Honra a la glotonería
Antes de que el sol despertara y la tibieza de sus primeros rayos besara la epidermis de la llanura, estaba de pies con ronca y grave voz de mayoral dando las primeras órdenes del dia:
—Voy a comé temprano, ante de comenzá el corte. Tu quédate aqui chequiando– dijo él, con autoritaria hambruna.
–Ta bien —contestó el otro, un grifo calvo y de larga quijada, mirándole con subalterna sumisión en tanto el personal se preparaba para cortar el platanal, ya de provecho.
Era un robusto moreno el primero, capataz de la propiedad de don Alberico, una de las más importantes plantaciones plataneras de la comarca.
Este capataz iba calzado con soletas de goma y como vestimenta llevaba siempre un pantalón fuerte azul, salta charcos, ceñido con ripios de musáceas y una camisa manchada eternamente desbotonada, los que le cubrían un prominente vientre y le hicieron posible ganarse el mote con el que la muchachada pueblerina le bautizó.
Cuando degustaba su menú, sentado sobre un derribado tronco de palma real, su pose le semejaba a un imponente jefe tribal africano.
Diez huevos y una paila de plátanos salcochados que no compartía con nadie, llenaban su estómago hasta el hartazgo. Otras veces eran rulos, guineos y una docena de tilapias tambien salcochados los que satisfacían su ya famosa glotonería.
Pocas horas después de iniciar cada día y luego del ceremonial gastronòmico cotidiano, sobre el conuco, como veloces avionetas, surcaban el cielo bañadas por la imberbe luz solar, blancas parvadas de garzas con occidental destino.
Atrás les seguía un desfile de rolas que completaba la alada peregrinación que llenaba de silbidos y colores las copas de los guayacanes.
Discreto, de ausente perfil, huidizo a la burlesca vocinglerìa de la muchachada, transcurrió su vivir entre platanales, gallos y gallinas, rodeado de los cuales comia, dormia y anhelaba la llegada de cada nuevo día para volver a comer y a trabajar, que eran la razón de su vida.
Quienes le conocieron homenajearon permanentemente de él su morbosidad culinaria y su puntual laboriosidad de sol a sol exhalando el agrio olor del sudor de trabajador de una tierra lastimada por el sol y violada por el azadòn.
Pasó el tiempo, y un día, hace ya muchos años, tal vez de una jartura, murió Opón Barriga de Serón.