Comenzó la subasta…
Hagan su puja, señores.
Con ofertas bien baratas iniciamos la subasta de un hermoso país ubicado en el centro vertical del Caribe.
Bordeado de playas prístinas, de olas que en sus crestas murmuran historias que desovan en la arena, en susurros arahuacos con acentuación taína.
“Colocado en el mismo trayecto del sol, sencillamente agreste y despoblado.”
—P. M.
Pero no hay luz.
Solo una oscuridad carísima que agobia a los niños famélicos, esos que dejaron de brincar para limpiar zapatos en parques de ciudades donde la hooka ilumina la muerte detrás de los párpados de gente sin esperanza.
Con ríos que bajan rumorosos desde lo alto de sus cordilleras ancestrales, llevando en el reflejo de sus aguas la figura imponente de Atabey, que busca a Yúcahu; él huyó adolorido una tarde al ver el robo de la arena de sus cuencas.
“Por una de tus venas me iré Cibao adentro…”
—M. del C.
¡Pero no hay agua para beber!
Campos hermosos de tierras benditas, fértiles, que esperan parir solo con la caricia de la azada en el surco que, en estro, reclama en silencio la simiente…
Pero los hombres se van.
De los campos y de las ciudades.
Abandonando su historia y sus raíces como quien se despoja de ropa vieja.
No hay quien asista. No hay quien proteja. No hay a quién le duela la miseria.
“Aquella ciudad quedó tal como estaba…
los zapatos vacíos,
las uñas chamuscadas,
las paredes caídas…”
—R. R. B.
Con nombres olvidados que enhebraron su historia con puntadas de arrojo y tintes de dignidad. Nombres que ya ni los libros mencionan, pues no entraron en el contrato que acabó con la identidad entre bullas de teteo que silenciaron para siempre el canto que celebraba lo que alguna vez fue una patria.
Los mercaderes se vistieron de políticos, repartiendo miseria en funditas que llevaban la vergüenza maniatada y el hambre escondida en una funda de pan.
Y se reunieron en manadas —con sonrisas de infortunio— seres que no sabían que alguna vez fueron hombres, con ecos de Capotillo, El Memiso, Guayubín, 19 de Marzo, Arroyo Bermejo, la Ciudad Colonial, y el olor leve de Bahoruco que se esparce en la niebla de los cerros que acarician las Manaclas.
“Desgarra, Patria mía, el manto que vilmente pusieron sobre tus hombros …”
—S. U.
Y así, mientras se olvida la historia, se acomodan los principios
y se regala por pedazos el corazón soberano de lo que una vez fue un país,
vayan haciendo su oferta.
La puja ya comenzó.
Si esto no duele, ya no queda patria que defender.
Asdrovel Tejeda
Lowell, Mass.
12/09/25