La verdad es una vieja desnuda

12-09-2022
Comunicación
Público, España
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Emma Thompson acaba de marcarse un desnudo integral en pantalla grande a sus 63 años, convirtiéndose en noticia y demostrando, una vez más, que una mentira repetida mil veces no se convierte en verdad, pero sí en el relato imperante, en el prisma inconsciente desde el que todo se mira. La vemos desnuda mirándose en un espejo, con sus tetas caídas y con su barriguita, y no la vemos hermosa, por más que ella transforme a lo largo de esta historia su mirada sobre sí misma. Y es que tenemos tan deformada la mirada que si pusiéramos a su lado a un hombre de la misma edad y de la misma complexión física no veríamos lo mismo. Y odio escribir esto, pero odio más callármelo y pensarlo por dentro sin decirlo. Por más feminista que me declare, tengo la mirada tan deformada como el resto.

Y esto mismo, ¿a cúantas cosas más es aplicable? ¿Cuántas miradas tenemos atrofiadas? ¿Cuántas ideas impuestas a nuestro pesar? ¿Qué más respiramos sin querer porque simplemente está en el aire? Como atea sobrevenida, es decir, como agnóstica irremediable, reconozco que hay ideas de las que es casi imposible desertar. Lo dicen los científicos, incluso: nuestros cerebros siempre están listos para aprender pero nunca desaprendemos del todo.

Esta semana lo he pensado también viendo a los británicos llorar por su reina o al nuevo rey prometiendo cuidar de todos sus ciudadanos tengan «la ideología que tengan». El sinsentido de una institución de poder hereditaria en sistemas democráticos la ha convertido en irrelevante –o también llamada neutral– para justificar un poder injustificable. Es decir, mando para no mandar, o viceversa, pero cuidaré de todos vosotros. La incongruencia en los términos es más que notable y sin embargo… La mitomanía empezó por la realeza y sus nobles, mucho antes de los medios, mucho antes de internet, y todavía y todavía. Siguen fascinando como lo que siempre fueron: ricos y famosos.

La santificación de los muertos del relato imperante es la escenificación total de esta verdad y de nuestra necesidad neurótica de relatos compartidos que nos acompañen, que nos arropen, que nos den sentido o algo que se parezca. ¡Que levante la mano quien no vaya a echar un vistazo al dichoso funeral de Estado en donde se juntarán todas las casas reales a mostrar pleitesía a la más acaudalada y poderosa de este lado del mundo!

La película de Emma Thompson tiene todo esto dentro, además de los desnudos. Su auténtico protagonista es la suma de relatos que mandaron –y todavía mandan– en muchas generaciones de mujeres que, en el mejor de los casos, al final se están dando cuenta de la irrealidad que gobernó sus vidas. La protagonista decide buscar su primer orgasmo en un profesional del sexo joven y guapo. No contaré más del argumento para no reventarlo. Lo mejor es verla pelear con sus prejuicios: cómo ve en el joven a su hijo, cómo se siente monstruosa, cómo se pone a cuidarlo por la neurosis de las cuidadadoras compulsivas. El relato des-sacraliza y des-sataniza al sexo, explica el bienestar objetivo que provoca el placer y el juego; cuenta cómo mejora nuestra vidas; muestra el periplo que supone siempre aprender pero más aún cuando aprender implica desaprender lo aprendido.

La peli tiene un título espantoso tanto en inglés como en español: «Buena suerte, Leo Grande». Y no voy a engañar a ningún lector: es un cuento con final feliz para progres. Pero también muestra lo que podría no ser, enseña las curvas en las que derrapamos, los vericuetos del relato que no conseguimos extirparnos. Y vuelvo a la primera persona, porque quien esté libre de relatos que levante la mano. Los relatos mueven o paralizan el mundo. Las verdades quedan muy por debajo. Obviamente, los primeros ganan por goleada a las segundas. Los que manejan el mundo lo tienen clarísimo. El resto nos consolamos pensando que la verdad, aún a contracorriente, se va extendiendo, que ella también tiene relatores, cuentacuentos que intentamos contar otros más realistas.