Chomsky: «Política exterior de Biden, indistinguible de la de Trump»
Chomsky, intelectual público de renombre mundial, es catedrático emérito del MIT y profesor laureado de Lingüística en la Universidad de Arizona. La entrevista ha sido ligeramente editada por razones de claridad y espacio.
Las medidas de política interior del presidente Joe Biden, sobre todo en el plano económico, resultan bastante alentadoras, y ofrecen mucha esperanza en un futuro mejor.
No se puede decir lo mismo de la agenda de la administración en política exterior, tal como revelan las penetrantes intuiciones y los sagaces análisis de Noam Chomsky en esta entrevista exclusiva con C.J. Polychroniou para Truthout [publicada a finales del pasado mes de marzo].
C. J. Polychroniou: Noam, después de dos meses en la Casa Blanca, la agenda de política exterior de Biden empieza a cobrar forma. ¿Qué señales hay hasta ahora de la manera en que la administración Biden piensa encarar los retos a la hegemonía que plantean sus rivales geopolíticos primordiales, a saber, Rusia y China?
El desafío a la hegemonía norteamericana planteado por Rusia y, sobre todo, por China ha sido asunto importante del discurso de la política exterior desde hace un tiempo, con un acuerdo persistente sobre la gravedad de la amenaza.
La cuestión es claramente compleja. Una buena regla práctica consiste en echar un vistazo escéptico cuando hay acuerdo general sobre algún asunto complejo. Y éste no es una excepción.
Lo que por lo general encontramos, creo, es que Rusia y China impiden a veces acciones norteamericanas destinadas a aplicar su hegemonía global en regiones de su periferia [de Rusia y China] que son de particular preocupación para ellos. Podemos preguntarnos si tienen justificación en su intento de limitar de este modo el abrumador poder norteamericano, pero eso dista mucho de la forma en la que se entiende por lo común ese desafío: como esfuerzo por desplazar el papel global norteamericano en el sostenimiento de un orden internacional liberal, fundamentado en reglas, por parte de nuevos centros de poder hegemónico.
¿Desafían en realidad Rusia y China la hegemonía norteamericana en las formas comúnmente entendidas?
Rusia no es un actor de envergadura en la escena mundial, aparte de su fuerza militar, que es un residuo (muy peligroso) de su anterior estatus. No puede en principio ni compararse con los EE.UU. en alcance e influencia.
China ha experimentado un crecimiento económico espectacular, pero está todavía lejos de acercarse al poder de los EE.UU. en casi cualquier dimensión. Sigue siendo un país relativamente pobre, que figura en el puesto 85 en el Índice de Desarrollo Humano, entre Brasil y Ecuador. Los EE. UU., si bien no aparecen cerca de lo más alto debido a su pobre historial en material de bienestar social, están bastante por encima de China.
En fuerza militar y alcance global (bases, fuerzas en combate activo) no hay comparación, las multinacionales con origen en los EE. UU. poseen la mitad de la riqueza mundial y son las primeras (a veces las segundas) en casi cualquier categoría. China queda bastante por detrás. China se enfrenta asimismo a graves problemas internos (ecológicos, demográficos, políticos). Los EE.UU., por contraposición, gozan de ventajas internas y de seguridad sin paralelo en ningún otro lugar.
Consideremos las sanciones: un instrumento de poder mundial de primer orden para un país de la Tierra: los EE.UU. Son, por ende, sanciones de terceros. Si las desobedeces, se te acabó la suerte. Te pueden dejar fuera del sistema financiero mundial, o cosas peores. Viene a ser lo mismo donde quiera que miremos.
Si contemplamos la historia, encontramos los ecos habituales del consejo que en 1947 dio al presidente el senador Arthur Vandenberg, que consistía en “meter el miedo en el cuerpo al pueblo norteamericano”, si quería suscitar en ellos un frenesí de temor por la amenaza rusa de apoderarse del mundo. Sería necesario ser “más claros que la verdad”, tal como explicaba Dean Acheson, uno de los creadores del orden de postguerra. Se estaba refiriendo al NSC-68 de 1950, un documento fundacional de la Guerra Fría, desclasificado décadas más tarde. Su retórica sigue resonando todavía hoy, de un modo u otro, en relación a China.
La NSC-68 apelaba a una enorme progresión militar y a la imposición de disciplina en nuestra sociedad, peligrosamente libre, para que podamos defendernos del “Estado esclavo” con su “implacable propósito… de eliminar el desafío de la libertad” por doquier, estableciendo un “poder total sobre todos los hombres [y] absoluta autoridad sobre el resto del mundo”. Y así sucesivamente, en un flujo impresionante.
China se enfrenta al poder norteamericano… en el mar del Sur de China, no en el Atlántico o en el Pacífico. Hay también un desafío económico. En ciertos campos, China es líder mundial, sobre todo en energías renovables, donde va bastante por delante de otros países, tanto en volumen como en calidad.
Es también la base mundial de la manufactura, aunque los beneficios van en su mayoría a otros lugares, a gestores como Foxconn, de Taiwán, o a los inversores de Apple, que dependen cada vez más de los derechos de propiedad intelectual, los exorbitantes derechos de patentes que son parte central de los acuerdos de “libre comercio”, altamente proteccionistas.
La influencia global de China se está extendiendo, a buen seguro, en la inversión, el comercio, la adquisición de instalaciones (como la gestión del puerto principal de Israel). Esa influencia es probable que se extienda, de seguir adelante con el suministro de vacunas prácticamente a precio de coste, comparado con el acaparamiento de vacunas por parte de Occidente y su intento de impedir la distribución de una “Vacuna popular”, con el fin de proteger las patentes y beneficios de las grandes empresas. China está progresando también de modo substancial en alta tecnología, para gran consternación de los EE.UU., que tratan de impedir su desarrollo.
Resulta bastante extraño considerar todo esto como un desafío a la hegemonía norteamericana.
La política norteamericana podría contribuir a crear un desafío más grave por medio de actos hostiles y de enfrentamiento que impulsen a Rusia y a China a unirse más como reacción. De hecho, es lo que ha ido sucediendo con Trump, y en los primeros días de Biden, aunque Biden sí que respondió en el ultimo minuto al llamamiento de Rusia de renovar el Nuevo Tratado START de limitación de armas nucleares, poniendo a salvo el único elemento de envergadura del régimen de control de armas que había escapado a la labor de demolición de Trump.
Está claro que lo que hace falta son negociaciones y diplomacia sobre cuestiones disputadas, y cooperación de veras en cuestiones tan cruciales como las del calentamiento global, el control de armamento y las futuras pandemias, crisis todas muy graves que no conocen fronteras. Que el equipo de halcones de la política exterior de Biden vaya a tener la sensatez de moverse en esa dirección es algo de momento poco claro, en el mejor de los casos, y aterrador, en el peor. A falta de presiones populares significativas, no pintan bien las perspectivas.
Otra cuestión que exige atención popular y activismo es la política de proteger la hegemonía buscando dañar a potenciales rivales, muy públicamente en el caso de China, pero también en otros lugares, a veces con formas que resultan difíciles de creer.
Un ejemplo notable se encuentra sepultado en el Informe Anual para 2020 del Departamento de Salud y Servicios Humanos, que se honra en presentar su secretario, Alex Azar. En el subapartado, “Combatir influencias malignas en las Américas”, el informe discute los esfuerzos de la Oficina de Asuntos Globales (OGA) del Departamento por mitigar los esfuerzos de aquellos estados, entre los que se cuentan Cuba, Venezuela y Rusia, que están trabajando para aumentar su influencia en la región en detrimento de la seguridad y protección de los EE.UU.
La OGA se coordinó con otras agencias del gobierno norteamericano para fortalecer lazos diplomáticos y ofrecer ayuda técnica y humanitaria a fin de disuadir a los países de la región de que acepten ayuda de estos estados malintencionados. Entre los ejemplos se cuenta el utilizar la oficina del Agregado Sanitario de la OGA para persuadir a Brasil de que rechace la vacuna rusa de la COVID-19 y ofrecer asistencia técnica de la CDC [Centro de Control de Enfermedades], en lugar de que Panamá acepte una oferta de médicos cubanos, [La cursiva es mía].
En medio de una furiosa pandemia, de acuerdo con este informe, debemos bloquear malignas iniciativas que ayuden a las desgraciadas víctimas.
Con la grotesca mala gestión del presidente Jair Bolsonaro, Brasil se ha convertido en una historia global de terror por su fracaso a la hora de enfrentarse a la pandemia, pese a sus notables institutos de salud y su buen historial, en el pasado, de vacunaciones y tratamientos. Sufre de una grave escasez de vacunas, de manera que los EE.UU. se enorgullecen de sus esfuerzos por impedirles que utilicen la vacuna rusa, que las autoridades occidentales reconocen comparable a las vacunas Moderna y Pfizer que utilizamos aquí.
Lo que resulta todavía más asombroso, tal como comenta el autor de este artículo en el Brasil Wire, ubicado en la UE, es “que los EE.UU. disuadieran a Panamá de que aceptara médicos cubanos, que han estado globalmente en primera línea contra la pandemia, trabajando en más de cuarenta países”.
Debemos proteger a Panamá de la “maligna influencia” del único país del mundo que muestra la clase de internacionalismo que es necesario para salvar al mundo del desastre, crimen que debe impedir el poder hegemónico global.
La histérica dedicación de Washington a aplastar a Cuba desde los primeros días de su independencia en 1959 constituye uno de los fenómenos más extraordinarios de la historia moderna, pero, con todo, el grado de sadismo constituye una constante sorpresa.
Por lo que respecta a Irán, tampoco parece haber señales de esperanza, al haber nombrado la administración Biden a Richard Nephew, arquitecto de sádicas sanciones contra Irán con Barack Obama, como segundo del enviado a Irán. ¿Correcto o no?
Biden adoptó el programa sobre Irán de Trump prácticamente sin cambios, hasta en la retórica. Vale la pena recordar los hechos.
Trump rescindió la participación norteamericana en la JCPOA (el acuerdo nuclear), violando la Resolución 2331 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que obliga a todos los estados a someterse a la JCPOA, y violando los deseos de los demás signatarios. En un impresionante despliegue de poder hegemónico, cuando los miembros del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas insistieron en ceñirse a la 2331 y no ampliar las sanciones de las Naciones Unidas, el secretario de Estado, Mike Pompeo, los mandó a paseo: Renueven ustedes las sanciones.
Trump impuso nuevas sanciones extremadamente severas a las que los demás se ven obligados a atenerse, con el objetivo de causar el máximo sufrimiento a los iraníes, de modo que el gobierno pueda ceder y acepte su exigencia de que el JCPOA se vea substituido por un nuevo acuerdo que imponga restricciones mucho más duras a Irán. La pandemia ofreció nuevas oportunidades de torturar a los iraníes, privándoles de de una ayuda que necesitaban desesperadamente.
Además, es responsabilidad de Irán dar los primeros pasos hacia unas negociaciones en las que capitular ante las exigencias, poniendo fin a las acciones que llevó a cabo como reacción a la criminalidad de Trump.
Tal como hemos debatido antes, tiene su mérito la exigencia de Trump de que se puede mejorar la JCPOA. Una solución bastante mejor consiste en establecer una zona libre de armas nucleares (o una zona libre armas de destrucción masiva) en Oriente Medio. Hay solo un obstáculo: que no lo permitirán los EE.UU., que vetan la propuesta cada vez que surge en los foros internacionales, como se ha visto muy recientemente en el caso del presidente Obama. Se entiende bien la razón: es necesario proteger de las inspecciones el importante arsenal de Israel.
Los EE.UU. ni siquiera reconocen formalmente su existencia. Hacerlo perjudicaría el enorme aluvión de ayuda norteamericana a Israel, que puede discutirse si viola las leyes norteamericanas, una puerta que no quiere abrir ninguno de los partidos políticos. Es otra cuestión que no se discutirá siquiera, a menos que la presión popular haga imposible suprimir eso.
En el discurso norteamericano, se critica a Trump debido a que su política de torturar a los iraníes no tuvo éxito a la hora de conseguir que capitulase su gobierno.
Esa posición recuerda a los pasos dados por Obama -y enormemente elogiados- de relaciones limitadas con Cuba, puesto que, tal como explicó, nos hacen falta tácticas nuevas después de que hayan fracasado nuestros esfuerzos por llevar la democracia a Cuba: a saber, una despiadada guerra terrorista que casi nos llevó a la extinción en la crisis de los misiles de 1962 y sanciones de una crueldad sin paralelo condenadas de forma unánime por la Asamblea General de las Naciones Unidas (salvo Israel). De manera parecida, se critican nuestras guerras en Indochina, los peores crímenes desde la II Guerra Mundial, por ser un “fracaso”, como es el caso de la invasión de Irak, un ejemplo de libro del “supremo crimen internacional” por el que se ahorcó a los criminales de guerra nazis.
Se encuentran estas entre las prerrogativas de un verdadero poder hegemónico, inmune a las carcajadas de los extranjeros y confiado en el apoyo de aquellos a los que un crítico acerbo llamó una vez “rebaño de mentes independientes”, el grueso de las clases instruidas y la clase política.
Biden adoptó el conjunto del programa de Trump sin cambio alguno. Y para más inri, nombró a Richard Nephew como segundo del enviado a Irán. Nephew ha explicado sus puntos de vista en su libro The Art of Sanctions, en el que delinea la adecuada “estrategia para hacer aumentar el sufrimiento de modo cuidadoso, metódico y eficaz en aquellos campos que suponen vulnerabilidades, a la vez que se evita aquellos que no”. Justo la elección correcta para la política de torturar a los iraníes porque el gobierno al que desprecia la mayoría de ellos no se pliega a las exigencias de Washington.
La política del gobierno norteamericano respecto a Cuba e Irán proporciona una información muy valiosa sobre cómo funciona el mundo bajo la dominación de un poder imperial.
Desde que se volvió independiente en 1959, Cuba ha sido objeto de una implacable violencia y tortura por parte de los EE.UU., que ha llegado a niveles de verdadero sadismo, sin apenas una palabra de protesta por parte de los sectores de la élite. Afortunadamente, los EE.UU. son un país desacostumbradamente libre, de modo que tenemos acceso a registros desclasificados que explican la ferocidad de los esfuerzos por castigar a los cubanos.
El crimen de Fidel Castro, explicaba el Departamento de Estado en los primeros años, consiste en su “desafío con éxito” de la política norteamericana desde la doctrina Monroe de 1823, que establecía el derecho de Washington a controlar el hemisferio. Se requieren medidas claramente severas para sofocar esos esfuerzos, como entendería bien cualquier Don de la Mafia, y la analogía del orden mundial con la Mafia es considerablemente merecida.
Buena parte de lo mismo vale para Irán desde 1979, cuando un levantamiento popular derribó al tirano instalado por los EE.UU en un golpe militar que dejó al país sin su régimen parlamentario. Israel había disfrutado de estrechas relaciones con Irán durante los años de la tiranía del Shah y de violaciones extremas de derechos humanos, y, al igual que los EE.UU., quedó consternada por su derrocamiento.
El embajador de facto de Israel en Irán, Uri Lubrani, expresó su “firme” convicción de que pudiera someterse el levantamiento y se repusiera al Shah “con una fuerza relativamente pequeña, decidida, despiadada, cruel. Quiero decir que los hombres que dirijan esa fuerza tendrán que estar emocionalmente hechos a la posibilidad de que tengan que matar a diez mil personas”.
Las autoridades norteamericanas se mostraron muy de acuerdo en ello. El presidente Carter envió al general de la OTAN Robert E. Huyser a Irán para tratar de convencer a los militares iraníes de que se encargaran de la tarea, una hipótesis confirmada por documentos internos que han visto recientemente la luz.
Y la rechazaron, al considerarla imposible. Poco después, Sadam Husein invadió Irán, un ataque que causó centenares de miles de muertos entre los iraníes, con total apoyo de la administración Reagan, hasta cuando Sadam recurrió a armas químicas, primero contra los iraníes, luego contra los kurdos iraquíes en las atrocidades de Halabja.
Reagan protegió a su amigo Husein atribuyendo los crímenes a Irán y bloqueando la censura del Congreso. Pasó después a un apoyo militar total a Husein con fuerzas navales en el Golfo. Un navío norteamericano, el USS Vincennes, derribó a un avión de pasajeros iraní en un espacio aéreo comercial claramente señalado, matando a 290 personas, y volvió a su base, en la que fue recibido por todo lo alto, y donde su comandante y el oficial de vuelo que había dirigido la destrucción del avión comercial fueron recompensados con la Medalla al Honor.
Dándose cuenta de que no podía luchar contra los EE.UU., Irán, efectivamente, capituló. Washington pasó entonces a severas sanciones contra Irán, al tiempo que recompensaba a Husein de forma tal que aumentaba de manera aguda las amenazas a Irán, que acababa justo de salir de una guerra demoledora. El presidente Bush I invitó a ingenieros nucleares iraquíes a los EE.UU. para su formación avanzada en la producción de armas nucleares, lo cual no era un asunto sin importancia para Irán.
Impulsó la ayuda agrícola que Husein necesitaba desesperadamente después de haber destruido feraces zonas agrícolas con su ataque con armas químicas contra los kurdos iraquíes. Envió una misión de alto nivel a Irak, encabezada por el líder republicano en el Senado, Bob Dole, posteriormente candidato presidencial, para presentar sus respetos a Husein, para asegurarle de que se moderarían los comentarios críticos en su contra en Voice of America, [emisora propagandística de radio norteamericana] y para aconsejar a Husein que ignorase los comentarios críticos en la prensa, algo que no podía impedir el gobierno norteamericano.
Esto sucedió en abril de 1990. Pocos meses después, Husein desobedeció (o malentendió) las órdenes e invadió Kuwait. Y entonces todo cambió.
Casi todo. Continuó el castigo a Irán por su “exitoso desafío”, con severas sanciones, y nuevas iniciativas del presidente Bill Clinton, que emitió órdenes ejecutivas y firmó una legislación del Congreso que imponía sanciones a las inversiones en el sector petrolífero, base de su economía. Europa puso objeciones, pero no tenía manera de de evitar las sanciones extraterritoriales norteamericanas.
Sufrieron asimismo las empresas norteamericanas. Un especialista en Oriente Medio de la Universidad de Princeton, Seyed Hossein Mousavian, antiguo portavoz de los negociadores nucleares iraníes, informa de que Irán ofreció un contrato multimillonario en dólares a la empresa energética norteamericana Conoco. La intervención de Clinton bloqueando el acuerdo clausuró una oportunidad de reconciliación, uno de los muchos casos que analiza Mousavian.
Las acciones de Clinton formaban parte de un patrón general, un patrón inusual. Por lo común, sobre todo en cuestiones relativas a la energía, la política se ajusta a los comentarios de Adam Smith sobre la Inglaterra del siglo XVIII, en la cual los “dueños de la humanidad”, que poseen la economía privada, son los “arquitectos principales” de la política del gobierno, y actúan para asegurarse de que sus intereses queden por delante, por “penoso” que sea el efecto sobre otros, incluida la gente de Inglaterra. Son raras las excepciones, e instructivas.
Cuba e Irán constituyen dos excepciones notables. Hay intereses comerciales de envergadura (farmacéuticas, energía, “agribusiness”, aviación y otros) que han estado dispuestos a entrar en los mercados de Cuba e Irán y establecer relaciones comerciales con empresas del país. El poder del Estado prohibe dar esos pasos, fallando en contra de intereses provincianos de los “dueños de la humanidad” y en favor de la meta transcendente de castigar el desafío exitoso.
Hay mucho que decir sobre esas excepciones a la regla, pero eso nos llevaría demasiado lejos.
La publicación del informe sobre el asesinato de Jamal Khashoggi decepcionó a casi todo el mundo, salvo a Arabia Saudí. ¿Por qué adopta la administración Biden un enfoque blando respecto a Arabia Saudí y al príncipe heredero, Mohamed bin Salmán, sobre todo, algo que llevó a Nicholas Kristof, columnista del New York Times, a escribir que “Biden … dejó escapar al asesino”?
No es difícil de adivinar. Quién quiere ofender a un estrecho aliado y a una potencia regional a la que el Departamento de Estado describió durante la II Guerra Mundial como “una formidable fuente de poder estratégico, y uno de los mayores premios materiales de la historia del mundo… probablemente el premio económico más rico en el campo de la inversión exterior”. El mundo ha cambiado en muchas cosas desde entonces, pero el razonamiento básico sigue siendo válido.
Biden había prometido que, de ser elegido, reduciría el gasto de Trump en armas nucleares, y que los EE.UU. no dependerían de las armas nucleares para su defensa. ¿Hay probabilidades de que veamos un giro drástico en la estrategia nuclear norteamericana con la administración Biden por el que el uso de estas armas sea bastante menos probable?
Ya sólo por razones de coste, se trata de una meta que debería figurar en lo más alto del orden del día de cualquiera que desee ver ese género de programas internos que el país necesita desesperadamente. Pero las razones van bastante más allá. La actual estrategia nuclear apela a preparativos de guerra, entendiendo por ello una guerra nuclear terminal…. con China y Rusia.
Deberíamos recordar una observación de Daniel Ellsberg: las armas nucleares se usan constantemente, muy a la manera en que un atracador utiliza una pistola para apuntar a un tendero y decirle: “La bolsa o la vida”. Ese principio queda de hecho consagrado como política en un importante documento de 1995: “Fundamentos de Disuasión tras la Guerra Fría” elaborado por el Mando Estratégico de Clinton (STRATCOM).
El estudio concluye que las armas nucleares son indispensables por su incomparable poder destructivo, pero aunque no se utilicen, “las armas nucleares arrojan siempre una sombra sobre cualquier crisis o conflicto”, permitiéndonos lograr nuestros fines mediante la intimidación: lo que apuntaba Ellsberg.
El estudio prosigue autorizando el uso “preventivo” de armas nucleares y ofrece consejo a los planificadores, que no deberían “retratarnos como plenamente racionales y de cabeza fría”. Antes bien, la “imagen pública nacional que proyectemos” debería ser “que los EE.UU. pueden volverse irracionales y vengativos si se atacan sus intereses nacionales y que “puede parecer que algunos de esos elementos están potencialmente ‘fuera de control’”.
La “teoría del loco” de Richard Nixon, pero partiendo esta vez no de asociados sino de quienes diseñaron la estrategia nuclear.
Hace dos meses, entró en vigor el Tratado sobre Prohibición de Armas Nucleares de las Naciones Unidas. Las potencias nucleares se negaron a firmar, y siguen incumpliendo su responsabilidad, de acuerdo con la No Proliferación de Armas Nucleares, de tomar “medidas efectivas” para eliminar las armas nucleares. Esa posición no está grabada en piedra y el activismo popular podría provocar avances significativos en esa dirección, algo necesario para la supervivencia.
Desgraciadamente, ese nivel de civilización parece estar todavía más allá del alcance de los estados más poderosos, que corren en dirección contraria, actualizando y mejorando los medios psra poner fin a la vida humana organizada sobre la Tierra.
Hasta los socios menores se suman a la carrera de la destrucción. Hace solo escasos días, el primer ministro británico, Boris Johnson “anunció un incremento de un 40 % del arsenal británico de cabezas nucleares. Su análisis… reconocía el ‘entorno de seguridad en evolución’, e identificaba a Rusia como la `más grave amenaza’ para Gran Bretaña”.
Queda mucho trabajo por hacer.
Traducción: Lucas Antón