
La patria como elección: entre el arraigo y la negación del otro
En el fondo de toda pertenencia hay una grieta. La patria —ese nombre que huele a tierra húmeda, a infancia, a voces que nos enseñaron el idioma del mundo— no es un destino, sino una circunstancia.
Nacemos en un lugar, y de ese azar construimos una identidad que luego defendemos como si hubiese sido elegida. Pero el amor a la patria, como toda forma de amor maduro, no exige exclusividad. Amar lo propio no implica despreciar lo ajeno. Sólo una visión estrecha transforma el arraigo en muro, la cultura en trinchera, y el idioma en frontera.
El patriotismo, en su forma más lúcida, es una ética del cuidado. Es la conciencia de que nuestra tierra nos ha configurado, que nuestras instituciones, nuestros mitos fundacionales, nuestros gestos cotidianos están inscritos en una historia colectiva.
El patriota verdadero no se encierra en la nostalgia ni en la superioridad moral de su bandera: se compromete con ella críticamente. No se limita a celebrar las glorias pasadas, sino que se responsabiliza por las heridas abiertas. En el patriotismo hay ternura, pero también hay tarea y compromiso.
El nacionalismo, en cambio, comienza como afirmación y termina como exclusión. Es la inversión afectiva de una inseguridad profunda: se teme al otro porque se duda de uno mismo.
De ahí que el nacionalismo necesite enemigos, amenazas, invasores. Mientras el patriotismo construye comunidad, el nacionalismo erige fronteras.
No necesita verdad, sino mitología; no busca justicia, sino cohesión. Funciona como mecanismo de control: marca quién pertenece y quién debe ser expulsado, cultural, lingüística o físicamente.
Se presenta como defensa, pero actúa como renuncia: al pensamiento, al disenso, a la posibilidad del encuentro.
Se refugia en una supuesta esencia nacional, en una historia sagrada que no admite fisuras ni preguntas. Desde esa lógica, el otro —el extranjero, el disidente, el migrante— se convierte en amenaza.
Todo lo que no se ajusta al molde identitario debe ser corregido, silenciado o excluido. Y en ese proceso, la nación se vuelve máscara, y el amor, simulacro.
El nacionalismo, cuando se intensifica, se transmuta. Puede volverse racismo, xenofobia, represión.
Puede justificar dictaduras, genocidios, expulsiones masivas. Puede disfrazarse de liberación mientras encarcela a quienes no se pliegan al discurso dominante.
Hay un punto en que el amor por lo propio se convierte en amor narcisista, en deseo de que el mundo entero se refleje en nosotros.
Pero el mundo, como el lenguaje, está hecho de diferencias. Y esas diferencias no son amenazas: son el modo en que el ser humano se despliega.
Amar la patria es, quizá, una de las formas más dignas de anclarse al mundo. Pero debe ser un amor sin miedo. Un amor que, como el de una madre sabia, no necesita negar la existencia de otros hijos.
Un amor que no se mide por la hostilidad al extranjero, sino por la capacidad de compartir, de reconocer, de dialogar.
Quien ama de verdad a su tierra no necesita que el otro desaparezca. Porque sabe que lo universal se construye desde lo particular, pero nunca contra lo diverso.
El nacionalismo, cuando niega al otro, no salva a la patria: la empobrece. La encierra en su propio espejo, la condena a la repetición de sí misma.
El patriotismo, cuando es crítico, lúcido y abierto, en cambio, puede ser una forma de libertad. Y la libertad no consiste en imponer una identidad única, sino en convivir con la pluralidad sin temor. Aunque pese. Aunque duela. Aunque implique cargar con el peso de no odiar.