Jorge Drexler: «Este disco está lleno de golpes de humildad»
“Siempre es el mismo ritual, pero nuevo el desconcierto”. La frase es de Jorge Drexler y se desprende de la canción “Bendito desconcierto”, de su reciente disco, Tinta y tiempo (2022). Después de treinta años de escribir canciones, el músico uruguayo sigue persiguiendo el anhelo de mantener el corazón sediento y no dejarse ganar por la hoja en blanco. La pandemia lo puso frente a una novedosa crisis creativa, que logró destrabar cuando pudo retomar la vida social y el encuentro de los cuerpos. El disco en cuestión, que presentará los días 6, 7, 8, 13, 14 y 15 de mayo a las 20.30 en el Gran Rex (Corrientes 857), pone el acento en el amor como concepto y lo desmenuza –y lo discute- a través de todas su variantes: el origen del amor, el sexo, el amor al arte, el amor de pareja, el amor a una madre o a los hijos.
En ese recorrido, el uruguayo radicado en España se encuentra con un elenco diverso de invitades que van desde el madrileño C Tangana (“Tocarte”) hasta la cantante israelí Noga Erez (“Oh, ¡Algoritmo!”), pasando por el histórico panameño Rubén Blades (“El plan maestro”) y el músico uruguayo todoterreno Martín Buscaglia (“Bendito desconcierto), a quien conoce y admira hace muchos años pero con el que nunca había grabado. “Parte de las canciones que Martín escribió en su primer disco las hizo en mi casa en el año ‘97 o ‘98. Hemos coincidido mil veces, pero nunca habíamos compuesto juntos. Teníamos esto pendiente”, cuenta Drexler sobre esta canción escrita en Montevideo, en la casa de Buscaglia. “Martín es uno de mis héroes”, resalta.
–Tinta y tiempo responde a una sequía o crisis creativa. ¿Cuándo te diste cuenta de eso?
-Cada vez que me pongo a hacer un disco es un período un poco de crisis. El acto de creación artística es un proceso muy misterioso, muy mágico. Porque estás frente a una hoja en blanco en la que no hay nada y ahí surge un mundo, un microcosmos, que es una canción, un verso, una estrofa. Pero no estaba ahí, la pusiste vos. Entonces, el trayecto hacia escribir es más jugoso y más intenso si partís realmente de la hoja en blanco y no un montón de preconceptos. A mí me gusta mucho generar primero un vacío para componer, intentar olvidarme de lo que me rodea y lo que sé. Y dejar un poco que el chasis de la canción salga de manera inconsciente. No tengo un listado de canciones o temáticas para escribir, ni de estilos ni formas métricas ni una idea rítmica. Tengo poca fe en la estructura consciente para dirigir los procesos. Y tengo mucha fe en la estructura subconsciente. Salen cosas mucho más interesantes cuando dejás que la corteza cerebral se distraiga y tomás las primeras decisiones con la parte subconsciente de lo que trabajás. Dejar que las manos vayan por la guitarra y que los pensamientos vayan por la sonoridad de las palabras. Después, sí, cuando ya hiciste un chasis de la canción, el resto de la carrocería lo vas haciendo tomando decisiones.
-¿Y qué pasa luego?
-Una vez que determinás hacia dónde puede ir, decidís qué formato tiene eso, cómo arreglar, cómo se viste la canción. Ahí ya tomás más decisiones conscientes. Pero cuando intentás que las canciones salgan de algo inesperado o inconsciente si tenés suerte te sorprendés a vos mismo. Sin embargo, el hecho de hacer un esfuerzo tan grande por olvidar o quedar en cero tiene la desventaja de que a veces realmente conseguís quedarte en una situación como de principiante y en blanco. Y ese el precio que hay que pagar. Vos ves el disco y tiene diez canciones. O sea, diez triunfos frente a la hoja en blanco. Pero el problema es que por cada uno de esos hay nueve batallas perdidas contra la hoja en blanco. Entonces, como homenaje a la hoja en blanco, la carátula del disco es blanca, el nombre está labrado. No está tocada por la tinta. Eso pasa en todos los fenómenos de composición. Y cuando además de eso tenés una circunstancia tan anómala como una pandemia…
-La crisis adopta otra dimensión…
-Habitualmente, la composición siempre es un momento de crisis, no es un proceso que yo disfrute mucho. Es un proceso esencial para mí, el más importante. Pero no quiere decir que sea un proceso fácil o disfrutable. Componer no es una cosa muy divertida para mí, soy mala compañía durante los meses de composición. Y en una pandemia tenés muy tocado el Eros, la pulsión vital, porque estás solo, encerrado, con miedo, con incertidumbre, como nos pasó a todos. La falta de estímulo social te apaga mucho. Y a mí me apagó mucho el aparato de contextualización de las canciones. Yo antes pensaba que escribía solo, pero siempre estaba mostrando las canciones. Todos los domingos comíamos con amigos en casa y en la sobremesa cantábamos canciones. Y de repente mostrabas una canción nueva. Pero cuando eso desapareció del horizonte y también los conciertos que hacía cada dos meses me di cuenta que yo no escribía solo como un método de expresión artística. Desde hace muchos años que la canción se volvió una vía de comunicación para mí, un puente de ida y vuelta con los demás. Entonces, cuando desapareció ese puente ya no sabía terminar canciones sin pensarlas en el acto de tocar. Tenía varias canciones al 80 por ciento, me faltaba el último golpe de horno que lo da, paradojalmente, el otro. O lo das vos frente al otro. No es la aprobación de la gente ni es una opinión, sino algo de la comunicación humana que solo sucede en la presencia del otro. La presencia humana es muy poderosa.
-¿Y de qué manera se vincula con la composición?
-Estamos acostumbrados a detectar millones de pequeñas señales que vienen de una persona cuando le mostrás una canción. Es tan sencillo como que yo mostraba una canción y cuando lo hacía estiraba un poco el estribillo, repetía una última frase porque me daba cuenta que no quedaba clara o tiraba a la basura una cosa que estaba por tirar pero no había tomado la decisión. O sea, el último veinte por ciento de la canción. Cuando no las terminás en su momento, si las dejás ahí medio verdes y crudas, cuando volvés a los dos o tres días se deshilachó la canción. Entonces, llevaba mucho tiempo escribiendo con la sensación de que escribía y escribía pero no tenía nada terminado. Empecé a terminar las canciones, como era de esperar, cuando empecé a tener vida social. Preparamos una gira para el verano español del 2021, en julio y agosto, y ahí hubiera dicho «estuve escribiendo un montón pero me parece que este disco no va a ningún lado». Y de golpe, día a día, iba mostrando una canción a las personas y me daba cuenta que tenía que sacarle cuatro acordes del principio o agregarle una parte al final. Salió todo muy rápido después de eso. El disco se demoró en hacer dos años y dos semanas. Dos años de incertidumbre y dos semanas de resoluciones. Y fue muy loco, porque el disco tiene una sonoridad que no fue buscada, surgió de una manera absolutamente azarosa.
Vestir las canciones
-A diferencia de la austeridad de Salvavidas de hielo (2017), Tinta y tiempo es un disco con orquestaciones, con más instrumentación, coros y más rítmico. ¿Cómo fue esa búsqueda?
-A la Orquesta de la Comunidad de Madrid le quedaron libres tres días y justo había llamado a mi amigo arreglador y compositor Fernando Velázquez y le propuse probar hacer algo con la orquesta. Y cuando me trajo el arreglo de la primera canción, «El plan maestro», me di cuenta de que la orquesta era exactamente lo que necesitaba. En un mundo parco, restringido y pobre en experiencias como la pandemia, de golpe la orquesta me ofrecía la posibilidad de todo lo contrario. Mucha gente tocando, mucho color, muchas posibilidades. Y además cayó en esa canción que habla del origen de la posibilidad biológica: cuando dos células se juntan por primera vez hace mil seiscientos millones de años y deciden mezclar los dos genomas, es decir, generar un tercer ser a partir de la mezcla de dos diferentes. La naturaleza a partir de la era del Mesoproterozoico explota en vida, en variantes, en colorido. El hecho de que las células empezaran a cooperar y descubrieran el sexo, el amor, hizo que aumentara muchísimo la diversidad y el potencial de la vida. ¡Y qué mejor que una orquesta sinfónica para dar ese colorido! Ahí Rubén Blades canta una décima que escribió una prima astrofísica que vive en Venezuela, Alejandra Melfo, uruguaya exiliada en la década del setenta.
–12 segundos de oscuridad (2016) también es un disco de crisis, a raíz de una separación, un duelo amoroso, que te dio mucho material. Pero esta crisis fue muy distinta, ¿no?
-Era diferente, porque en 12 segundos de oscuridad la escritura me aliviaba mucho. Estaba con un dolor muy grande y escribía para obtener alivio. Y muchas veces lo conseguía. Aquí no me aliviaba la escritura, se me volvió muy pesado en un momento. Era como una batalla a la que volvía insistentemente día a día. «Me impaciento y luego lo vuelvo a intentar». Pero de repente la idea aparece, nunca sé ni por qué ni cuándo. Tuve que escribir «Tinta y tiempo» para encontrar paciencia. Por eso canto: «Lo que dejo por escrito no está tallado en granito, yo apenas suelto en el viento presentimientos». La pandemia, en general, fue un golpe de humildad para todos como especie. En el disco hay mucho de eso. «No somos más que otro bicho ni nada menos que un bicho, dejándonos arrastrar por el viento del azar a su capricho» («Amor al arte»). No estamos en otra liga. Por más que la Biblia lo diga y lo que queramos creer. No dejamos de tener boca y barriga. Y cuando viene otro bicho, como uno microscópico como este, pone a todo el mundo patas arriba. La historia del ser humano es la historia del egocentrismo: el pueblo elegido, el planeta elegido, la especie elegida, el mundo gira alrededor nuestro, hechos a imagen y semejanza de Dios. Pero hay que aprender que es lógico que una especie que tenga conciencia de sí misma lo primero que piense es que es el centro del mundo. Eso se colapsó en la pandemia y fue un colapso ontológico muy poderoso, porque estamos retomando nuestros hábitos. Pero el disco está lleno de golpes de humildad: de volver a ser un principiante, de estrenar el mundo, como si el mundo se hubiera acabado; de darte cuenta de que lo tuyo viene de otras células, que también sos parte de eso. Hubo una fusión con la naturaleza, somos parte de este sistema. No aprendimos nada porque nos metimos en una guerra apenas salimos…
-De todos modos, este es un disco luminoso, un repertorio que pone el acento en el amor y en la pulsión de vida. ¿Quedaron canciones oscuras en el camino?
-Sí, había pero las quité. Tengo tendencia a querer celebrar la vida. Depende qué consecuencia produce en cada uno el saber que tu vida es finita. En mi caso, por mi temperamento, no digo que sea la mejor solución ni la única, me gusta celebrar la vida. Llevaba escribiendo varias canciones sobre las pantallas, el tapabocas, el miedo, la superstición y la ciencia, el enfrentamiento, pero cuando empezó a aparecer la luz al final del túnel dije: ¿Yo me voy a llevar esto al 2022, cuando empiece a tocar y ya no haya que usar tapabocas o estemos todos intentando dejar atrás este mal trago? ¿Voy a volver a decir de vuelta la palabra distancia en un escenario? No. Entonces, se produjo la otra consecuencia: empezamos a revalorizar algunas cosas, como un abrazo. Un abrazo de verdad, despreocupado, largo, sintiendo la proximidad y el olor de la otra persona.
-Sin ir más lejos, «Tocarte» es como un gesto de rebeldía en ese contexto de emergencia sanitaria.
-Sí. Y también una defensa del erotismo irresponsable desde el punto de vista sanitario. El día que hicimos “Tocarte”, que fue la primera canción que compusimos con C Tangana, estábamos en pleno aislamiento. Fue como seis meses antes de «Nominao» y de «Hong Kong», de su disco El Madrileño. Había terminado la primera ola en España y había retornado un poco la vida social. Éramos cuatro en casa y uno de ellos tenía que estar con mascarilla porque tenía un familiar que era un paciente de riesgo. Estaba mi hijo Pablo, C Tangana, Víctor Martínez (director musical de C Tangana) y yo. Y uno venía de ver a la novia en una estación de tren y no se habían podido tocar porque todavía había un miedo en al ambiente tremendo. Entonces, propuse escribir sobre esa frustración. Y ahí «Pucho» (C Tangana) empezó cantando «valiente o gallina» y «jugarme la vida, buscarme la ruina, beber tu saliva», todas cosas que no se podían ni hacer ni decir porque eran una prohibición total en ese momento. Y después repetíamos «tocarte, tocarte, tocarte». A todos nos gusta el contacto con el ser humano, pero en ese momento era como decir la palabra libertad en las canciones durante la dictadura. Era lo que no se tenía. Esa canción salió en seis horas. Pucho trabaja muy rápido. Nosotros nos quemamos el coco y ellos tienen una confianza en la inmediatez que es muy benéfica para las personas que sobrepiensan las cosas.
-¿Qué aprendizaje te dejó esa colaboración con un artista que viene de otro estilo (rap/trap) y otra generación?
-Es muy bueno trabajar con gente diferente a uno. Italo Calvino hablaba del mito de la gorgona y decía algo así como que la gorgona era la fama y si vos la mirás a los ojos te transformás en piedra, en una estatua de ti mismo. Si vos decís «estoy consagrado y a mí nadie me va a enseñar nada porque yo tengo tantos años de carrera», si asumís eso, te volvés inmediatamente una estatua de ti mismo, dejás de ser una entidad viva, cambiante, falible. Y te volvés infalible, pero es la muerte artística de una persona. Sin embargo, estar abierto, dejar que otras personas te metan en problemas estéticos que no controlás, cambiar estructuras de rimas que creías que eran axiomáticamente así, es lo mejor que le puede pasar a un compositor, siempre y cuando quieras estar vivo. A mí me gusta sentirme vivo y no sé por cuánto tiempo más tendré ganas de estar complicándome la vida colaborando con gente que es tan diferente a mí o componer de una manera que implica desaprender antes que aprender.
-“Oh, ¡Algoritmo!”, con la cantante israelí Noga Erez, trata sobre las nuevas lógicas de comunicación digital y se pregunta sobre el libre albedrío, ¿Podés esquivar el algoritmo o te lleva para lados artísticos que quizás no elegís?
-Igual que toda la vida, aplico la máxima que dijo Leonard Cohen cuando recibió el premio Príncipe de Asturias: «Cuando te enfrentes a la adversidad que tarde o temprano llegará nunca hay que quejarse, hay que hacerle frente con las herramientas de la belleza y la elegancia». ¿Qué es lo más fácil de hacer respecto al algoritmo? Quejarse, protestar, que me parece un acto superior de hipocresía porque mientras vos y yo hablamos los dos tenemos un telefóno móvil que funciona algorítmicamente. A mí no me gusta quejarme, no sé hacer canción de protesta. Entonces, prefiero decir que estoy en una crisis compositiva, tan perdido, que llego a preguntarle al algoritmo qué tengo que escribir. «Dime qué debo cantar, ¡Oh algoritmo!». Es irónico, evidentemente. Pero hay otra cosa que me parece importante en la relación con el algoritmo. Una de las cosas bonitas que hice en los últimos tiempos fue una adaptación de Elvis Costello de la canción «Night Rally», del disco This Year’s Model (1978), que se rehízo en castellano. Es un proyecto ambicioso y loco, porque agarraron las pistas originales del disco de 1978 y nos hicieron cantar en el lugar de Costello. Pero fue interesante porque pude hablar con él y tuve mucho diálogo.
-¿Y ése diálogo qué te señaló sobre el algoritmo?
-Esa canción habla sobre los pogroms neonazis en la Inglaterra de finales de los sesenta y principios de los setenta, en donde había unos grupos de extrema derecha que salían a romper cosas. Una turba de personas fuera de sí siendo autoritarias. Y entonces Costello me dijo: «Nunca hay que subestimar el poder seductor del autoritarismo». Es muy fácil señalar con el dedo al autoritarismo, pero más importante es entender que vos también podés ser seducido por una figura autoritaria. En el sentido de que hay una parte nuestra que tiene miedo a la libertad y que prefiere sacrificarla y preguntarle a una figura autoritaria, como es el algoritmo, que te dice lo que tenés que hacer. Y eso pasa con los aspectos negativos de la religión o la política, cuando uno renuncia a su libertad individual con tal de que le den una solución fácil. Pero no hay atajos, no hay soluciones fáciles. El camino es el destino.
-Esa discusión también está presente en “Amor al arte”, en la que cantás: “No confundir precio con valor…”
-Claro, pero también dice «cobra lo que tengas que cobrar». Muchas veces toco sin cobrar, este trabajo me gusta porque me gusta en sí. Luego me sirve para ganarme la vida. Pero también tengo una cuestión casi gremial, profesional y ontológica, porque me gusta vivir de él. Di muchas vuelta hasta poder vivir de la música. Es un trabajo honrado, que respeto mucho. Entonces, digo en la canción «cobra lo que tienes que cobrar, pero hazlo por amor al arte». Si trabajás para una empresa que tiene mucho dinero, cobrá bien. Si trabajás para Médicos Sin Fronteras no cobres, porque no corresponde. Pero en los dos casos, si no lo hacés por amor al arte quien pierde sos vos. Hay que poner el corazón en todo, independientemente de lo que cobres. Y de paso no confundas precio con valor, porque te vas a dar cuenta inmediatamente que no te da más satisfacción una canción que te da más dinero sino la que está mejor hecha.
-¿Te manejás con criterios éticos en tu música? Saber hasta dónde ceder y hasta dónde no, por ejemplo.
-Absolutamente. No son criterios éticos rígidos, porque son dinámicos. Pero sí, hay cosas en las que me cuesta mucho entrar. Hacer algo con lo que no estoy conectado es una concesión a la que intento por todos los medios no llegar. Tenía muchas canciones que quedaron en el tintero que no estaban mal, pero yo les veía el oficio. Pero eso no es lo que me interesa, por eso intento que la composición sea subconsciente, porque ahí es más difícil que opere la profesionalidad. Lo que sale no sabés de dónde viene ni por qué ni cuándo. La voz que me interesa es la que no comando. No ponerle una dirección a lo que escribo es una determinación ética.