Kodokushi
Asdrovel Tejeda nos cuenta sobre una realidad abrumadora y triste: la de cientos de personas que viven y mueren en la soledad en Japón y demás sociedades desarrolladas:
«Escucho su tos cascada que reverbera a través del tabique que separa su apartamento del mío.
Luego, oigo el arrastrar de pies cansados, el chorro de orines y su ahhh de satisfacción, los muelles de la cama cuando desploma su cuerpo y el incesante siseo de fumadora empedernida que la acompaña en un sueño irregular interrumpido de vez en cuando por una apnea que la hace despertar ahogada buscando el aire que le llene los pulmones.
Por la mañana temprano, coincidimos en la puerta del elevador, con un – hola – seco y medido bajamos al primer piso y cada uno coge su rumbo buscando llenar las páginas de su vida.
Bajando en el elevador la voy mirando de reojo, alta, muy gruesa, con un bastón de aluminio, le calculo algunos ochenta y cinco. Independiente a pesar de su edad y sus limitaciones físicas, a veces la veo empujar un carrito de compras.
Siempre sola y solitaria.
Así, por el último año y medio, con esa parquedad de vecinos lejanos e indiferentes. Ella siempre con su cara adusta y lejana sin saber que cada noche entro a la privacidad de su habitación por la pared que divide nuestros mundos, tan distintos y distantes.
Hoy coincidimos en la llegada, hacía mucho frío, venía con las manos ocupadas. Le abrí la puerta de acceso y le permití pasar primero. Ya en el elevador, me pregunto mi nombre y a qué me dedicaba.
Caminamos el pasillo, su puerta de entrada cercana a la mía, me sonrió y me dijo: buenas noches. Desapareciendo presurosa por el dintel de ingreso a su soledad».
Asdrovel Tejeda
Lynn, Massachusetts.