Guerra, emigración y medio ambiente: un círculo vicioso
Consecuencias de la emigración forzada
La guerra fuerza la creación de grandes desplazamientos poblacionales. La mayoría de las veces, quienes emigran lo hacen hacia áreas donde los recursos naturales son insuficientes para hacer frente a tal afluencia de personas, como sucede en los miles de campamentos que se esparcen por todo el mundo (saharauis, sirios, libios, somalíes y un largo etc.).
En 1994, más de 850.000 personas huyeron hacia la República Democrática del Congo escapando de las masacres en Ruanda y acabaron refugiándose cerca del Parque Nacional de Virunga, uno de los puntos más ricos en biodiversidad del continente africano. Como consecuencia de ello, en pocos años se destruyeron más de 300 km² de bosques protegidos.
Por otra parte, son tan graves los daños medioambientales provocados por el cambio climático de origen antropogénico, que en ciertos puntos ‘calientes’ del mundo, miles de personas se han convertido en refugiados climáticos, puesto que forzosamente han tenido que emigrar. El aumento en el número de desplazados hace plausibles futuras disputas por la tierra.
El daño al medio ambiente no se limita a las consecuencias del conflicto. El entorno en sí también puede manipularse con fines bélicos, como ocurrió entre 1966 y 1972 con el proyecto POPEYE, mediante el cual los EEUU intentaron extender la temporada de los monzones en Vietnam, con el fin de frenar el avance del enemigo. Para lograrlo aumentaron las precipitaciones dispersando grandes cantidades de yoduro de plata en la atmósfera superior.
Límites que protegen al medioambiente
Este tipo de manipulación medioambiental se utilizó en varias ocasiones y sus consecuencias fueron gravísimas, por lo que en diciembre 1976 la Asamblea General de la ONU adoptó la Convención ENMOD sobre el uso de técnicas de modificación ambiental con fines militares o cualquier otro propósito hostil, que entró en vigor en octubre de 1978.
El artículo 1 de la Convención ENMOD destaca el compromiso de las naciones firmantes de no emplear técnicas de modificación del medio ambiente que tengan efectos extensos, duraderos y/o graves y alude particularmente a actos deliberados destinados a provocar maremotos, terremotos, tsunamis, cambios en el tiempo o en el clima, alteración del equilibrio ecológico de una región o modificación de las corrientes oceánicas.
También en el Protocolo de Ginebra de 1977 se prohíben los métodos y medios de guerra que puedan dañar al medio ambiente, de modo tal que perturben la estabilidad de los ecosistemas. También se prohíbe cualquier tipo de ataque contra el medio ambiente natural, como forma de represalia con el enemigo.
Por otra parte, los estropicios medioambientales que causan las armas de todo tipo, que se emplean durante los combates pueden tener nefastas y duraderas consecuencias. El PNUMA creó un grupo de gestión de desastres y posconflicto, que interviene tras los combates y que se encarga de limpiar los sitios y de paliar y minimizar los daños en los ecosistemas.
El derecho consuetudinario aplicable a la guerra se ha ido enriqueciendo con otros textos posteriores y más técnicos que se orientan a limitar y en lo posible a evitar, las gravísimas consecuencias ambientales que tiene los conflictos armados.
La desventaja de estos textos es que muchos de ellos carecen de precisión o que su alcance legal se ve limitado por normativas internacionales. Además, no existe una institución capaz de verificar el cumplimiento de estas normativas y de aplicar sanciones cuando se infringen.