¿Donde la dejaste?
La noticia se propagó por toda la comarca con la rapidez del fuego de un añejo cañaveral de trapiche.
Eran ya las 5 de la tarde y habían transcurrido 12 horas.
Los rayos somnolientos del sol mostraban temprano la holgazanería de ese otoño.
De Los Pinos del Edén, de Tierra Nueva, de Puerto Escondido, de San Pulín y de Muerto Sentado vinieron todos cual si hubiesen sido llamados a combate como en momentos de montonera.
De Aspalgatar, de Hatico y de Rincón, las recuas de mulos y de caballos llegaron en majestuosa formación con perfecto orden marcial.
Ni las comadres de El Maniel ni los viejos de Barbacoas con sus prominentes mandíbulas desdentadas que desde temprano hacían turnos para moler el café en pilones de recio guayacán, quisieron estar ausentes pese al cansancio que ya mostraban sus párpados arrugados.
Todos estaban allí.
Los descendientes de los hermanos Ogando, fieras del combate restaurador, y de Oliborio Mateo, compadre de Dios y del Diablo, atravesaron la sierra a la altura de Hondo Valle bajando por Panzo para juntarse con la gente de El Limón y de Las Damas, convocados ellos mismos por el deber de asistir.
Aquellos no eran tiempos de pandemias. Era época de recogimiento en el Alcagé.
Las coquetas sombras de la virginidad de la noche rasgaron el velo de ese Noviembre que adelantaba apresurado los días del año.
El ruido de un destartalado camión detuvo las tertulias y los murmullos de los parroquianos, pero no era allí que venía.
Aguardiente del mejor de la zona sirvió de compañía a una noche que se hacía muy larga en complicidad con la brisa de una lluvia impertinente que rompió el cerco de los últimos 10 años de abrasadora sequía que agotaron los cachones.
Aun así, los conucos seguían pariendo y los pastos sobrevivían con gallardía.
El polvo de los caminos tiznó los negros camisones de vetustos crespones y los sombreros de Panamá de ala ancha y de porte varonil.
Hombres y mujeres que fueron allí a ser solidarios y rendirle tributo a la amistad.
Entrada ya la noche, la lluvia amainó.
Horas más tarde, al final del camino avanzaba el desvencijado camión que hacía de transporte público del pueblo.
– Ahora si viene- anunció la voz ronca de un vecino de Las Cañitas, que tras pronunciar las palabras se llevó la mamajuana a sus musculosos labios.
El desvencijado camión, adaptado para transporte de pasajeros, detuvo la marcha y de él bajó con paso de perro montés el conductor, hombre de desgarbada anatomía que semejaba una palma abatida por el viento, cuya mirada de gavilán de carreteras daba la impresión de que conocía a perfección su oficio.
Subió las improvisadas escalinatas de la parte posterior del camión buscando en el techo exterior el encargo, pero a pocos segundos, con muestra de espanto en sus severos gestos, solo se le escuchó hablar cuando su voz golosa anunció:
– ¡¡No vino!!
De entre la multitud, y con el llanto desbordado como las aguas del Yaque del Sur bajo tormenta, una mujer, con la expresión resumida en su rostro de muchas horas de insomnio, se abrazó al conductor con voz de reclamo y congoja:
– Ay Budín, ¿ dónde la dejaste ?.
Quedó en algún recodo del camino el ataúd junto al cadáver de su madre.