Reflexión sobre la decadencia moral de un pueblo
Tengo el alma desgarrada.
Me apena y me avergüenza mi condición humana: mi silencio cómplice, mi risa descarnada siguiendo la manada, y la indiferencia que se aposenta al ver —y aceptar— barbaridades que ni los animales más despiadados aceptarían.
La grandeza de una sociedad no está en su riqueza, ni siquiera en su capacidad intelectual o científica.
La verdadera grandeza está en su compasión: en el compromiso, el cuidado y la asistencia a sus más desprotegidos, a los que sufren, a los desvalidos.
Esa, y no otra, es la medida moral de un pueblo.
Nosotros la tuvimos.
Y la fuimos perdiendo, empeñándola por espejitos de cristal y cuentos chinos.
Asistir al necesitado no es darle tres funditas ni comida un día. Mucho menos darle ritmo, y en algunos casos drogas, para parecer bueno y afín; para ser aplaudido y alimentar el ego al compás del repique de una campaña.
Ser político no es estar en chercha, ni aparecer en columnas de periódicos o fotografías como si buscara ser influencer.
Un político verdadero busca soluciones que hagan crecer a su pueblo.
Su meta no es que la gente necesite funditas o pago de recetas: es que no las necesite.
Eso lo hace cualquiera con dos cheles.
Un líder resuelve, vuelve a resolver y sigue resolviendo, lejos del amiguismo, la bulla y los colores.
Debe ser arquitecto del futuro.
Y cuando se vaya —porque todos se van—, que deje una sociedad mejor de la que encontró.
El comerciante también debe entender que no todo el dinero se gana.
Hay beneficios que agrietan la confianza y destruyen el equilibrio.
Hay inversiones que matan la raíz de sus propias ganancias.
Arrabalizar un lugar que debió mantenerse en calma es una forma de homicidio social.
El ruido —esa agresión constante— es causa primaria del desborde colectivo. Es el condimento que adormece el respeto y vulnera los derechos de los demás.
Ver el centro de un pueblo convertido en terreno de depravación, escenario de egos blandos, consumo de alcohol y drogas, y puerta abierta a la prostitución de menores que ven su futuro tapado, es cortar el árbol de los frutos.
Y más temprano que tarde, el campo será un páramo.
Parece que los acontecimientos no despiertan conciencia.
Que nadie ve cómo se acerca, indolente, el hueco de su alcancía.
Un país, un pueblo, no es responsabilidad exclusiva de políticos y comerciantes: es responsabilidad de todos y cada uno de sus miembros.
No entenderlo, no tener la visión ni la destreza de verlo, es permitir que la carne gangrenada se desprenda y que la sociedad entera supure hasta reventar en una vorágine de lamentos y destrucción.
A lo mejor aún tenemos tiempo.
Pero hay que querer cambiar, y hacerlo ya.
Porque al escoger a un político o servidor público no solo le entregamos un privilegio: le entregamos las puertas de nuestro futuro.
Y al final, seremos nosotros los responsables de nuestro destino.