
Tecnología con sentido, no por capricho
Vivimos rodeados de avances tecnológicos que, en su mayoría, han mejorado nuestras vidas. Desde teléfonos inteligentes hasta plataformas de teletrabajo, todo parece trabajar a nuestro favor, pero hay un detalle a tomar en cuenta: cuando la tecnología se usa sin criterio o, peor, por moda, puede convertirse en un arma de doble filo.
Un ejemplo claro lo encontramos en el creciente uso de tecnologías biométricas para controlar accesos. Sistemas de reconocimiento facial, escaneo de huellas dactilares o lectura del iris han pasado de películas de espías y laboratorios militares a dispositivos de uso común como celulares, y a instituciones como bancos y hasta gimnasios.
El problema surge cuando estas herramientas, diseñadas para entornos de alta seguridad, se aplican de forma desproporcionada en contextos donde no son necesarias —como en centros recreativos, clubes sociales o entidades comunitarias— bajo el pretexto de la “modernización”.
¿De verdad hace falta escanear el rostro o el dedo para entrar a un lugar donde los usuarios ya están debidamente registrados y portan un carnet institucional? ¿Qué garantías se ofrecen de que los datos biométricos serán manejados con el rigor y la protección que merecen?
En un país donde la conciencia sobre la ciberseguridad es prácticamente inexistente y las normativas sobre protección de datos personales apenas comienzan a discutirse con seriedad, este tipo de decisiones tecnológicas deberían tomarse con extrema cautela.
Es preocupante el hecho de que, en muchos casos, estas medidas se imponen sin ofrecer una explicación clara a los usuarios más allá de la manida expresión “son órdenes administrativas”. No hay espacio para preguntas, ni alternativas, ni información sobre cómo se almacenan o procesan los datos. Esa falta de transparencia, lejos de inspirar confianza, siembra dudas legítimas.
No se trata de rechazar la tecnología, sino de usarla con sentido, en función de las necesidades reales de cada entorno, y no como una moda impuesta por el mercado o por decisiones administrativas que no se consultan ni se debaten.
Implementar un sistema de reconocimiento facial en un club social, cuando ya existe un mecanismo válido y probado como lo es el carnet de membrecía, no solo parece innecesario, sini que resulta intrusivo, costoso y hasta contraproducente.
Es hora de que hablemos en serio sobre el uso responsable de la tecnología. No todo lo nuevo es mejor por defecto. No toda “modernización” implica progreso.
A veces, lo más sensato es hacer una pausa, evaluar el contexto y preguntarnos: ¿esto realmente resuelve un problema o solo genera otros más graves? ¿Estamos protegiendo a los usuarios o vulnerándolos? ¿Queremos ser innovadores o simplemente aparentarlo?
La respuesta, como casi siempre, debe partir del sentido común.
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