aquella “revolución” intelectual terminaría por entronizar el reaganismo (con el estrambótico episodio de Nixon de por medio) y marcaría el paisaje social con años de acentuación de la desigualdad entre ricos, pobres y clase media.

Es esto lo que, me parece, justifica que cualquier síntoma similar al de aquellos procesos deba al menos merecer atención.

Debemos ser capaces de entablar una conversación seria sobre estos antecedentes, so pena de volver a trillar un camino que ya sabemos conduce a resultados indeseables.

Pienso, de hecho, que algo de lo que se ha explicado ha vuelto a ocurrir en los últimos años. He de admitir una obviedad: que cada época presenta sus propios problemas y dilemas, de suerte que mal haría aquel que pretendiese abordar las dificultades del presente con el foco usado en momentos anteriores.

No obstante, creo que recientemente han florecido algunos síntomas; se han retomado algunas de las prácticas –tanto político-electorales, desde las entidades partidarias y los distintos grupos de presión, como discursivas, prohijadas por sectores diversos del electorado local— que condujeron a los aciagos escenarios de mediados del siglo pasado.

Pretendo, ante todo, ser cuidadoso: la relevancia de los matices no debe ser soslayada.

Me cuesta creer, por ejemplo, que los jóvenes políticos y pensadores de hoy no estén comprometidos –al menos, desde el verbo— con principios fundamentales y fundacionales como la igualdad y la justicia social, ambos estándares igualmente incuestionables para la generación de “ingenieros sociales” de la primera mitad de la pasada centuria.

Es igualmente llamativa su feroz defensa de causas generacionales como la lucha contra el cambio climático, el matrimonio igualitario y la interrupción voluntaria del embarazo.

El problema es otro –y aquí retomo un punto anterior—. Se trata, más bien, de una variación en nuestro punto de partida. Esto es, en nuestra referencia para calibrar la realidad, medir nuestras posibilidades y planificar el futuro.

Creo –aunque preferiría estar errado— que se trata de un cambio a peor; pienso –y, de nuevo, desearía equivocarme— que se ha degradado el nivel de la conversación pública, se han sobresimplificado los términos de la discusión, se han abandonado los lugares intermedios.

En fin, se ha perdido algo del sentido colectivo latente en la conversación de los años anteriores a la década del sesenta, y, a la par, ha quedado a un lado la capacidad de sacrificio y negociación que tradicionalmente ha marcado el camino de toda democracia en desarrollo y que resulta inherente al proceso de consolidación republicana que ansía con rabia, y también con sobrada razón, esa generación mixta de nuevos y jóvenes votantes que tanto protagonismo adquirió en los procesos electorales de hace un par de meses –y que equivale, y creo no equivocarme, a prácticamente la mitad del padrón electoral utilizado para las pasadas elecciones—.

Los términos del debate público generado entre los votantes más jóvenes con ocasión de la celebración de los certámenes de marzo y julio en el país pueden servir de métrica para lo aquí expuesto.

Es decir, puede calibrarse la certeza de mi argumento a partir de una disección de la narrativa predominante –incluida tanto aquella vertida en redes sociales como la que tuvo lugar en el seno de colectivos u organizaciones accidentales—.

Me atrevo a afirmar que nunca antes había tenido lugar un debate tan feroz, tan agrio; hace tiempo que no se hacía sentir tal nivel de confrontación, polarización y agresividad entre nuevos votantes y jóvenes en general.

Fue notable el atrevimiento en la formulación de conclusiones particularmente radicales, así como en el planteamiento de argumentos excesivamente alegres, maniqueos y reduccionistas.

He aquí el nudo gordiano del asunto: esa profunda confianza en nosotros mismos nos convierte en ciudadanos empoderados y altamente exigentes, con una notable capacidad de formular potentes ataques contra una realidad que a veces percibimos como impuesta y contraproducente –no siempre por los mismos motivos—.

No obstante, al mismo tiempo, nuestra disposición a recular ante la evidencia, especialmente aquella que contradice la opinión propia, se redujo a mínimos preocupantes, lo cual también operó en detrimento de nuestra capacidad de crítica.

Todo esto nos colocó en medio de un ambiente de confrontación, polarización y radicalización en el que –como antaño— el debate fue tomado por aquellos que creen en el atropello y la división como instrumentos de cohesión electoral.

Sin más, triunfó por inducción el discurso agresivo, irreflexivo y abiertamente acrítico.Podrá parecer obvio que los líderes políticos que terciaron en las elecciones extraordinarias presidenciales y congresuales del pasado 5 de julio son responsables de la terminología que caracterizó la conversación pública entre los nuevos votantes y los jóvenes.

Y, en efecto, mientras unos sectores se mantuvieron a la defensiva, otros fomentaron –en su provecho— un debate público cargado de fundamentalismo, por cuyo efecto la decisión electoral era, en realidad, una elección entre el “bien” y el “mal”.

Podría argumentarse, entonces, que el problema radica en parte de nuestra clase política. Esto podrá ser más o menos cierto; podría sostenerse, por ejemplo, que hay más de una razón para considerar que se trató de una estrategia coyuntural tendente a la capitalización del hartazgo, la ira y la indignación de cierto(s) sector(es) social(es), estrategia de la cual habría sido presa, entonces, un considerable número de nuevos y jóvenes votantes.Me temo, en cualquier caso, que tal es solo una cara del problema.

La otra mitad del asunto es, a mi juicio, responsabilidad exclusiva del elector. No me interesa cuestionar la decisión adoptada por cada uno al momento de ejercer el sufragio. Cada cual es libre de optar por una u otra oferta electoral; así funciona la democracia.

Lo que me preocupa es todo lo que conduce a la elección; es decir, todo el proceso previo (eminentemente mental, pero canalizado en el plano discursivo) que se dio en el votante joven (al igual que en el nuevo) antes de determinar por cuál candidato sufragaría.

Me temo que cuando la reflexión del elector se produce en las condiciones en que se produjo el pasado 5 de julio aumentan las probabilidades de que el voto resultante venga cargado de emotividad y pasión, y no necesariamente como respuesta crítica y constructiva a la paleta de opciones que plantea el régimen electoral.

Así, creo que, más que discrepar con base en una crítica reflexiva y mínimamente objetiva, lo que se dio en los meses previos al 5 de julio fue un concierto de voces enrabietadas que propugnaban a todo pulmón la corrección impoluta de su particular propuesta, de su propia visión, al tiempo que negaban la validez o legitimidad de cualquier posición contraria.

El nuevo y joven votante no debió caer en este juego. Creo que lo hizo –aunque tampoco pretendo generalizar—, y pienso que en gran medida ello se debió a la confianza infinita que prima entre los componentes del conjunto.

Como ha ocurrido otras veces en nuestra historia democrática reciente, el juego de palabras dominó el terreno, y el nuevo votante, al igual que el votante joven, se convirtió en presa de una dinámica que favoreció ampliamente un solo tipo de discurso.

Lo interesante, en todo caso, es que esto haya ocurrido con respecto a un conglomerado de individuos (en esencia, el votante millennial) con acceso ilimitado a la información que circula en la red, expuesto como nunca antes a la data relevante, vehiculada fundamentalmente por las redes sociales.

Semejante fenómeno no tiene parangón entre nosotros. Es, en efecto, llamativo que la polarización y radicalización se produjo con respecto a un ciudadano que, en promedio, forja su criterio en base al contenido que explora en las redes sociales (con todo lo bueno y lo malo que ello implica), que posee una confianza absoluta en su íntima convicción y que, al parecer, es susceptible de incurrir en el error de pasar por alto las conquistas sociales que sucedieron a las luchas de generaciones anteriores de dominicanos, producidas en contextos históricos y sociopolíticos que a veces ignoran, o que simplemente no comprenden –o comprenden de manera deficiente—.

El paradigma estadounidense, explicado de manera excesivamente superficial, justifica, a mi juicio, que se preste atención a estos síntomas. Por leves que sean, sugieren un camino comprobadamente incorrecto. Creo, sin más, que es errado dar por sentados los avances que resultaron de la implementación en años anteriores de políticas fundamentalmente niveladoras.

La expansión de la seguridad social, la ampliación del régimen democrático y el engrosamiento de la clase media –esto último tanto por la reducción de los niveles de pobreza extrema como por la propia equiparación de los patrimonios más altos frente al estrato social inmediatamente inferior— son buenos ejemplos.

Estas condiciones no existieron para generaciones anteriores de dominicanos. Que hayamos nacido y crecido con buena parte de estas políticas en marcha, y que por ende seamos capaces de coexistir con las mismas –y, de hecho, presenciar su consolidación—, podría ser motivo de orgullo, y debería ser suficiente para hacernos ganar algo de perspectiva.

Claro que existe un amplio catálogo de retos pendientes, pero esto no debe empañar en exceso lo que ya se ha hecho. Es un recordatorio de lo que aún falta por hacer, pero no debe implicar el abandono de nuestro pasado o el menosprecio de las victorias de antaño.

En fin, que cierto nivel de confianza en la capacidad propia nunca viene mal: de lo que hay que rehuir –pienso que a toda costa— es del individualismo y del empoderamiento tóxico, y sobre todo de la radicalización y la polarización. Estos nunca fueron –y, creo, nunca serán— buenos ingredientes para la tan anhelada consolidación democrática de nuestro país.