La voz de los muertos
El domingo 21 de diciembre de 1511 un sacerdote llamado Fray Antón de Montesinos, perteneciente a la orden de los Dominicos, pronunciaba desde la ciudad primada de América, Santo Domingo de Guzmán, el famoso sermón de Adviento.
En dicha pieza oratoria denunciaba el maltrato que los conquistadores europeos daban a los aborígenes. Inició el prelado su oratoria haciendo referencia al evangelio según San Juan que en el versículo 23 del primer capítulo inicia diciendo: “Yo soy la voz del que grita en el desierto”.
Montesinos hablaba de frente y directamente a las autoridades españolas; les preguntaba: “¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos”
El 14 de septiembre de 2004 se publicó un artículo nuestro titulado: “Triste y amarga realidad forense”. En dicho trabajo expresamos: ”Quién visitara un día cualquiera de la primera semana de septiembre de 2004 el pestilente, maloliente y deteriorado Instituto Nacional de Patología Forense, recibiría principio un electrizante impacto agresivo causado por el hedor.
Ahí tendrá que repetir la frase que dijo doña Úrsula en “Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez, en el momento en que Melquíades rompió por distracción el pomo de bicloruro de mercurio: “Es el olor del demonio”.
Si tiene usted valor y penetra al interior de la morgue verá un horroroso cuadro interior en el que, aparte de las miles de larvas que pululan por el suelo, existe un millonario enjambre de moscas posadas sobre el techo, a manera de aves de carroña que, con sus abundantes ojos pululan por los alrededores de los putrefactos cadáveres apilados sobre un mugriento piso, debido a que la nevera con capacidad para cuatro muertos está dañada, no hay aire acondicionado, las lámparas están quemadas y ya no se cuenta con una planta eléctrica de emergencia en funcionamiento”.
Veinte años después movamos dicho escenario a la morgue forense del cementerio Cristo Redentor, de la capital dominicana. ¿Qué es lo que vamos a notar? Simplemente que la situación es peor porque ahora el número de cadáveres descompuestos se multiplica y el hedor se esparce a través de un espacio mucho mayor.
Y si hemos denunciado reiteradamente por distintos medios de comunicación esta situación espantosa crónica recurrente sin que se vislumbre una solución a un grave problema social, sanitario, jurídico y humano, tendremos que buscar o tratar de explicar las razones de la inercia estatal.
Desde el imaginario de una novela de ficción se podría argumentar que no presta atención al asunto porque los difuntos no hacen huelgas, ni marchas, ni visitan el Ayuntamiento, ni el Congreso de la República, ni mucho menos la sede central del Gobierno. Tampoco tienen los muertos el derecho al voto por lo que no influyen en los resultados finales de las elecciones locales, ni nacionales.
Importante notar que los cadáveres que se descomponen hasta hacerse irreconocibles y no aptos para que familiares y amigos cumplan con el rito sagrado de echar una triste mirada de despedida a la persona ida son en su inmensa mayoría de gente humilde sin abolengo, ni apellido sonoro.
Son niños, adolescentes, jóvenes, adultos y ancianos pobres, o vecinos indocumentados los que por varias décadas se han venido pudriendo por falta de honorables padrinos.