Norma, sistema, perversión

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(…) para qué sirve el genio cuando está entenebrecido

por reglas que impiden a los ojos ver y a los oídos oír.

Jeremy Bentham

Algunos ordenamientos jurídicos parecen estar anclados en una falsa pretensión de completitud y perfección. Esto es (o puede que sea) obra y gracia de parte del conjunto de operadores jurídicos a cuyo cargo queda la “vivificación” de los sistemas legales, es decir, la corporeización y motorización de sus técnicas mediante la aplicación de sus disposiciones a la realidad. Parece haberse asumido, al menos en parte de aquel conjunto, que las antinomias (por ejemplo) son males contingentes cuya existencia puede ser aniquilada mediante el paulatino “perfeccionamiento” del sistema. Y así, las contradicciones y desconexiones entre lo normativamente prescrito y su aplicación y efectividad real se resuelven mediante su calificación como dificultades momentáneas o aparentes. Como tapar el sol con un dedo.

Este modo de proyectar la compleja relación entre lo normativo y la realidad tiende a pasar por alto dos cosas. Primero, que los ordenamientos jurídicos nunca son perfectos o completos, por la sencilla razón de que son obras humanas, en sí mismas falibles y mejorables. Y segundo, que los sistemas normativos normalmente dependen de la efectividad de las opciones políticas fundamentales que los articulan, que son, en última instancia, las que fijan sus contornos, perfilan sus alcances, materializan y optimizan sus contenidos y formas. Descontadas las antinomias (por resultar connaturales a la existencia misma de lo que se considera Derecho), importa enfocarse en el segundo de los elementos apuntados. Porque puede que en él se encuentren los principales vectores que al día de hoy podrían explicar ciertos desajustes o disonancias entre los mandatos constitucionales y el material normativo “inferior” que aplican ordinariamente los operadores jurídicos.

Pocos discutirán que el hecho de que el artículo 69 constitucional se lea como se lee dice muy poco acerca de la proclividad de algunas instancias jurisdiccionales a lesionar derechos fundamentales y agraviar las garantías consagradas en favor de los individuos. Es claro que la inserción de los conceptos “debido proceso” y “tutela judicial efectiva” en el texto de la norma fundamental les otorga cierto caché, cierto brillo. Pero también es evidente que, más que horizontes del deber ser, estas fórmulas parecen implicar, a la fecha, promesas programáticas inacabadas, vaciadas de sustancia a fuerza de ciertas prácticas que distorsionan su contenido y les restan efectividad. Por ilustrarlo de alguna forma, puede decirse que por debajo de todo el manto estrictamente normativo (colmado de garantías, derechos y principios) discurren una realidad y una práctica que siguen patrones propios –quiero decir: alejados de los presupuestos políticos que informan el plano normativo—.

Puede que este desajuste sea predicable respecto de todos los renglones que conforman la disciplina jurídica. Por el momento –y a raíz del último informe emitido por la Oficina Nacional de la Defensa Pública—, me interesa un caso concreto: el de la justicia represiva.Dicho de manera más o menos esquemática, la jurisdicción penal parece haber quedado a merced de lo que la doctrina continental europea en algún momento denominó la perversión de la norma. En nuestro caso, me parece que se trata de una particular forma de perversión jurídico-normativa. Volvamos al artículo 69 constitucional.Su contenido, su texto, es claro:el “debido proceso” se compone de una serie de garantías, derechos, principios y (a falta de mejor término, algo que llamaría) “subprincipios”, o principios “de segundo orden”, cuya transgresión torna inválido cualquier acto, actuación o resolución. Pero esta formulación, así de abarcadora y garantista, no ha sido en modo alguno suficiente, como ha demostrado nuestra realidad.

Aún hoy, muy a pesar de la carga motiva de las fórmulas constitucionales –y de su correspondiente reflejo en la propia normativa penal y procesal penal—, la jurisdicción represiva adolece de vicios y perversiones (alimentadas en igual medida por medios de comunicación, grupos de presión y sectores políticos) que han convertido en poco menos que vasijas vacías aquellas formulaciones, por demás indicativas de un estado a alcanzar, no de un estado alcanzado. Dicho de otra manera, y recurriendo a términos ferrajolistas: mientras el ordenamiento “superior” rema hacia un lado, el ordenamiento “inferior” rema hacia otro, y esto último, creo, está directamente vinculado con una circunstancia fundamental: que algunos operadores jurídicos encargados de su aplicación parecen haber optado por una posición política particular, por demás distinta y, peor, contraria a la que deriva de la carta constitucional.

 Juro que este largo introito apunta a un problema muy claro –pero de ninguna manera nuevo—: algunos operadores de la jurisdicción represiva parecen regirse por convicciones políticas que no casan con las fórmulas axiológicas y los caminos ético-políticos que trazan las disposiciones constitucionales. Y, así, la Constitución queda como un panfleto preñado de promesas incumplidas (de deudas sociales “por cobrar”),cuyo lado más oscuro, cuyo rostro más siniestro se cristaliza precisamente en el estado de las cárceles del país, en la elasticidad de los cargos penales, en la multiplicación exponencial de los juicios paralelos, en la alegría y la levedad con que se priva de la libertad a cuanto individuo se cruce por el camino de un cuerpo persecutor aparentemente guiado por orientaciones no del todo admisibles desde –al menos— el lenguaje de la Constitución. Basta atender a la proporción de presos preventivos en el sistema carcelario. Nótese, en su defecto, la filtración de documentos y pruebas en el marco de procesos judiciales particularmente sonoros.Más allá, refiéranse las constantes categorizaciones subjetivas (“delincuente nato”) y la reiterada apelación a conceptos vagos (“alarma social”, “peligro”) como instrumentos justificativos de una prisión preventiva que de excepcional ya le queda muy poco.

Entre todas las opciones políticas fundamentales que en su momento guiaron al constituyente (igualdad, dignidad, separación de poderes, democracia, republicanismo…), una de ellas sufre estos embates de manera particularmente descarnada: la libertad. Convendremos –o al menos eso espero— que hay pocos valores más trascendentales. Así que, a lo menos, requiere una poderosa explicación que el sistema represivo se incline, en la mayor parte de las oportunidades, por técnicas de poder y disposición que tienden a lesionar aquel valor. Quiero creer, en todo caso, que este es un mal contingente; que de esta particular perversión se puede purgar el sistema. Sin embargo, el esfuerzo será inútil si no se modifica el bagaje teórico que hasta ahora ha guiado y permeado toda aquella actividad jurisdiccional; será en vano si los mecanismos jurisdiccionales existentes no se anclan en un lenguaje favorable a los contenidos políticos que en rigor informan nuestra Constitución.

A fin de cuentas, aunque entre las normas y su perversión se generan distintos “caminos”, entre todas estas rutas pervertidoras hay un denominador común: la (insoportable relevancia de la) opción política subyacente. Y entre nosotros solo hay –y puede y debe haber— una opción política real: aquella que entroniza la libertad. Solo esa, aun a costa de criterios de eficiencia coyuntural.