El día más largo de un muerto

25-01-2021
Literatura
Ojalá, República Dominicana
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Consternados, en horas tempranas de la mañana se reunieron todos en las esquinas, en las plazas públicas y en los pasillos de las oficinas gubernamentales para hablar del mismo tema.

La noche anterior se rumoró su muerte.

Pero su muerte no era posible, no.  El no podía morir.  El estaba por  encima de todo y de todos, incluso de Dios. El era invencible, “inmorible”, dijo alguien.

Su nombre era tan grande que, al pronunciarlo, la emoción que embargaba a quienes lo hacían les provocaba lágrimas, sudor, tartamudez y hasta les hacía orinarse entre ambas piernas.

Todos éramos de él. Nuestras vacas, nuestras tierras, nuestras viviendas grandes o pequeñas, nuestras mujeres, nuestros hijos, en fin, todo y todos éramos suyos.

A lo mejor lo  habían confundido y han creído que el vehículo encontrado era el suyo. Suele pasar.

Por eso, el viejo Próspero, apoyado sobre el remendado bastón, cojeando, encaminó pasos como pudo hacia las oficinas del telégrafo local para escribir un telefonema a una alta personalidad de la capital amigo personal suyo y así estar seguro de si el muerto había muerto o solo eran simples rumores.

El, a quien la vida le había permitido atravesar las fronteras entre dos siglos, había conocido personalmente a muchos de la estatura del muerto desde el siglo pasado hasta ahora.

Mientras tanto, la gente seguía en los corrillos. Las iglesias se llenaron. Se formaron grupos de oraciones. Coros de salves entonaban plegarias al altísimo acompañados de atabales.

No podía ser posible que su muerte se anunciara ahora, cuando hacía apenas unas semanas que su visita había  “ bendecido” al  municipio.

La histeria era colectiva, arrastrando incluso a los inocentes que al ver a sus padres tristes y llorando, también se volvieron tristes. Se prohibió escuchar música, bailar y cantar, aún fuera en sus propias casas.

Aquel era un valle de clima seco de estepas, con temperaturas la mayor parte del año que sobrepasaban los 35  grados centígrados.

Pese a ello, las mujeres del pueblo sacaron de sus armarios y baúles ropas y calzados negros con olor a añejo que en algún momento les enviaron parientes desde países fríos, convirtiéndolos en un pintoresco  disfraz del dolor.

Era  el caso de La Gina, una cincuentona de cuello de jirafa, con premonición de meteoróloga,  para quien el “día más claro llueve”,  presumiendo de  su inseparable paraguas recogido debajo de la axila izquierda sin importar que fuese de noche sin anuncio de lluvias o  que el sol estuviese decadente.

Los hombres también desempolvaron  sus vestimentas negras y  hasta a los niños aquel carnaval  de luto, lágrimas y llantos  les arrastró. A todos les colocaron crespones en sus uniformes escolares.

Las autoridades de la Alcaldía prohibieron hablar en voz alta, pisar duro  y  martillar. Las reuniones estaban prohibidas también.

El silencio se expandió de casa en casa. Los carpinteros cerraron sus talleres, los ebanistas dejaron los ataúdes a medio hacer y se dispuso que los demás muertos se sepultasen cuando se pudiera, porque ningún otro muerto era más importante que él.

Las viviendas y edificios públicos lucían banderas en sus ventanas y balcones; el tránsito se paralizó. La gente, embargada por la pena, no ingirió alimentos ni sólidos ni líquidos.

Las marchantas del arrabalizado mercado municipal recogieron sus mercaderías.

Las antiguas y pesadas campanas de bronce de la iglesia parroquial no cesaron un solo minuto en sus tañidos, que se escuchaban cada vez con mayor frecuencia y volumen. El sacristán, un cocolo de mal carácter,  llevaba horas sin dormir dando campanadas para que, según el cura Antonio, la muerte se alejara despavorida y aquel rumor se deshiciera con la mirra y el incienso.

El luto envolvió al pueblo como un inmenso manto negro. La brisa se paralizó.  Las ramas de los árboles quedaron inamovibles.

Los lugareños no oían noticias para no romper el luto del silencio. Tampoco leían los  periódicos que venían desde la capital a la sastrería de Don Inirio,  un  sastre calvo de ojos verdes  que los recibía y distribuía desde su taller, porque aquel día los periódicos no llegaron.

Los más ancianos asomaban las cabezas para desde sus casas ver los patios y los balcones, elevando plegarias a Dios para que no sea verdad el rumor de que el muerto estaba muerto.

Todo era una estratagema de sus enemigos que en verdad lo querían ver muerto hace muchos años,  pensaron. Otros decían que él mismo había puesto a correr la voz de su propia muerte para confirmar quienes eran sus verdaderos amigos y descubrir a sus enemigos.

Pero lo que nadie podía negar era que algo extraño pasaba. 

Pasado el meridiano, la gente desafió las disposiciones oficiales en su afán de tener noticias frescas y veraces de la situación, aglomerándose en la esquina del mercado que estaba frente a la tienda de calzados y telares “La Florecita” de Ángel el Turco. 

Allí, el megáfono de cuello ancho que utilizaba el establecimiento comercial para promover sus ventas, colocado en la parte superior del poste de alumbrado eléctrico, amplificaba una emisora de la capital que ese día difundía música instrumental con tonos de marcha fúnebre.

En aquella tienda del Turco descollaba  en su patio un enorme árbol de roble en las copas de cuyas ramas fabricaron sus nidos centenares de avecillas de alas de hermoso plumaje amarillo y de descollante  pescuezo negro.

Al frente, en la explanada del mercado municipal donde se exponían las  viandas, tubérculos y granos, decenas de palomas blancas y negras recogían con  sus picos las migajas dejadas por las venduteras que, apresuradas, retiraron sus frutos.

Para las cinco de la tarde de ese día se había ordenado  un toque de queda. Faltaban quince minutos para las cinco de la tarde y todos continuaban allí, frente a esa tienda de Ángel el Turco, que había pasado a ser el centro de atención  del pueblo y el receptáculo de las opiniones y tesis más disímiles sobre lo que había acontecido desde la noche anterior.

Todos lucían tensos, nerviosos, más no cansados.

De repente, la música de marcha fúnebre se interrumpió.

Inmediatamente, una voz masculina, que dio connotación de afligimiento, anunció:

-ATENCIÓN, MUCHA ATENCIÓN. ÉL NO HA MUERTO…

La algarabía y el estallido de los gritos de emoción provocaron un coro de voces, saltos, abrazos y vivas a Dios y al Muerto.

–       ÉL VIVE…

Volvió a sentenciar la voz con mayor vehemencia que la primera vez, lo que se interpretó como una orden para la dispersión de la muchedumbre.

Hombres y mujeres corrieron como atletas olímpicos por las calles de la plaza comercial, mientras otros se hincaban  y con los  puños se golpeaban  los pechos a sí mismos.

El murmullo de las voces cada vez era mayor y ya estaban rodeando la Comandancia de Armas para anunciar a los jefes las buenas nuevas y compartir la inmensa alegría que les sacudía de emoción, quizás lo que no les permitió escuchar la frase final en aquella voz que desde el megáfono afirmó:

       -¡¡EN EL CORAZÓN DE TODOS NOSOTROS…!!