La IA y la delgada línea que estamos cruzando

04-11-2025
Ciencia, Tecnología e Innovación
Ojalá, República Dominicana
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En pocas semanas se cumplirán tres años desde que ChatGPT salió al mundo y cambió la conversación tecnológica para siempre. Tres años que han pasado rápido, pero han sido suficientes para ver cómo la inteligencia artificial transformó la forma en que trabajamos, consumimos información y hasta pensamos. O, al menos, cómo empezamos a delegar ese pensamiento.

Como toda tecnología, la IA no es buena ni mala. El problema está en el uso —y en el abuso— que hacemos de ella. La historia del ser humano tiene un patrón muy claro: cuando aparece una herramienta poderosa, la exprimimos sin pausa, muchas veces sin medir consecuencias. Con la inteligencia artificial estamos justo ahí. La usamos sin criterio, la adoptamos sin pausa y la dejamos entrar a espacios que quizá no entendemos del todo.

Los ejemplos sobran. Videos creados para impactar, aunque no aporten nada. Noticias falsas tan convincentes que parecen verdaderas, como el caso de la mujer “detenida” en JFK con un pasaporte de un país inexistente. Torenza nunca ha sido parte del mapa, pero millones lo creyeron. La frontera entre realidad y ficción se está volviendo más delgada, y eso debería preocuparnos.

Al mismo tiempo, las redes sociales —que dominaron nuestra atención por más de una década— están mostrando señales de desgaste. Menos publicaciones genuinas, más ruido, menos conexión real. En otra época esto sería motivo de alivio; sin embargo, ahora coincide con el auge de la IA que viene a ocupar cada espacio libre, desde el entretenimiento hasta la producción de contenido y la educación.

La agenda es evidente: automatizar, optimizar, sustituir. Profesores, desarrolladores, diseñadores, escritores, personal técnico… la lista crece. Y aunque se hable de eficiencia, hay un costo silencioso: estamos perdiendo el hábito de aprender, de investigar, de crear desde cero. Confiar demasiado en una herramienta corre el riesgo de debilitar la habilidad de pensar por cuenta propia.

Y aun así, la IA depende de nosotros para existir. Se alimenta de experiencias humanas, de ideas, de material creado por personas reales. Todavía hay cosas que la tecnología no puede replicar: el juicio, la intuición, la experiencia vivida. Cuando algunas compañías se apresuran a reemplazar talento humano, los resultados no siempre son los mejores. Basta recordar el caso de Amazon y el problema reciente con AWS. Y no ha sido el único ejemplo.

Otro efecto visible es la saturación. Internet se llena de contenido artificial a un ritmo que supera nuestra capacidad de filtrar y procesar. Plataformas nuevas fomentan este modelo, apostando a imágenes, textos y videos generados por máquinas. El resultado es un entorno digital que se siente cada vez más repetitivo y menos auténtico.

¿Quién gana con este cambio? Todavía no está claro. Lo que sí sabemos es que las grandes corporaciones avanzan con rapidez, mientras el usuario común apenas empieza a entender el alcance de lo que está pasando. La IA consume recursos, modifica hábitos y transforma industrias completas. Y lo hace sin darnos tiempo para asimilar el impacto.

No se trata de rechazo ni de nostalgia. La inteligencia artificial es una herramienta valiosa, con un potencial enorme para aportar en educación, ciencia, salud y productividad. Pero la prisa por adoptarla, sumada a la falta de reflexión colectiva, puede llevarnos por un camino donde cedamos más de lo que ganamos.

Quizá la pregunta real no sea si la IA puede sustituirnos, sino si estamos dispuestos a renunciar tan fácil a lo que nos hace humanos.