Nadie quiso a los judíos: el fiasco de la Conferencia de Evian
Evian es un lugar fantástico para no hacer absolutamente nada. Desde las suites del hotel Royal, al pie de los Alpes, se divisan las dos orillas del espectacular lago Lemán y se entiende a la perfección por qué, en 1938, era ya uno de los destinos vacacionales favoritos de la realeza y otros millonarios. Cuando en julio de aquel año se citaron allí 32 países para intentar echarle una mano a millones de judíos alemanes que querían huir de Hitler, acabaron haciendo lo que se suele hacer en Évian-des-Bains: absolutamente nada.
Los embajadores llegaron al Royal a principios de mes, acompañados de una treintena de observadores y más de doscientos periodistas. La expectación era enorme, pero, antes incluso de que comenzaran las conversaciones, la suerte de los judíos europeos ya estaba echada.
Estados Unidos no quería recibir refugiados, y Francia decía que ya no le cabían más; la URSS ni siquiera se presentó, y el gobierno británico rechazaba cualquier solución que llevara a más judíos a su protectorado en Palestina. Por su parte, las organizaciones judías sionistas descartaban cualquier posibilidad que no fuera esa. Un punto de partida imposible.
Mucho ruido y pocas nueces
Las reuniones duraron diez días, del 6 al 15 de julio, y estuvieron llenas de declaraciones de solidaridad con los judíos alemanes y austríacos. Una solidaridad verbal que no se concretó en ninguna medida real.
De los 32 países representados, solo la dictadura de Trujillo en la República Dominicana se comprometió, a cambio de ayudas, a aceptar a un número alto como parte de su plan para hacer “más blanco” y menos afrocaribeño el país, aunque finalmente expediría muchos menos visados de los prometidos.
Además, se escucharon cosas terribles: el representante australiano dijo que su país “no tenía un problema racial y no deseaba importar uno”, mientras que el gobierno canadiense ni siquiera acudió, temeroso de que su gran extensión y poca población se convirtieran en un argumento para tener que acoger. Su primer ministro dijo poco después que si los nazis usaban métodos “dictatoriales” era porque era necesario acabar con los “intereses privilegiados”.
Hitler, por cierto, se divirtió enormemente con el desastre de Evian, que usó para burlarse de las potencias occidentales, diciendo que él dejaría salir a los judíos “incluso en cruceros de lujo”, pero que los mismos países que denunciaban sus políticas racistas contra ellos tampoco querían acogerlos dentro de sus fronteras.
En parte de ese análisis coincidía Chaim Weizmann, un líder sionista británico que se convertiría en el primer presidente de Israel y que ya dos años antes había dicho: “El mundo parece haberse dividido en dos partes, una en la que los judíos no pueden vivir y otra en la que los judíos no pueden entrar”.
La última oportunidad desperdiciada
La cita en Evian fue una iniciativa del gobierno estadounidense de Roosevelt, que quería hacer ver que hacía algo, pero que no estaba dispuesto a hacer nada. Los historiadores más indulgentes señalan que Roosevelt se encontraba en una situación difícil, con su país todavía metido en la Gran Depresión y asfixiado por el desempleo.
Cualquier intento de acoger a los judíos alemanes y austríacos que querían huir hubiera sido, pues, políticamente suicida, pero lo único cierto es que EE. UU. se negó a aumentar siquiera el límite que había establecido para todos los inmigrantes desde esos países, treinta mil al año.
Más allá del cálculo político que pudiera hacer el mandatario americano, no solo no abrió sus fronteras, sino que tampoco presionó a ninguno de los otros gobiernos que asistieron a Evian para que lo hiciera. Antes de que se reuniera la conferencia bajo la presidencia de Myron Taylor, un empresario amigo personal de Roosevelt, EE. UU. ya había trasladado al resto de países que no se obligaría a nadie a acoger refugiados.
Igualmente, había llegado a una especie de “pacto de no agresión” con el gobierno británico, por el que la delegación del Reino Unido no atacaría las políticas migratorias de Washington y, a cambio, los estadounidenses no mencionarían siquiera la posibilidad de que los refugiados pudieran establecerse en la Palestina británica.
Para cuando los delegados se reunieron en Évian-des-Bains, a los judíos alemanes ya les habían quitado la ciudadanía
Estos tejemanejes no serían tan aberrantes si no fuera porque ya estábamos en julio de 1938. Puede que las potencias occidentales no supieran exactamente que Hitler iba a exterminar a seis millones de judíos en los siguientes siete años, pero tampoco había mucha duda de que se lo iba a hacer pasar muy mal.
Para cuando los delegados se reunieron en Évian-des-Bains, a los judíos alemanes ya les habían quitado la ciudadanía y se les había prohibido, por ley, ejercer multitud de profesiones y negocios o casarse con alemanes “arios”. También se les había obligado a entregar una relación de sus bienes y se les había excluido de la sanidad y la educación públicas. Las señales eran bastante claras para cualquiera que quisiera verlas.
Las únicas buenas noticias para los judíos que vivían a merced de Hitler en julio de 1938, unos setecientos mil entre Alemania y la recién anexionada Austria, eran que, de momento, seguían vivos y que aún era legalmente posible huir de Alemania. El Reich permitiría durante varios años la emigración de los judíos si no se llevaban sus bienes, pero, para poder huir, les hacía falta un lugar que les abriera las puertas. La conferencia de Evian falló miserablemente en esa tarea, la única que tenía, su razón de ser.
Los judíos de Evian
La futura primera ministra israelí Golda Meir viajó desde Palestina a la Conferencia de Evian como observadora. No se le permitió tomar la palabra, pero ella misma describió luego aquellos días como “una experiencia terrible”, en la que había tenido que “sentarse en ese magnífico salón a escuchar a los representantes de 32 países levantarse uno tras otro y explicar lo terriblemente encantados que estarían de recibir a un alto número de refugiados y lo terriblemente tristes que estaban porque desafortunadamente no podían hacerlo”.
Golda Meir fue solo una de las muchas personas judías que asistieron al desastre de Evian en primera fila. Alguno, como el ejecutivo estadounidense Ira Hirschmann, se marchó antes de tiempo al ver que no iba a servir para nada, y empezó a organizar evacuaciones por su cuenta.
Otros, sin embargo, no tenían una visión tan negativa: el rabino neoyorquino Jonah B. Wise habló de un encuentro “histórico” que había superado las expectativas de los “cínicos observadores”. También es cierto que él mismo se oponía a flexibilizar las condiciones para los refugiados judíos alemanes y que creía que si la ayuda “para escapar de la opresión interfiere con ayudar a los americanos, no lo haríamos”.
Por extraño que resulte a la luz de lo que vino después, la verdad es que los representantes de las diferentes organizaciones judías llegaron a Evian con enfoques muy diferentes del problema. Para muchos, la prioridad no era sacar a los judíos alemanes y austríacos de su país. Los principales grupos sionistas, por ejemplo, rechazaban cualquier migración que no fuera hacia el protectorado británico de Palestina, donde esperaban crear su Estado judío.
Como sabían que el gobierno inglés no aceptaría esa solución, tampoco veían la cuestión de los refugiados de la Alemania nazi como prioritaria. El futuro primer ministro israelí David Ben Gurión lo explicó con total claridad un mes antes de la conferencia, en unas palabras que le acompañarán para siempre: “Cuanto más hablemos del terrible peligro de las masas judías en Alemania, Polonia y Rumanía, mayor daño le haremos a nuestra posición en las negociaciones sobre el futuro de Palestina”.
Un fracaso estrepitoso
El 15 de julio de 1938, los delegados abandonaron el hotel Royal de Evian sin haber logrado nada más que crear una organización, el llamado Comité intergubernamental para los refugiados políticos, que haría menos todavía por la causa de los refugiados judíos.
El fracaso tuvo un efecto inmediato más allá de las burlas de la Alemania nazi: Yugoslavia y Hungría cerraron sus fronteras a los judíos, e Italia anunció sus propias leyes antisemitas. Suiza, que estaba ya negociando con Alemania para impedir la llegada de más judíos, reforzó su frontera contra los refugiados, al igual que Holanda y Bélgica.
Evian no solo no aportó nada, sino que puso de manifiesto la poca generosidad de muchos de los presentes. El número dos de la delegación estadounidense lo expresó bien cuando dijo: “La gente se preocupa de sus propios asuntos y en lo que se refiere a los sufrimientos de otra gente, especialmente cuando esa gente está muy lejos, la mayoría no tienen imaginación como para preocuparse de ello”. Otro de los miembros de la delegación estadounidense fue todavía más claro: “Nadie quiere a ningún judío más”.