Cicero: emociones y recuerdos que se suman con el tiempo
Enero siempre ha sido un mes sin identidad propia, entre la resaca del fin de año y lo que traiga el nuevo, una se queda entre Lucas y Juan Mejía, esperando en tierra de nadie. En mis días de universidad: nuevo semestre, los nuevos profesores, las nuevas asignaturas y sobre todo los mismos nuevos, viejos maestros como Cicero y Marcano.
El profesor Julio Cicero fue mi maestro de cuatro zoologías en la licenciatura en Biología y solo en la última: Paleontología y evolución me enteré que era cura porque un compañero lo llamó Padre en vez de profesor. Yo, que fui cristiana devota toda mi infancia, de los sacramentos solo me faltaban el matrimonio por la Iglesia y la unción de los enfermos, no me había enterado de que era cura, ni por el cuello almidonado que siempre llevaba en clases.
Y es que Julio Cicero nunca nos predicó ni nos impuso nunca una oración. Ni un solo sermón ni un solo pasaje de la Biblia. Me tenía (al menos a mí) encantada en su mundo mágico de estructuras, huesos, huevos, músculos y nombres en latín que a mí me bastaron para estarme quieta. Además me tomaba muy en serio sus asignaturas porque a mí me gustan los animales pero las plantas son más misteriosas y fascinantes, por eso mis amores y no siempre correspondidos fueron con Marcano.
Pero la devoción que no nos mostró en clases por su religión, se le desbordaba por los conocimientos científicos y por la geografía de nuestro país. Él quedó marcado por el acento yucateco del sur de su Mérida natal y por eso supimos que era extranjero, porque aunque llegó en 1968 a Santo Domingo conocía ya mejor que muchos de nosotros la geografía dominicana.
En la práctica de los cien pies y mil pies, en zoología sistemática, no pude llenar sus expectativas de alumna brillante y solo pude hacer la mitad de los dibujos y me preguntó al final: Ángela, ¿y que te pasó? Y yo le respondí con mucho pesar: no me salen esos dibujos, profe. Me dolió a mí más ver la congoja de mi profesor, que la mitad de la nota que me gané.
Ese día aprendí que la biología no es solo una ciencia de la vida sino también de las emociones que la acompañan y que debemos aprender a gestionarlas también. Nos respetaba muchísimo a todos y a algunos nos distinguía pidiéndonos prestados nuestros cuadernos para actualizar sus apuntes.
Un día me los encontré a él y a Marcano en la esquina del colmado de una tía mía en Nizao, un mediodía en la canícula sureña y aún recuerdo la cara de sorpresa de ambos cuando me vieron y me salen con un: ¡Oh! ¿Qué haces tú aquí? Y yo les devuelvo: No, ¿qué hacen ustedes aquí? El profe Marcano sabe que yo soy de aquí y ella es mi tía.
Venían de la playa, de ver el relicto de manglar que quedaba aún en esos años, ahora desaparecido, con los manatíes y la pesca cada vez más exigua. Seguro aprovecharon un hueco en las clases del Loyola para escaparse a playa Nizao.
Cuando el profe Cicero me comparó con mi hermano Andrés, el perito más joven graduado del Loyola, San Cristóbal, no entendí bien lo que me decía, porque tenía otros intereses y le confesé que siempre quise irme en el autobús que llevaba a mis hermanos a esa escuela pero que me molestaba muchísimo que no aceptaran mujeres entonces.
Ciento uno o ciento dos, nunca me he llevado bien con las matemáticas. Lo importante son esa emociones que aún me hacen sentir su recuerdo y todo lo que se le ha sumado con el tiempo. ¡Hasta siempre profe Cicero!
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