Jesús Quintero, el loco de los silencios
Las preguntas más interesantes de Jesús Quintero eran sus silencios. Callarse es un lamento y una ovación, el vacío que deja al entrevistado en evidencia o que honra la respuesta brillante, un espacio en blanco para que el oyente lo cubra con abucheos o aplausos.
Jesús Quintero no entrevistaba: él conversaba. No era un cuestionario, tampoco un interrogatorio. Acariciaba el lomo del tigre para que pasase por el aro de la respuesta y el interlocutor, hechizado, se metía en la boca del loco. Quizás a la verdad no le guste el ceño fruncido.
Se sentía atraído por los números impares, los versos sueltos, los apestados con imán, los campanus a contracorriente, las rimas asonantes, los mentirosos sinceros y los desgraciados con gracia. Si él se consideraba un friqui, ¿por qué no iban a acompañarlo el Pozí o el Risitas, cuñao?
A la mesa se sentaban sus iguales. No se reía de ellos, sino que los escuchaba. Perros verdes, locos de las colinas, ratones coloraos. A todos ellos, perfectos desconocidos o tipos a los que nadie querría conocer, los engrandecía. Tal vez la verdad esté en el entrevistado virgen y auténtico, en la carne sin capar, en quien no tiene nada que perder.
Quintero inventó el silencio en un medio donde no existe el silencio. La radio, sin la palabra, es una persona que se queda sola al otro lado. Él, sin embargo, hizo del silencio un género, cuyo único atrezo era un foco que cegaba el confesionario de sus noches insomnes.
Si un entrevistado debe estar cómodo para que desembuche, él sabía crear en un plató televisivo la atmósfera idónea a la sombra del humo de su cigarrillo. Porque en las tinieblas trajinaban Farruquito o Ynestrillas, invitado nonato que no pasó el filtro de TVE, como tampoco la charla inédita con José María García, su antaño rival en las ondas.
Jesús Melgar, uno de sus biógrafos, escribió sobre Quintero y su competidor: «En la radio, especialmente durante seis años, arropó a media España en el diván de la reflexión y la compañía, mientras la otra media se convertía en un estadio cabreado jaleado por el periodismo deportivo de García».
Famosos y marginales transitaron por su consultorio, que hacía las veces de sala de operaciones cuando se antojaba necesario extirpar las confidencias a sus pacientes. Quintero, eso sí, no sujetaba un bisturí sino un pitillo, prefería el fular a la bata quirúrgica y evitaba mancharse las manos de sangre.
Ya lo habían hecho algunos de sus entrevistados, seres abyectos con los que departía entre rejas o cabezas de turco de una España negra que era un caso. Rafi Escobedo negó en El perro verde haber matado a los marqueses de Urquijo, le anticipó que «ya he llegado al final» y dos semanas después de la emisión apareció ahorcado en una celda del Dueso.
Manirroto y vividor, porque amaba la vida, no tuvo ojo con los negocios, pero sí con sus entrevistados, colaboradores y guionistas. Entre ellos, el columnista Raúl del Pozo, quien dijo de él «que convierte cualquier texto en un salmo». Porque las entrevistas, aunque te las escriban, también hay que saber interpretarlas e improvisarlas.
Actor y tan personaje como sus entrevistados, Montserrat Caballé lo citó un sábado cuando se ponen las aceras y él le envió un ramo de flores acompañado de una nota: «Para divo, yo». Así era El loco de la colina, programa radiofónico —luego televisivo— y apodo que se sacó de la manga de la levita de los Beatles, autores de la canción The Fool on the Hill, incluida en el disco Magical Mystery Tour.
Alternó TVE y Canal Sur, si bien todos los nombres de sus espacios llevaban su sello: El perro verde, La boca del lobo, El vagamundo, Ratones coloraos y, en Antena 3, Cuerda de presos. La nómina de entrevistados incluye a Felipe González, el Cojo Manteca, Jorge Luis Borges o Isabel Pantoja, su primer testimonio tras enviudar.
También entrevistó en primicia a Juan Guerra, el hermano chorizo de Alfonso, aquel vicepresidente que predijo que tras la victoria del PSOE a España no la iba a reconocer ni la madre que la parió. Quintero había pactado que la emitiría después de Mercedes Milá, pero convenció a Guerra para quedar antes con él y se la pisó en Qué sabe nadie.
Era un tío ingenioso y chispeante, aunque le echaba bastante morro. Un descaro cortés que desplegaba ante sus invitados, quienes sucumbían ante sus pausas, porque el silencio tira de la lengua. Si callas, el entrevistado siente que debe tapar ese espacio, como se cubre el cadáver de un atropellado, y termina rajando.
Una cuestión de ritmo. Y de estilo, misterio, actitud, seducción y originalidad. Solo hay un Loco, como solo hay un Arrabal. Podría haber sido hipnotizador o cura: prefirió ser entrevistador, aunque paradójicamente era reacio a ser entrevistado. «Yo tengo todas las preguntas, pero muy pocas respuestas», dijo en una ocasión.
El silencio, todo hay que decirlo, era además el eco de la depresión, el ojo que no encontraba la pregunta en el folio, la mente que se quedaba en blanco o, simplemente, la palabra que no le venía a la boca. Técnica, recurso y ausencia. Silencio, pero también voz, un susurro que enganchaba y sumía a sus oyentes en el insomnio o en el sueño, donde ahora habita, eterno y mudo, el Loco.