La historia del tango a través de la emigración

08-03-2022
Música
Público, España
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En el tránsito entre los siglos XIX y XX, los suburbios de Buenos Aires y Montevideo acogieron millones de emigrantes que llegaban de la vieja Europa y millares de rioplatenses descabalgados por el capitalismo. De la dialéctica entre los desplazados surgió el tango. Nació cómo danza lasciva, creció ómo crónica del desarraigo y fue instrumento de los poderosos. Entre los bailadores, compositores y vocalistas de esta singular música popular también hubo gallegos. Repasamos su historia y la del «pensamiento triste que se baila».

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Entre 1870 y 1930, durante el período que los historiadores llaman la «emigración masiva», millones de hombres desembarcaron en las urbes del Río de la Plata procedentes de Europa. Los italianos lideraron el flujo migratorio, que no tardó en superar la población autóctona. Entre los españoles, los gallegos eran mayoría. A la altura de 1914, el 8% de los habitantes de Buenos Aires había nacido en Galicia. En la capital argentina residían más gallegos —unos 150.000— que en cualquier otra localidad del mundo, incluida A Coruña. Al tiempo que los forasteros buscaban una vida mejor, los locales le procuraban un sentido para la suya.

En la década de los 70 del siglo XIX, el Gobierno uruguayo colocó en el medio rural 32 millones de kilómetros de alambre. El marcado de las tierras afirmó la propiedad privada de los terratenientes y dejó a millares de ganaderos sin ocupación. Los gauchos debieron bajar del caballo y marchar a Montevideo, donde compitieron con los emigrantes por un empleo. «Tan doloroso fue para los gringos soportar el rencor del criollo», apuntó Ernesto Sábato, «como para éste ver que su patria era invadida por gente extraña». De esta dialéctica urbana entre desplazados nació el tango.

En el choque de culturas y morriñas del Río de la Plata, la incidencia de la inmigración era tal que uno de los poetas que mejor definió el drama de los autóctonos fue un gallego. José Alonso y Trelles, que nació en Ribadeo en1857, embarcó con 18 años para Uruguay. Allí ejerció el periodismo —fundó las revistas satíricas El Tala cómico Momentáneas— y la política. Con el alias de El Viejo Pancho publicó el poemario Paja brava (1916), que refleja el malestar de unos pastores que habían luchado en las guerras civiles y que ahora quedaban al margen de los proyectos del naciente capitalismo rioplatense.

En el poema Hopa, hopa, hopa, un arrieiro llamado Desengaño, que arrea «animales que parecen sombras», ve «la lana tablada de los gauchos zonzos / a venderles miles de esperanzas gordas». Once años después de su publicación, Carlos Gardel cantó en un tango de Roberto Fugazot los versos del vate ribadense.

A pesar del mutuo recelo, los dos grupos de desarraigados compartían una misma condición, la obrera, y una misma casa, los conventillos. A la espera de un futuro mejor que no siempre llegaría, los trabajadores se amontonaban en las insálubres viviendas colectivas de los arrabales, urbanizaciones hechas al tuntún que suponían un negocio lucrativo para los propietarios. En el patio común disputaban el turno para usar la única llave de agua que había en el vecindario.

La mezcla en un mismo espacio al aire libre de italianos (tanos), gallegos (yoyegas), africanos y locales (los compadritos) fue el caldo de cultivo del tango, una música popular mestiza y al tiempo cien por cien rioplatense. En los barrios pobres de Montevideo y Buenos Aires, en los que la mayoría de la población era masculina, los negros bailaban el candombe. Como recochineo espontáneo, los compadritos imitaron los movimientos de los negros —los cortes, las quebradas— sobre la milonga de sus ancestros, los gauchos. Luego surgió una danza nueva.

En el inicio, el baile se estiró en los peringundines. Los especialistas debaten el origen de esta palabra porteña que nombra tugurios y prostíbulos. Manuel Suárez, autor de A emigración galega no tango riopratense, sostiene que la voz surgió del nombre de un gallego. «Hacia 1873 había en la Boca del Riachuelo, en el puerto de Buenos Aires, un caseto de madera donde se vendía pescado ffrito. Lo más probable es que un emigrante llamado José Pérez Gundín adquiriera el negocio. Los boliches fueron un sector comercial con fuerte presencia gallega. Luego, el bar cogió fama por los bailes y, sin un letrero, fue identificado con los apellidos del propietario», argumenta.

Al principio, el tango era cosa de hombres. Tenía una carga erótica tan evidente que las mujeres no querían saber nada de él por miedo a que las difamasen. Para Sábato, su singular abrazo simbolizaba, en vez de una invitación al sexo, «la nostalgia de la comunión y del amor, el desear a una dama, su no presencia».

Hacia el fin del siglo XIX, el tango rompió barreras. Conquistó los salones y también las romerías gallegas, en las que se hizo un hueco entre las muiñeiras. En los albores del género destacaron hijos de Galicia, como el bailador Mariano Cao, o de gallegos, como el pianista uruguayo Enrique Saborido, que en 1913 abrió una academia de esta danza en París.

Encerrados en la panza de un buque

El año 1917 trajo un giro, el tango-canción. En una primera etapa, las letras que acompañaban la música surgían de la improvisación, pues lo importante era el baile. No había nada parecido a una narrativa: los textos tenían un carácter lascivo o servían para que el compadrito presumiera de virilidad. Hasta que, a la par que llegaban los emigrantes, un fenómeno teatral conquistó el Río de la Plata. El  sainete criollo documentó la vida de los trabajadores de las ciudades y enseguida se ganó el corazón del público.

El sainete, que incluía piezas musicales, fue un acicate para el tango. Por un lado, los letristas debían escribir sobre los problemas diarios de los tanos, los yoyegas y los compadritos; el desamor, la alienación, la morriña. Por otra parte, la popularidad de las representaciones ofrecía a los escritores de canciones ingresos y reconocimiento. Así lo entendió Pascual Contursi cuando tejió una historia de abandono sobre una melodía de Samuel Castriota. Mi noche triste, de la obra  Los dientes del perro, tuvo un enorme éxito en la voz de Carlos Gardel.

7/3/22 Letra de 'Tiento sobao'
Letra de «Tiento sobao».

Desde Mi noche triste, las letras de tango contaron las penas de los exiliados en su propio país y de los que habían llegado a una tierra extraña «encerrados en la panza de un buque». La pieza también consolidó la fama del cantante, un cheque al portador para letristas y compositores.

En 1930, el guitarrista coruñés Manuel Parada supo con alegría que Gardel iba a grabar su pieza Llévame carretero. Tenía lógica; con un poco de suerte, la voz de aquel hombre podía sacarle de pobre. No obstante, pocos estuvieron tan cerca de El Morocho como un ferrolano. José Vázquez Vigo marchó a Buenos Aires en el 1914, con dieciséis años. Seguía los pasos de su hermano Julio. El anfitrión, un militar que tocaba en la banda del ejército, había animado a José, un competente flautista, a cruzar el océano y probar suerte en la música.

En la Argentina pulió su formación y en los años 20 ejerció como secretario del tanguero más célebre de todos los tiempos. «¿Sabes como saludaba Gardel a mi abuelo?: ‘¿Cómo le Vázquez, Vigo?’», reía su nieta, Verónica Forqué. El emigrante gallego compuso temas para El Zorzal y Libertad Lamarque, de segundo apellido Bouza. En 1931 consiguió trabajo como director musical en la película El amanecer de la raza y se convirtió en un pionero de la música aplicada. Trabajó en veinte filmes, en cuatro de ellos con otro tótem del tango, Enrique Discépolo. «Era un señor pequeño y divertido, que andaba siempre con una manta. Vivía rodeado de gatos y con una mujer que era mayor y más grande que él. Lo trataba fatal», relataba la actriz. En 1947, ocho años antes de morir, Vázquez Vigo introdujo la radionovela en España.

7/3/22 Letra de 'Canta la noche'
Letra de «Canta la noche».

A pesar de la fama de rey Midas de Gardel, hubo quien rechazó el camino más corto hacia la celebridad. Víctor Soliño, hijo del hostelero Agustín Soliño, nació en Baiona en 1897 y llegó a Montevideo con 14 meses. Trabajó como taquígrafo y ejerció el periodismo en prensa y radio. En 1922 fundó La Troupe Ateniense, un grupo de teatro satírico que triunfó a las dos orillas del Río de la Plata.

Tres años más tarde escribió un texto para una melodía de Matos Rodríguez. Ambientada en un conventillo, Mocosita, que cuenta la historia de un payador que se suicida por desamor. La pieza conmovió a Gardel, que solicitó permiso para grabarla. Soliño se negó para no perjudicar a Rosita Quiroga, que había cantado varias de sus canciones.

No fue su única decisión controvertida; cuando Rodríguez le pidió que pusiera versos a La Cumparsita, se juzgó incapaz de escribir una palabra. El baionés fue poco a poco, como una hormiga. Aprovechó la expansión estilística del tango para especializarse en letras humorísticas —GarufaNido bien— y firmó más de cien piezas. Entre ellas, Ya ers tarde y Ché, sonámbulo, despertá, facturadas a medias con otro emigrante gallego, el baterista ourensano Joaquín Barreiro, que había llegado con sus padres a Uruguay a principios del siglo XX.

Sola y en tierras extrañas

Al tiempo que el tango emergía como canción, las gallegas subían en los barcoscamino de América. Lo hicieron, sobre todo, a partir del fin de la Primera Guerra Mundial, bien por razones económicas —encontrar trabajo y enviar remesas de dinero a la familia— o afectivas —ir al encuentro de maridos y novios—. En otros casos, las mujeres marchaban para escapar de la marginación social, pues las madres solteras o las víctimas de agresiones sexuales quedaban marcadas para siempre jamás.

Muchas de las emigrantes que llegaron al Río de la Plata se dedicaron al exigente servicio doméstico. En Montevideo, las empleadas que venían de Galicia disfrutaron de prestigio en el sector; en Buenos Aires, las mucamas con acento gallego eran tan numerosas que se convirtieron, no siempre con buenas intenciones, en personajes característicos de los sainetes.

Otras mujeres tuvieron peor suerte. En 1909, cuando la incidencia de la emigración femenina era aún escasa, el Centro Gallego de Montevideo publicó un manifiesto que denunciaba la trata de blancas. Según el texto, las restricciones en la legislación que regulaba la marcha de las doñas eran insuficientes para atajar el problema. «No basta con que no se les deje emigrar sino al cuidado de gentes serias», aseguraba la nota. «A las aldeas hay que llevar esta cruzada santa que aparte de una perdición segura la estas víctimas», finalizaba.

«Los factores demográficos, sobre todo en Buenos Aires, favorecían la prostitución. Había un enorme desajuste entre la cantidad de hombres y mujeres», señala el historiador Xosé Manoel Núñez Seixas. En la Gran Historia de GaliciaPilar Cagiao recoge el testimonio de un vilalbés que en 1927 se topó en la capital argentina con una chica de Vilagarcía de Arousa. «Me dijo: ‘Mire cuantos hombres pasaron por mí esta noche…’», relató el emigrante.

Con la popularización del formato canción, el tango no podía escapar a los intereses del poder. En un de sus textos sobre el género, Jorge Luis Borges cita al político británico Andrew Fletcher: «Si me dejan escribir todas las baladas de una nación, no me importa quien escriba las leyes».

Los poderosos utilizaron la música popular como un elemento de cohesión, de construcción de la identidad nacional. «Desde 1917 la higienización está en marcha», sostiene el filósofo argentino Gustavo Varela. En los versos «se manifestará una moral social positivista y un fuerte contenido católico», afirma.

Es el caso de Galleguita, que Horacio Pettorossi y Alfredo Navarrine compusieron en 1925. Dos años atrás, los autores habían girado por España con el grupo Los de la Raza. Antes de volver a Argentina, en el puerto de Vigo imaginaron la historia de una emigrante que cae en las redes de la prostitución: «Sola y en tierras extrañas, / tu caída fue tan breve / que, como bollo de nieve, / tu virtud se disipó», dice la letra. «Tu obsesión era la idea / de juntar  mucha platita / para tu pobre viejita / que en la aldea quedó».

Galleguita advierte de los peligros de la mala vida, pero también cuestiona la visión de América como un continente de promesas. Cantara quien las cantara, las historias de mujeres eran —con mayor o menor fortuna— escritas por hombres.

Arrabalero (1927) es el tango más celebre del padronés Eduardo Calvo Souto. Calvo era un adolescente cuando desembarcó en el puerto de Buenos Aires, en 1908. Por más de tres décadas regentó cabarés en calles como Lavalle y Maipú, pero su pasión era el teatro, a lo que se dedicó durante cuarenta años. Escribió tangos que reflejan la emigración de los suyos, como Ramonciño o Corazón gallego, con la muletilla en su idioma natal.

En Arrabalero, el autor adopta el punto de vista de una mujer. Tras el tono feliz de una novia, la canción esconde la dureza de su vida. La protagonista de la pieza proclama: «Por ser derecha tengo un machito / arrabalero de Puente Alsina», pero conoce la violencia —» aunque me faje,  / purete arrabalero, / ya sabe que lo quiero / con toda mi ilusión»— y se sabe dependiente —»si un día llega a engañarme, / como hacen otros con sus mujeres, / esta percanta que ríe y canta / llorará sangre por su traición».

Una emboscada

En 1935, unos meses después de la muerte de Gardel en un accidente de avión, el empresario teatral Alberto Ballerini le encargó al poeta Enrique Cadícamo una obra sobre la vida del cantante. Juan Carlos Cobián haría la parte musical. El pianista, al tanto de las novedades musicales de su tiempo, compuso en un par de días unas piezas tan extraordinarias que Ballerini solo descartó una de ellas.

«Le pareció impopular la cadencia que llevaba la muletilla», explicó Cadícamo en sus memorias. En noviembre de ese año, Emilio Rossi abrió Charleston, un lujoso club de la calle Florida. El dueño contrató para el evento una formación de renombre, en la que tocaba el propio Cobián. La banda se sintió bastante segura para estrenar esa noche aquel tango de desecho. Con todo, el vocalista apandaba con la peor parte, la de cantar el refrán. En ese intervalo de la canción varían los compases y el cantante duda cuando cortar y respirar. Cuando duda, la canción lo devora.

Según el periodista Manuel Adet, es «una emboscada». Cobián tenía razones para confiar en su vocalista. En 1935, Antonio Rodríguez Lesende era un profesional con doce años de experiencia. En pleno auge de las orquestas de tango, que durante las décadas de los 30 y 40 desplazaron los solistas, se había convertido en un estribillista codiciado. Luego, los cantantes solo entonaban la muletilla, pues no debían distraer del baile. A pesar de haber reservado un papel secundario, Lesende estaba considerado el mejor intérprete vocal de tango orquestado. Los directores conocían su carácter caprichoso, pero sabían que no había nadie cómo El Gallego. Porque Antonio Rodríguez Lesende era gallego, un niño emigrante nacido en Vigo en 1905.

En un repleto Charleston, el vocalista vigués cantó aquella historia de amor truncado que Cadícamo había escrito para la música de Cobián. Desde la barra de un prostíbulo, el protagonista ve como escapan los años y los sueños hasta que su frustración estalla en la última línea del refrán: «Desde mi triste soledad veré caer las hojas muertas de mi juventud».

Cuando Lesende terminó, la platea fue un clamor. «Cada vez que llegaba a la atrevida cadencia final, el público aplaudía y le hacía repetirla infinidad de veces», relató el letrista.

Nostalgias se convirtió enseguida en un clásico. La carrera de Lesende se fue apagando. En 1937 rechazó unirse a la banda de Aníbal Troilo. El chico le ofrecía un par de meses de contrato y el cantante tenía un trabajo estable. Troilo, que dibujó el desarraigo de los arrabales con su bandoneón —un instrumento procedente de Alemania—, giró la historia del tango al dar más peso a los vocalistas de la orquesta, que pasaron a compartir carteles con los líderes de las formaciones.

}En la década de los 40, la edad de oro del género, se multiplicaron los grandes compositores, letristas, vocalistas. Lesende perdió ese tren. Pero antes, una noche de noviembre, Nostalgias hizo vibrar el aire por primera vez a través de su voz, la de un gallego.