El espejismo de la modernidad
La promesa de la tecnología es simple: hacer la vida más fácil al automatizar procesos, reducir tiempos de espera y extender horarios de atención. Bajo esa premisa hemos aceptado —sin mucho cuestionamiento— la digitalización de servicios y la sustitución paulatina del factor humano por pantallas, aplicaciones y sensores, siendo el ejemplo clásico la banca online.
Desafortunadamente, en cuestiones de tecnología, no todo lo que brilla es eficiencia. Ese mismo modelo de comodidad digital ha ido aplicándose a otros ámbitos, con resultados dispares.
Lo que en teoría debería ser una mejora termina, muchas veces, complicando las cosas por falta de planificación, desconocimiento técnico o simple negligencia. Un caso reciente ilustra esta realidad de manera clara: los peajes automáticos en la República Dominicana.
La idea no es nueva ni revolucionaria. En países como Estados Unidos, los conductores atraviesan estaciones de peaje sin detenerse, mientras sensores electrónicos se encargan del cobro. Aquí se intentó replicar el sistema con “Paso Rápido”, una iniciativa de RD Vial que promete justo eso: pagar sin interactuar con un cobrador ni mucho esperar. Solo hace falta un dispositivo (tag) que se activa y recarga mediante una aplicación móvil. Fácil en teoría, pero en la práctica las cosas se han enredado.
Las quejas abundan desde su implementación. Fallos técnicos, retrasos, cobros indebidos. Más grave aún, denuncias de fraude. El caso de Claribel Peña, a quien le sustrajeron más de 130 mil pesos a través de la aplicación, puso en evidencia cuán expuestos estamos.
El dinero fue recuperado, sí, y se anunciaron mejoras en la seguridad del sistema, incluyendo autenticación por OTP (one time password o contraseña de uso único). Todo muy bien, pero persiste la pregunta clave: ¿cómo fue posible este fraude en primer lugar?
Lo que asoma es un panorama preocupante. Un entorno donde se implementan tecnologías sin entenderlas del todo, sin pruebas rigurosas, sin educación al usuario ni formación adecuada del personal. Un entorno donde conceptos básicos como ciberseguridad siguen siendo ajenos, incluso para quienes tienen la responsabilidad de proteger los datos y el dinero de la ciudadanía.
El problema de fondo no es tecnológico, es cultural. Vivimos fascinados con el mito de la modernidad, pero sin asumir sus riesgos.
Adoptamos soluciones importadas sin crear capacidades locales, sin evaluar si el contexto permite su aplicación exitosa.
No basta con tener la herramienta, hay que saber usarla. Y eso implica un cambio de mentalidad que aún no se vislumbra.
¿Es la tecnología un avance? Claro que sí. Pero solo si se implementa con responsabilidad, entendimiento y, sobre todo, respeto por el ciudadano. De lo contrario, es solo una fachada de modernidad. Un espejismo que puede costarnos caro.
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