La vaca en el balcón
Disparate es una de las palabras más elocuentes del idioma español. Con ella sancionamos lo absurdo y lo inexplicable. Su prestigio es enorme; más aún, si se trata de un soberano disparate.
El maestro del humor español Miguel Gila decía que el disparate debía “tener cierta lógica, es decir, ser creíble”. Comunicable.
Porque decir disparates no es solo propio del absurdo razonamiento de los ignorantes o del genio de los comediantes.
Lo es también de inteligentes hacedores de opinión y de políticas, cuyos bien elaborados disparates intentan -y a veces logran- convencer a los ciudadanos.
Es el caso de un reciente disparate del Fondo Monetario Internacional (FMI) que recomienda a los gobiernos
«permitir que todo el aumento en los costos de los combustibles se transfiera completo a los consumidores finales para fomentar el ahorro de energía y el abandono de los combustibles fósiles».
Claro, fuera de discusión preguntarse quienes fijan los precios, sobre las ganancias de las petroleras que, al decir del secretario general de la ONU, alcanzaron los 100,000 millones de dólares, sólo en los primeros tres meses de este año.
La audacia del absurdo y la inocencia del disparate resultan en este caso enternecedores: complacer a las petroleras es una contribución al ahorro de energía y una política amigable con el medioambiente al favorecer las energías renovables.
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