La horma de Juan

10-04-2025
Literatura
Ojalá, República Dominicana
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Lo conocí a finales del 2022, cuando el COVID aún lanzaba sus últimos coletazos de miedo y andábamos cobijados detrás de mascarillas, la única manera, nos decían, de escondernos y engañar a la muerte, que, alborotada y de fiesta, andaba con su guadaña en ristre.

En esos días habían cerrado, además, la estación de tren de Lynn, lo que sumaba más dificultades a la tarea de mantener la carrera de los días. Comenzaba el ajetreo de tomar una guagua que, a las 7:15, salía hacia la estación de Swampscott, donde, a las 7:45, abordábamos el tren a North Station. Allí, cada uno, por vías distintas, subía los peldaños de su jornada.

Juan había llegado de Guatemala a finales de los noventa. Divorciado, vivía en un cuarto cercano al Common de la ciudad. Había sido miembro del ejército guatemalteco en tiempos convulsos de lucha armada y represión.

—Tenía pocas opciones —me dijo un día—: era entrar al ejército o morir de miseria sembrando la milpa, expoliado por los militares, los guerrilleros o los contrabandistas. Así que opté por el ejército.

En un campo de Quetzaltenango, un jueves de madrugada, una mina le destrozó el pie derecho. Con la explosión, también se fue su vida de soldado y, al poco tiempo, su primer matrimonio.

—Era a salto de tranco, yo andaba movilizado por todo el país y casi no había tiempo de verse. Éramos desconocidos.

Lo de la pierna, me dijo, tuvo sus cosas buenas:

—Por fin pude darme de baja de un ejército donde vi y viví cosas que no se dicen y siguen ahí, vivas y alebrestadas. Me sacan, casi todas las noches, a pasear las madrugadas camino de mis adentros.

Llegó primero a Boston, después de pasar todos los trabajos del mundo y más allá.

—Pasé con mi prótesis… —hizo una pausa para añadir—: fue un don de Médicos Sin Fronteras; me hicieron gente otra vez.

Armado de sueños, cruzó el río Suchiate para caer en México, donde se quedó un tiempo en Chiapas, prendado de una mocita que había conocido al salir de la región de San Marcos y que le ayudó en las últimas trancas del recorrido.

—Metztli… hasta su nombre parecía el canto del quetzal.

Se habría quedado encantado en lo alto de Chiapas, pero, meses después, viviendo los momentos más felices de su recuerdo, Metztli se fue apagando poco a poco hasta que, una madrugada, su respiración entrecortada se detuvo. Con ella, también se le murió el deseo de vivir.

—Ahí mismo murió el amor para siempre.

Después de un tiempo vagando por varios estados, llegó a Sonora y, finalmente, cruzó a Arizona.
—Y ya ves, tengo varios años trabajando en mantenimiento y respirando para decir que estoy vivo.

Por las mañanas siempre nos juntábamos en la guagua con un mexicano, una dominicana y un vietnamita. En la estación del tren se nos unía Dorothy, una morena estilizada, alta y con cara de misterios ancestrales.

Ella, al notar la cojera y la aparente fragilidad de Juan, siempre lo esperaba, lo acompañaba y le daba conversación hasta llegar a North Station. Un día, curioso, le dije:
—Vaya, Juan, conseguiste tu horma.
Él, sin dudar, respondió:
—Ni estoy, ni doy, ni quiero. Mi pensamiento y mi voluntad están en Metztli. Solo en ella.

De Dorothy supe que era hija de un ciudadano inglés cuyo abuelo había sido movilizado a Sudáfrica durante la guerra de los bóeres y se quedó allí con su mujer y su hijo. Su padre conoció a su madre, Ebele, una hermosa mujer que, según sus palabras, era la encargada de mejorar algunas enfermedades en su entorno.

—Recuerdo —me dijo— la cantidad de plantas y flores en el patio, que en el fondo siempre tenía un caldero hirviendo.

Cuando abrieron la estación provisional en Lynn, dejé de verlos por un año y medio.

Hoy viernes los vi en el tren que va a Rockport. Dorothy, sonriente, llevaba un manojo de flores amarillas, y Juan, sentado a su lado, la abrazaba mientras le recitaba un poema al oído.

No quise saludarlos para no interrumpir la magia que, vestida de carnaval, alegre, empezaba a teñir la tarde de colores luminosos.

Asdrovel T.
Boston, Mass.
03/28/25