La peste
Abro los ojos. Deben ser las cinco de la mañana. No se advierte luz detrás de la cortina. La peste ya me sofoca.
Me siento en la cama y miro la nada, la unánime oscuridad. Me levanto, enciendo un bombillo, preparo el café. Baño mi cuerpo con agua fría. Me visto. Peino mi cabello y frente al espejo aborrezco mis ojeras. Y la peste.
Salgo a la calle y me inunda aún más la insufrible pestilencia. El barrio, la calle, la ciudad: en todo está la peste. Todo lo colma la peste.
La gente camina como sin rumbo, perdida, fuera de órbita. No les molesta la peste. No sienten, no viven. Se estorban unos con otros; transportan en sus miradas vacías la pestilencia por toda la ciudad.
Atravieso un parque y me dejo caer en un banco, mareado por la hediondez. Mecánicamente la gente camina o se sienta o está de pie mirando un celular, con la más absoluta indiferencia.
Nadie sabe quién le queda al lado. Y a nadie le importa. Nadie sabe el nombre de la calle que transita. Y a nadie le importa. Nadie sabe adónde va el día, adónde van los días. Porque todos los días son el mismo día. Y eso no importa. Y he aquí la peste.
Espectador del espectáculo, enciendo un cigarrillo. Y alguien lo nota. Una señora, caminando, se tapa la nariz con la mano derecha.
Yo la miro. De súbito me pongo de pie y le grito: ¿Y la peste no le molesta?