‘La catedral del mar’, una adaptación literaria bien vestida
La última tendencia en las series históricas es conseguir una ambientación que transporte a los espectadores al siglo y el escenario donde se desarrolla la acción. La peste, por ejemplo, lograba casi que la pantalla se impregnara del olor de las calles de la Sevilla del siglo XVI, y The Knick reflejaba cómo vibraba la Nueva York de principios del siglo XX. Un toque similar es lo que busca la adaptación de La catedral del mar, el bestseller de Ildefonso Falcones que, en parte, es algo así como Los pilares de la tierra española.
Lo es no sólo porque gire alrededor de la construcción de una iglesia, más que una catedral, sino porque utiliza su mismo truco de que una única persona sirva para mostrar el funcionamiento social de todo un siglo en un lugar concreto (que, en realidad, es lo que intenta hacer toda la literatura histórica). La vida de su protagonista, Arnau, al que conocemos cuando es un bebé, está ligada a esa Barcelona del siglo XIV en la que los burgueses empiezan a ganar el poder que da el dinero, un dinero que ofrece también la opción a los campesinos, por ejemplo, de ascender de posición social y dejar de servir a un señor feudal que los oprime y explota de todas las maneras posibles.
En el primer episodio de la miniserie, sin embargo, a Arnau sólo lo vemos de verdad en su tramo final, y todavía es un niño que está comenzando a aprender cómo funciona el mundo. En la última secuencia del capítulo, el joven Arnau recibe la lección de que una mala acción siempre tiene consecuencias, pero si es un poderoso quien la cometa, las consecuencias las pagará alguien que esté por debajo de él. Y serán terribles.
El pequeño Arnau, con su padre. (Fuente: Javier de Agustín/Atresmedia)
Que su mundo es terrible es algo que La catedral del mar no tiene ningún reparo en enfatizar a la menor oportunidad. El padre del protagonista es campesino, lo que quiere decir que sólo es otra propiedad del señor feudal cuyas tierras trabaja. Ese señor, si quiere, puede torturarlo, violar a su mujer en su noche de bodas (el famoso derecho de pernada), humillarlo de todas las formas posibles y él no puede mover un dedo, o las consecuencias serán todavía peores. Desplegar un mínimo de iniciativa propia te lleva a ser un proscrito.
También es cierto que a Bernat, el padre de Arnau, sólo le ocurren desgracias en este primer episodio que sólo es la introducción en el mundo de la serie. Hasta cuando encuentra un refugio en Barcelona, el señor de la casa deja muy claro que ni el hermano de su esposa será nada más que un siervo cuya posición sólo está un peldaño por encima de la de los esclavos que trabajan en su taller de alfarería, y aunque su hijo se críe con los de los señores, tampoco será tratado como un igual. Ya tenemos al protagonista que tendrá que superar todas las adversidades posibles en los siguientes siete episodios.
Se nota que en La catedral del mar se ha hecho un esfuerzo por conseguir una ambientación que permita al espectador sentir la injusticia y la opresión del rígido sistema de clases de la época. Es la nota dominante del viaje de Bernat en el primer episodio; todo el mundo le recuerda que no es nadie y que la violencia es el método preferido para que quede bien claro.
Eso puede hacer que la toma de contacto con la miniserie para los no lectores del libro de Falcones choque un poco. Sólo en el primer capítulo hay violaciones (aunque todas ocurran fuera de plano), palizas de todo tipo, intimidaciones verbales constantes y una brutal flagelación que bordea el límite entre lo gratuito y la necesidad de remarcar, otra vez, que el siglo XIV no era un parque de atracciones y que La catedral del mar es un título adulto.
Uno de los pocos momentos felices del primer capítulo. (Fuente: Javier de Agustín/Atresmedia)
Esa brutalidad (que está acercándose peligrosamente a las torturas sádicas de Black Jack Randall en Outlander) es el punto donde la miniserie quiere diferenciarse de otras series de época. Tampoco es algo novedoso; desde que se estrenó Juego de tronos, ninguna ficción de corte medieval quiere quedarse atrás en la representación de la violencia que permeaba su modo de vida. La cuestión es la justificación de dicha violencia y si no hay regodeo en ella. La última escena del primer episodio, desde luego, va a generar debate.
Por lo demás, el primer capítulo es una muestra demasiado pequeña para comprobar si La catedral del mar consigue escapar de la sombra de Los pilares de la tierra. La ambientación está conseguida (sin llegar al nivel inmersivo de La peste) y las interpretaciones de esta presentación también están bien. Lo que hay es un dibujo de personajes muy esquemático más allá de Bernat, y casi lo único que lo distingue a él es que es capaz de cualquier cosa por su hijo, hasta soportar las peores humillaciones.
Habrá que ver cómo continúa la historia una vez que Arnau es adulto y empieza a moverse por las intrigas de poder entre los burgueses y los nobles de Barcelona. De momento, los fans de estos dramas históricos van probablemente a disfrutar la miniserie.