El hambre duerme del lado izquierdo
A veces, cuando la barriga le sonaba como si llevara un monstruo dentro, Felipe se volteaba hacia el lado izquierdo y se quedaba quieto. Decía que así se dormía más rápido. Su hermana mayor se lo había dicho una vez: “Si te acuestas de ese lado, el hambre no molesta tanto”.
Desde entonces, esa fue su manera de engañar la noche. Tenía ocho años y el estómago siempre medio lleno de aire y agua de azúcar. Su madre le servía un jarro tibio antes de dormir, con una cucharadita de esperanza. A veces llevaba vainilla, otras veces era solo agua.
Cuando no había nada, ella le acariciaba el pelo y decía: “Mañana sí, mi amor”. Y Felipe aprendió que “mañana” era una palabra que servía para estirar el presente.
La casa era de zinc viejo y madera cansada. El piso de tierra, cuando llovía, amanecía con manchas blancas de humedad, como si las nubes se hubieran equivocado de lugar. Por el techo entraban los ruidos del barrio: motores sin descanso, bachatas sin volumen controlado, gallinas que no sabían si era de noche o de día. Todo eso se colaba, menos la comida.
En la escuela, Felipe llegaba con un cuaderno doblado y un lápiz tan chiquito que parecía más amuleto que herramienta. Se sentaba al fondo y no hacía bulla. Sabía que, si reía o movía mucho los brazos, el hambre se despertaba. Por eso prefería dibujar casitas y gallos en las esquinas, callado, quieto, como si fuera parte del pupitre.
Un día, la profesora preguntó qué era el hambre. Algunos dijeron que era cuando uno se iba a la escuela sin desayunar. Otros contaron que era acostarse con la barriga vacía o que en su casa a veces solo había pan con agua. Felipe apretó el lápiz y guardó silencio. Quiso decir que el hambre era una señora que vivía con ellos, que hablaba sola en la cocina y que se acostaba entre él y su hermanita. Pero se calló. No quería que alguien se riera.
Los viernes eran distintos. A veces llegaba una funda del Plan Social con arroz, habichuelas y algo que parecía pollo. Su madre la recibía con una mezcla de alivio y vergüenza, y se quedaba un rato sentada con la funda en las piernas, como quien abraza un milagro prestado.
Ese día cocinaba con prisa, y la casa se llenaba de olores que hacían reír hasta a la hermana pequeña. Esa noche, Felipe podía dormir boca arriba, sin necesidad de esquivar el hambre.
Pero no siempre llegaban las fundas ni siempre dejaba de llover. Cuando el agua entraba a la casa, la madre encendía velas y movía las camas como si jugara a salvar barcos. Felipe y su hermana se tapaban hasta el cuello y se inventaban canciones para distraer el rugido de la barriga.
Una noche, Felipe se despertó con el ruido del estómago. Se volteó hacia el lado izquierdo y apretó los ojos. Su hermana respiraba bajito, pegada a su hombro.
Afuera los perros ladraban como si vieran fantasmas. Adentro, el hambre se acomodaba también. Ya no solo dormía con ellos. Ya soñaba con ellos.
Entonces, Felipe pensó que el hambre no venía de afuera. Que estaba sembrada en ellos, que había nacido con ellos, que los conocía por nombre y por cuerpo. Y en lugar de rezar, cerró los ojos y deseó en silencio: “Cuando sea grande, quiero ser pan”.
“Cuando sea grande, quiero ser pan”
…Y el sueño vino. Porque el hambre, al menos esa noche, también se quedó dormida del lado izquierdo.