Moralidad y democracia
Ante todo, debo dejar claras dos cosas. Vaya por delante, en primer lugar, que nada de lo que aquí se argumenta dice algo sobre la postura de quien suscribe respecto de los temas que, al menos a la fecha, constituyen los principales puntos de divergencia moral y ética en la sociedad de hoy.
Dicho de otra forma, la reflexión que sigue no supone tomar partido en la discusión sobre la interrupción voluntaria del embarazo, la legalización de las drogas o sustancias psicotrópicas con fines recreativos, la eutanasia, el matrimonio y la pornografía infantil, o el matrimonio igualitario, por solo mencionar algunos ejemplos.
No es el momento ni el medio para abordar tales cuestiones, así que este planteamiento se formula con la esperanza –quizá ingenua— de que el mismo no sea retenido como una apología del estado de cosas que hoy enfrentamos.
Por otra parte, y en segundo lugar, la reflexión que a continuación se desarrolla pivota en torno a una cuestión que podrá parecer una perogrullada, pero que en todo caso reviste, a mi juicio, una importancia capital en el contexto actual.
La polarización –y la radicalización que la suele acompañar— conduce, muchas veces, al planteamiento de un debate público en términos excesivamente atomísticos o, en palabras de Nassef Perdomo (“Reflexiones para el cuatrienio”, El Día, 19 de agosto), maniqueístas.
Es decir, se suelen plantear las cosas como un combate del “bien” contra el “mal”. Pienso que no hay actitud más antidemocrática que esta, al menos hasta donde llega mi conocimiento.
De ahí, creo, surge la pertinencia de este comentario: vivir en democracia –como lo hace hoy la República Dominicana— implica interiorizar una realidad que a ciertamente liberal y empoderada le resultará profundamente insoportable.
Y es que de estos temas (los enunciados en el parágrafo anterior) se puede, válida y legítimamente, discrepar. A riesgo de adelantarme demasiado, es útil señalar ahora que, desde mi particular punto de vista, cualquier valoración del derrotero que ha seguido la opinión pública en nuestra sociedad –o, incluso, la propia idiosincrasia del ciudadano global e interconectado de hoy— debe considerar tres “hechos”.
Se trata de conceptos que tomaré prestados de algunas de las voces más autorizadas de la doctrina y la dogmática constitucional y jurídico-filosófica.
Digamos que formulo este comentario en un contexto teórico determinado que debo, bien que mal, hacer explícito. Sin más, aquí sigo a Rawls, Waldron y Gargarella, con los matices que deben (o, en todo caso, pueden o podrían) formularse, dada la complejidad y profundidad de sus respectivas obras.
No obstante, creo que estos “hechos” marcan de forma evidente a la sociedad de hoy, y son por ello elementos de inevitable ponderación cuando se procura formular observaciones como la que aquí se sustenta.
De entrada, pienso –con Rawls— que la sociedad democrática contemporánea está marcada por el hecho del pluralismo, en tanto que vivimos en un contexto multicultural en el cual tienen cabida teorías comprehensivas sobre religión, cultura, ética y moralidad potencialmente incompatibles; por el hecho del desacuerdo (Waldron), puesto que, tratándose de la confluencia de principios y valores éticos potencialmente conflictivos en el seno de un colectivo, es de esperarse que los individuos que optan por el autogobierno en clave democrática disentirán, de manera más o menos profunda o justificada, al momento de tomar decisiones de conjunto sobre cuestiones particularmente espinosas o peliagudas.
Y por el hecho de la democracia (Gargarella), en tanto que –como han puesto de relieve los procesos electorales realizados en la República Dominicana entre el 15 de marzo y el 5 de julio del año en curso— coexistimos en una sociedad conformada por ciudadanos y grupos de individuos ávidos de democracia, esto es, altamente empoderados y, por ello, exigentes en lo que se refiere a la estabilidad, solidez, funcionamiento, eficacia y representatividad de los cargos e instituciones sometidas al arbitrio del voto popular.
Así pues, si admitimos que estos “hechos” marcan nuestras sociedades, debemos conceder, también, que es justo, válido y legítimo que uno o varios ciudadanos discrepen de nuestros puntos de vista sobre los temas polémicos que he referido en líneas anteriores.
Esta sola aseveración permite intuir la naturaleza axiomática de mi observación. Dicho llanamente, raya en la ociosidad precisar que la democracia no implica consenso o unanimidad. Esto se manifiesta en nuestra realidad democrática de forma constante y periódica.
El último síntoma de ello es la reciente discusión sobre la despenalización del aborto. Lo que me preocupa, y que es el motivo por el cual escribo estas líneas, es la pretensión de invalidación que late en algunos sectores cuando ciertas voces optan por forjar una opinión distinta a la que cierta corriente moral defiende a todo pulmón –y con innegable gallardía—.
Pienso que todo individuo auténtica o genuinamente demócrata debe hacer suya esta cuestión; debe configurar, por decirlo de alguna manera, el credo de cualquier mente democráticamente comprometida.
El punto esencial de mi argumentación es que en ningún caso deben retenerse estas cuestiones (la eutanasia, el matrimonio infantil, la pornografía, el matrimonio igualitario o la interrupción voluntaria del embarazo) como motivo para separar al disidente del “pueblo” –concepto esencialmente abstracto y amorfo y, por ello, de uso engañoso o en todo caso cuestionable—.
Sin más, también forma parte del “pueblo” aquel que discrepa en cuanto a la despenalización del aborto, la legalización de las drogas recreativas o la eutanasia.
Y si esto es así, entonces deviene del todo ilegítimo trazar una línea divisoria entre el “pueblo” –señalado, pienso que maliciosamente, como portador de cierta verdad absoluta e incuestionable desde el punto de vista ético y moral— y los disidentes.
Ambos confluyen y coexisten en la problemática dinámica de la democracia.
Es un atentado al concepto mismo del gobierno colectivo pretender situar a cierta corriente moralista como portadora de la “voluntad” del “pueblo”, pues ello conduce, consciente o inconscientemente, a reducir el debate a un enfrentamiento entre “el pueblo” y “los demás”, invalidando así la condición innata de estos últimos como individuos constitutivos del proceso democrático, cuya opinión tiene igual valor que aquellas a las cuales se les imprime cierta “altura” o “autoridad” moral.
Pienso, en fin, que debe quedar por entendido, de una vez y por todas, que estos temas (polémicos, problemáticos, peliagudos y de difícil abordaje y resolución) no reproducen en su interior imperativos éticos autoevidentes, es decir, no se zanjan con soluciones caídas del cielo o puestas sobre la mesa a partir de un bagaje ético y moral incuestionable.
Las decisiones colectivas, aun aquellas que versan sobre los asuntos más divisivos entre las personas, deben adoptarse bajo ésta convicción fundamental, sin pena de minar el propio proceso democrático y propiciar su inoperancia.
Estas decisiones colectivas no ascienden a más allá de lo que en rigor son: resoluciones democráticamente legitimadas sobre asuntos respecto de los que se puede tomar partido (faltaría más), pero sobre los cuales se puede, también, y válidamente, discrepar.
Para entender a cabalidad este punto, debe afianzarse otra cuestión: la configuración actual del proceso democrático es producto de años de lucha y debate. Para muchos, la genuina democracia ha costado sangre, sudor y lágrimas.
Pienso, por ejemplo, en el movimiento en defensa del voto de las mujeres y la lucha por los derechos civiles de las personas de color en los Estados Unidos de Norteamérica.
Así, lo que se tiene a día de hoy es, en mayor o menor medida, el fruto de un largo y difícil proceso de integración y perfeccionamiento de la democracia, cuyo único fin fue –y sigue siendo— dar cabida a una mayor cantidad de sectores sociales en el debate público y su legítima representación en los estamentos electivos en torno a los cuales se estructura el régimen democrático.
çY todo esto –naturalmente, en muy apretada síntesis— ha resultado ser gracias a la entronización de un valor fundamental: la igualdad.
Simplemente, todos somos iguales por naturaleza; siendo así, es de esperar que nuestras particulares convicciones y cosmovisiones, y las posturas que defendemos como elementos constitutivos de nuestra personalidad y nuestra psiquis, tengan igual peso, igual valor, sin importar que se encuentren siempre en armonía o que tiendan a defender las mismas causas.
Por ello, me pregunto: ¿cómo puede ser demócrata –o, más bien, en qué medida lo es— aquel que resta validez a posturas morales que contradicen las propias, o que no se alinean a la perfección con estas? Claro que el encaje es difícil; pero es también necesario, si lo que se reclama es una democracia plena y funcional.
Si todo esto resulta particularmente descarnado o problemático, es porque lo es. Y si resuena a teorías defendidas en contextos indeseables del siglo pasado, quizá sea porque se trata de un postulado que, aunque antiguo (o quizá por ello), ha quedado olvidado, o que –en el mejor de los casos— no ha merecido la atención que en puridad merece.
Recordémoslo, pues. Y tengámoslo presente, en especial en este nuevo trayecto que inicia el país.
Si el sistema funciona, estas cuestiones serán sometidas a debate por conducto de las instituciones electivas, y el resultado final será legítimo –al menos, en términos procedimentales— en la medida en que refleje el voto de la mayoría.
Digresiones teóricas aparte (sobre mayoritarismo y los límites conceptuales del proceso democrático, problemas de los cuales se ha ocupado hasta el cansancio la narrativa constitucional y político-filosófica), el escenario contrario, esto es, la invalidación del resultado del proceso democrático dado su “desajuste” con respecto a cierta corriente moral, nos coloca frente a una oscura y peligrosa pendiente, cuya desembocadura puede ser la desarticulación de la propia democracia y la instauración de un modelo de gobierno colectivo que podría merecer cualquier adjetivo, menos el de “democrático”.