Hostos: corazón que palpita en la América sufrida

11-01-2023
Cultura
Ojalá, República Dominicana
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Era 1839. Era viernes. Era 11 y era enero. En un campo, en una pradera, en Mayagüez iba a nacer un niño, pero nació una idea. Más bien, un ideal. Puerto Rico parió una galaxia.

“Pero él es distinto (…) Él no es el hombre sino lo que debería el hombre ser” (Juan Bosch, Hostos el sembrador, edición de la Fundación Juan Bosch, Santo Domingo, 2013, pág. 239).

Ese día nació la leyenda de un gladiador. Eugenio María de Hostos, el más universal de los puertorriqueños. El más puertorriqueño de los universales.

La moral fue la égida de su cuerpo frente a los más inmisericordes ataques. Cuando nada había en sus bolsillos, quedaba la consciencia, que nunca lo abandonó, como no se apartó jamás de su alma la acerada voluntad de liberar a su patria gigante: las Antillas Mayores; a su patria grande: Puerto Rico; a su patria chica: Mayagüez. 

Hostos, ése que habló de la más necesaria de las revoluciones, la educativa, la del pensamiento, la de la moral. Hostos, el sembrador-soñador que formó a una generación de prohombres que bien sirvieron a sus patrias.

Hostos, el aclamado. Rechazó en Perú prebendas que buscaban torcer el temple de su pluma, que denunciaba corrupción. Hostos, el que rehusó tomar importantes cargos públicos en Barcelona, ciudad que lo reconocía como su tribuno. Hostos, el que declinó posiciones y rebotó la fortuna que podía amasar en el cenit de su impresionante acervo intelectual. Nada que lo distrajera de lo que asumió como destino: liberar a las Antillas, era camino correcto para Hostos.

El peregrino libertador pasó hambre, vergüenza, miseria material y también una cruenta miseria espiritual, que lo sumía por momentos en insondables pozos, por la impotencia de no poder ser útil a su patria. Creyó que no lo era. No notaba, sin embargo, la semilla, como dijo Bosch, que sembraba en cada rincón de la América que rabiosamente defendía y por la cual estaba dispuesto a verter hasta la última gota de su sangre.

En España, en Nueva York, en Chile, en Argentina, en Perú, en Panamá, en Venezuela, en Puerto Rico, en República Dominicana. Dondequiera que puso su zapato en tierra, dejó vestigios de pureza. Su ideal, un rayo que rompe tierra. Su discurso, un trueno de verdad que estremecía los átomos y calaba en los huesos, que pasmaba la audiencia, arrancaba lágrimas y evocaba fragosos aplausos.

La modestia como la moral fueron inherentes a su vida. Anteponía los intereses de su incesante lucha a los designios del amor, sufrido sentimiento que lo atormentó por capítulos.

No tuvo comando de base ni templo ni tribuna predilecta para exponer sus ideas. Toda la América hispana, toda la América hollada, esclavizada, todos los pueblos aplastados por la infame colonización eran para Hostos la crisálida de la que debía brotar una nueva raza, ejemplo para el mundo, salvación para el mundo, futuro del mundo.  

La Confederación de las Antillas, la Liga de Patriotas, por mencionar dos, fueron frutos de su siembra.

El infatigable gladiador antillano, siendo miembro de la Comisión de Puerto Rico, llegó un 17 de enero de 1899 a la casa de Gobierno de Estados Unidos a reunirse con el presidente William MacKinley. Allí operó su genio de orador en pos de patrióticos intereses. Portando en sus hombros la dignidad de todo un pueblo, y acaso de todo un continente, de un Caribe, de una identidad forjada en sangre, exigió el derecho de los puertorriqueños a decidir su suerte; a no pasar de ser colonia española para serlo estadounidense. O por lo menos no hacerlo de manera abrupta e inconsulta, sin celebrar antes un plebiscito en el que los borinqueños expresaran sus aspiraciones.

Hombres que han vivido para realizar un ideal, sobran en la tierra cuando el ideal se desvanece (Juan Bosch, Hostos el sembrador, edición de la Fundación Juan Bosch, Santo Domingo, 2013, pág. 209). El Hostos joven, el Hostos adulto y el Hostos anciano padecieron los sufrimientos de una vida atiborrada de decepciones, a veces por las defecciones o la inercia de compañeros, otras veces por la incapacidad de materializar las intenciones, porque las circunstancias le rompían el timón de su barca peregrina.

Una voz que clama en el desierto, un hombre frente a un destino desdibujado, un ideal en una roca abrazada por un piélago que se pierde en el horizonte sin divisar orillas. Hostos, soñador impenitente, perdía la esperanza y la recuperaba con mayor fuerza. ¿De qué material estaba hecho aquel soldado sin mayor armadura que la moral?

A pesar de los desengaños, no procrastinó la ejecución de las ideas, siempre que tuvo la oportunidad de ponerlas en marcha. Llegado a República Dominicana, identificó los padecimientos del pueblo, presa de las pasiones que generaban las continuas guerras, los alzamientos de caudillos, el alcohol y los vicios. Propuso fundar la escuela dominicana desde cero. Y lo hizo. Esa semilla germinó. La llamó Escuela La Normal. De ahí salieron los formadores del futuro, maestros de maestros. Profesionales de todas las áreas fueron ramas de un árbol llamado Hostos.

Emilio Prud’Homme, un aventajado discípulos, más adelante escribiría las excelsas letras del Himno Nacional. Hoy comparten habitación en el Panteón Nacional Dominicano, siendo Hostos el único extranjero cuyos restos reposan en el sacro lugar.

Al poner de relieve los avances de la modernidad mientras retrocedía la moral, Hostos propuso la necesidad de trabajar en los individuos una Moral Natural, una Moral Individual y una Moral Social, es decir, los deberes de los hombres y mujeres para con ellos mismos y para con la sociedad.

Para Hostos, “la educación debía estar inspirada, en primer término, en una moral que tuviere por único asidero al propio ser humano y no idea divina alguna, o de castigo o recompensa propia de las religiones. El conocimiento tendría que estar condicionado por esta certeza moral, puesto que de otra manera pasaba a ser un saber nocivo, precisamente el más peligroso por cuanto se apartaba de la exigencia de la humanización” (Roberto Cassá, Personajes Dominicanos, Tomo II, Archivo General de la Nación, Santo Domingo 2014, pág. 226).

Hostos lo dio todo a cambio de nada. La gloria no era el fin ni el medio, siquiera. No la perseguía, la rechazaba. En la elación de los pueblos a través de la educación estaba la gloria.

Tanto dio, tanto hizo. Hostos se partió a sí mismo para darse a estos pueblos. Se sembró a sí mismo para abonar estas tierras.

Hostos inmortal. Hostos, capitán y soldado. Hostos, el corazón que palpita, 184 años después, en la América sufrida.

“Ni hoy ni mañana ni nunca dejará nuestra patria de ser nuestra”, Eugenio María de Hostos. (Juan Bosch, Hostos el sembrador, edición de la Fundación Juan Bosch, Santo Domingo, 2013, pág. 237).