Infamia electoral

19-02-2024
Política
Ojalá, República Dominicana
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Lo ocurrido durante las elecciones municipales del domingo 18 de febrero no se puede describir de otra manera que no sea una vulgar infamia electoral.

Se aplicó el uso grosero de recursos del Estado como nunca antes en la historia de la República Dominicana. Cientos de millones de pesos se disolvieron en un solo día para imponer voluntades. El tsunami anunciado, fue más bien un río de dinero con desbordante caudal.

Con espasmo, el país y el mundo presenciaron unas elecciones en las que la compra de cédulas, delegados y dirigentes fue televisada. De manera impúdica y abierta se realizaba esto en las puertas de los colegios electorales.

Los medios de comunicación transmitieron aquella infamia. Las denuncias llovieron, pero la Junta Central Electoral no amagó siquiera con abrir un paraguas para detener el dinero que compraba consciencia y que desnudaba las miserias de un pueblo indefenso, ante las ambiciones desmedidas del grupo que gobierna.

Todas las reglas y todos los protocolos se rompieron. Vivimos diez horas sin leyes ni Constitución. Diez horas de proceso electoral en el que la perversión anduvo a sus anchas por todo el país.  

El desenfreno del Gobierno rompió todos los récords. Cruzó la línea de lo soportable. Sembró el desconcierto entre observadores internacionales y el asombro de todo un pueblo ante el inescrupuloso proceder.  

Peor aún, de la manera más desvergonzada y sin inmutarse, la Junta Central Electoral calificó el oprobio como “un proceso electoral íntegro, seguro y transparente”. Sólo quedó el espanto, en unas históricas “elecciones” con una abstención que supera el 70%.

Aunque algunos no lo vean o no lo quieran ver, el infausto domingo 18 de febrero ha sentado las bases del despotismo presente y futuro.

Días oscuros porvenir gravitan sobre la tierra que hoy pisamos, la Patria que amamos, la que nos toca, la que nos duele. Sobre la República Dominicana hoy se cierne la sombría amenaza del surgimiento de un autócrata. Callarlo, evadirlo o ser indiferentes, nos hace cómplices de una latente desgracia.