Nuestra mejor careta, la hipocresía

01-08-2025
Economía y empleos
El Dinero, República Dominicana
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Todos sabemos lo que hay que hacer. Sabemos lo que está bien. Conocemos las leyes, repetimos los principios, compartimos las promesas y hasta aplaudimos las reformas.

Pero en la práctica, lo que impera es la hipocresía. Una hipocresía colectiva que no solo impide el desarrollo, sino que erosiona la esperanza.

En República Dominicana, la Ley 63-17 de Movilidad, Transporte Terrestre, Tránsito y Seguridad Vial es uno de los mejores ejemplos de esta contradicción.

Esa normativa establece con claridad procedimientos para la circulación vial, educación ciudadana, seguridad, responsabilidad y sanciones.

Pero ¿cuántos respetan realmente los semáforos, los pasos peatonales, el uso del cinturón de seguridad o los límites de velocidad? ¿Cuántos agentes de tránsito se limitan a mirar hacia otro lado o negocian en la sombra lo que debieron corregir con autoridad y ética?

Y todos somos responsables de lo que pasa en el tránsito, aunque quienes deben hacer cumplir la ley tengan la mayor tasa de responsabilidad.

Pero si los actores del mercado asegurador tuvieran la voluntad y la decisión de asumir sacrificios y demandas, ya tuviéramos un mejor ambiente en nuestras calles con solo la aplicación de la ley y sobre todo de su Artículo 161.

Vivimos en un país donde se legisla bien, pero se aplica mal. Donde se jura por el cambio y se vive por la costumbre.

Donde cada uno exige sus derechos, pero pocos están dispuestos a cumplir con sus deberes. Es más fácil señalar al otro que hacer el sacrificio personal de asumir la responsabilidad. Porque solo nos interesan nuestros propios intereses sin importar lesionar los de los demás.

El problema no es de falta de conocimiento, sino de régimen de consecuencias. Todos sabemos que no se debe tirar basura en la calle, pero las alcantarillas están llenas.

Todos sabemos que un motoconchista no debe llevar dos pasajeros y menos andar sin casco, pero lo aceptamos porque “es lo que hay”. Todos sabemos que un conductor no debería bloquear una intersección, pero lo hacemos porque “todo el mundo lo hace”.

Lo más preocupante es que esta hipocresía no solo está en la calle; está en el mercado, en los gremios, en las oficinas públicas, en las juntas de vecinos, en los medios de comunicación y en las iglesias. En los partidos políticos prometemos integridad, pero callamos ante el engaño.

Denunciamos la corrupción, pero evadimos impuestos y aceptamos soborno. Celebramos la democracia, pero vendemos y compramos el voto. Y cuando alguien, una voz diferente, intenta hacer lo correcto, lo tildamos de ingenuo o lo empujamos al cinismo generalizado.

El cambio requiere más que discursos. Requiere voluntad y sacrificio. Requiere que dejemos de esperar que “el otro” cambie primero, que el ciudadano sea ejemplo, que el funcionario sea íntegro, que el empresario sea justo, que el político sea coherente.

Y, sobre todo, que no seamos cómplices con nuestro silencio o nuestra apatía. La hipocresía es la careta que llevamos.