Sondas Voyager: el viaje interestelar apenas comienza
“¡Y despegue!”, exclamó hace 45 años el locutor de la transmisión desde Cabo Cañaveral, en Florida, EE UU. “Despegue del cohete Titan-Centaur, que lleva una de las dos naves Voyager para extender los sentidos del ser humano en lo profundo del sistema solar como nunca antes”.
Apenas dos décadas después del inicio de la era espacial, cuando los soviéticos lanzaron el primer objeto humano a órbita−aquel balón metálico llamado Sputnik que tanta histeria provocó en Occidente−, comenzaba la fantástica odisea de una de las misiones más ambiciosas e idealistas de la humanidad.
La Voyager 2 fue lanzada a las 10 de la mañana del sábado 20 de agosto de 1977. Dos semanas después, el lunes 5 de septiembre, partía su gemela, la Voyager 1, con las misma esperanzas pero con una trayectoria más rápida.
En poco menos de cinco décadas, estas magníficas máquinas lograron lo que nadie soñó que podían hacer: sobrevivir. Además de revolucionar nuestra comprensión de los grandes planetas gaseosos exteriores y revelar innumerables secretos del sistema solar, estas naves del tamaño de un pequeño automóvil extendieron la presencia humana más allá de lo imaginable.
A una velocidad de 61.000 km/h, las Voyager están dejando atrás la burbuja protectora de nuestro sol y cruzando hacia el territorio inexplorado entre las estrellas. Cada segundo que pasa se internan en territorio desconocido, lugares donde nuestra especie nunca ha estado.
“A través de su tecnología, sus descubrimientos y los mensajes que están entregando a la galaxia en nuestro nombre, todos hemos entrado en la era interestelar”, dice el científico planetario Jim Bell, autor del libro The Interstellar Age: Inside the Forty-Year Voyager Mission. “A largo plazo, los seres humanos tendremos que dejar la cuna de nuestro sol y mudarnos a las estrellas. La Era Interestelar es el futuro inevitable de la humanidad y las Voyager son nuestros primeros pasos en ese camino”.
‘Llamando’a diario a casa
Los logros de estos robots autónomos, que aún hoy continúan empujando los límites del conocimiento, están a la altura de los realizados por Magallanes, Colón, Yuri Gagarin y Neil Armstrong. Y, pese a que escaparon de la gravedad terrestre hace ya casi medio siglo, todos los días ‘llaman’ a casa.
Desde las profundidades del espacio, ambas naves mandan débiles señales de radio que tardan entre 22 y 18 horas en llegar al planeta. Son los objetos hechos por el ser humano que están más lejos: la Voyager 1 se encuentra a más de 22.700 millones de kilómetros de la Tierra y la Voyager 2 a 19.300 millones de km.
Contra todo pronóstico y a -253 °C del espacio exterior, su electrónica, ordenadores, propulsores y antiguos sensores todavía funcionan. En los últimos años, los ingenieros leales y envejecidos que aún aguardan y analizan sus murmullos han apagado los componentes no esenciales para extender su vida útil hasta alrededor de 2030. Su suministro de energía de plutonio se ha reducido a aproximadamente la mitad desde que se lanzaron y no se cree que dure mucho más que una década.
Sin cámaras en funcionamiento, las Voyager avanzan a ciegas hacia lo desconocido. En la más profunda soledad, todavía son capaces de recopilar datos que desafían la física fundamental: detectan la composición y dirección de las partículas de viento solar y los rayos cósmicos interestelares; los campos magnéticos solares o interestelares; y las ondas de radio naturales que se originan en el espacio interestelar cercano. A principios de 2021, por ejemplo, sus instrumentos registraron el zumbido constante de gas en el sistema solar exterior.
Todo comenzó con un descubrimiento sorprendente hecho solo con un lápiz. En 1965, un estudiante de doctorado en aeronáutica en el Instituto de Tecnología de California llamado Gary Flandro trazó las trayectorias de las órbitas de Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno y encontró que a fines de la década de 1970 y principios de la de 1980 estos planetas gigantes estarían casi alineados, un fenómeno celestial raro que ocurre solo una vez cada 176 años y que permitiría que una sola nave pudiera visitarlos mediante el uso de asistencias por gravedad.
Fue este hallazgo el que llevó a la NASA a construir dos vehículos espaciales −idénticos en todos los detalles− para aprovechar esa oportunidad única. Originalmente iba a ser una misión mucho más ambiciosa de cuatro sondas lanzadas a los cuatro planetas gigantes y Plutón, un ‘Grand Tour’ por el sistema solar.
Pero el Congreso de Estados Unidos, mientras la sociedad estadounidense le daba la espalda al espacio, rechazó el proyecto en diciembre de 1971 debido a su alto costo: alrededor de 5,5 mil millones de dólares actuales. “Nos dijeron: Si se les ocurre algo menos grandioso, lo consideraremos”, recordaba Harris Schurmeier, gerente de misión Grand Tour del Laboratorio de Propulsión a Chorro (JPL, en su sigla en inglés) de la NASA, quien murió en 2013.
Así nació lo que primero se conoció como ‘Proyecto Mariner-Jupiter-Saturn 1977’, pues las sondas eran versiones avanzadas de la nave espacial Mariner que el JPL había volado con éxito a Venus, Marte y Mercurio. El nombre no convencía a nadie ni estaba a la altura de las ambiciones de la misión. Entonces se organizó una competencia y un pizarrón se fue llenando de alternativas: hubo quienes propusieron el nombre ‘Nomad’ (Nómada). Otros apostaron por ‘Pilgrim’ (Peregrino) y ‘Antares’.
Con un esqueleto de silicio y aluminio, un peso de 720 kilogramos, once instrumentos científicos y tres ordenadores −con una memoria 240 mil veces menor que la de un smartphone−, las Voyager se unieron así a una familia de naves espaciales con nombres de colosos: Viking, Mariner, Pioneer. Pocos imaginaban que se convertirían en el viaje más grande de la humanidad.
Un tour entre las estrellas
Para sorpresa de muchos, la odisea espacial de estas embajadoras humanas entre las estrellas cautivó la atención pública. De hecho, a su modo fueron las protagonistas de la primera película de Viaje a las Estrellas en 1979 y alimentaron con material visual a la miniserie documental Cosmos: un viaje personal (1980).
“Los Voyager hablaron al público principalmente a través de imágenes”, cuenta el historiador Stephen J. Pyne, autor de Voyager: Exploration, Space, And The Third Great Age Of Discovery. “Y la voz pública de las Voyager fue Carl Sagan: él fue la cara pública de la exploración planetaria”.
El show empezó en marzo de 1979 cuando la Voyager 1 llegó a Júpiter 546 días después de su lanzamiento. La Voyager 2, siguiendo una trayectoria diferente, arribó en julio de ese año. Entonces, una catarata de imágenes detalladas, a color y de alta resolución, que parecían salidas de un cuadro de Van Gogh, inundaron las pantallas terrestres.
No era lo que los astrónomos esperaban. Era más. Las sondas ofrecieron una vista hasta entonces única de la Gran Mancha Roja de Júpiter y la primera evidencia de sus tenues anillos. Sus cámaras avistaron volcanes activos en el satélite Io. Los anillos de Saturno dejaron a todos anonadados. Mundos que hasta entonces se creía completamente áridos se revelaron enigmáticos: como la luna Titán y su atmósfera espesa y anaranjada o Encelado y sus géiseres disparados por sus criovolcanes.
Fue entonces cuando las gemelas tomaron caminos distintos. La Voyager 2 enfiló hacia Urano donde en 1986 retrató anillos oscuros y descubrió nuevas lunas. En 1980 llegó a Neptuno y midió las velocidades de viento más altas de cualquier planeta del sistema solar. Hasta ahora ninguna otra nave visitó estos planetas azules.
Pero cuando se creía que el espectáculo se acababa, en febrero de 1990 Carl Sagan realizó una última petición. Les pidió a los controladores que giraran las cámaras de la Voyager 1. Al principio, la NASA se negó. Decían que podían quemarse si apuntaban al interior del sistema solar.
Pero Sagan insistió y lo consiguió. La sonda tomó sus 60 fotografías finales. Entre ellas, la famosa imagen conocida como ‘Punto azul pálido’: el retrato más distante de nuestro planeta jamás tomado.
Hacia lo desconocido
Y cuando gran parte de la humanidad se había ya olvidado de ellas, las Voyager volvieron a ser noticia. El 25 de agosto de 2012, la Voyager 1 atravesó la burbuja que envuelve a nuestro sistema solar generada por el viento que sopla desde la superficie del sol y entró en el espacio interestelar. En noviembre de 2018, la Voyager 2 logró lo mismo.
“Probablemente sea la misión más exitosa jamás realizada”, indica Ellis Miner, científico planetario de JPL. Y también la más inspiradora: sus descubrimientos impulsaron a la NASA a lanzar misiones ambiciosas como la Galileo, Juno, Cassini, New Horizons, todas ellas descendientes de aquellas viajeras.
Le seguirán las misiones Dragonfly −programada para viajar a Titán en 2027−, Europa Clipper −que visitará la luna Europa en 2030− y probablemente la nave Uranus Orbiter, a ser lanzada en la década de 2040. Tres megaproyectos interestelares planean recorrer los mismos pasos que las Voyager: el Interstellar Express (China), la Interstellar Probe (NASA) y Starshot de Breakthrough Initiatives.
Eso sí, por ahora son solo conceptos. Mientras tanto, las Voyager se alejan más y más portando una cápsula del tiempo, un mensaje en una botella: discos dorados con saludos en 55 idiomas diferentes; 116 imágenes −entre ellas la ubicación de la Tierra, islas, desiertos, vegetación, animales, edificios, gente comiendo helados, una mujer amamantando pero no humanos desnudos: la NASA vetó esa fotografía−; una compilación de sonidos de la Tierra; 54 clips de sonido −como un beso, risas y las primeras palabras de una madre a su hijo recién nacido−; 90 minutos de música, como canciones de México, Perú, Australia, Benin, obras de Bach, Mozart, Beethoven, Louis Armstrong.
Carl Sagan quería incluir “Here comes the Sun”. Los Beatles aceptaron. Pero la compañía EMI, que tenía los derechos, dijo no. La canción “Johnny B. Good” de Chuck Berry terminó reemplazándola. “Fue una oportunidad única para contar cómo es la vida en la Tierra para seres de dentro de quizás mil millones de años”, recuerda Ann Druyan, directora del proyecto ‘Mensaje Interestelar’ y quien incluyó una grabación de sus ondas cerebrales.
Nadie sabe si alguna civilización extraterrestre alguna vez decodificarán las inscripciones. Las probabilidades que las sondas sean encontradas son ínfimas. Pero hay tiempo.
“Es muy probable que ambos discos dorados sobrevivan al menos parcialmente intactos durante un lapso de más de 5 mil millones de años”, indica el astrónomo Nick Oberg de Instituto Astronómico Kapteyn en los Países Bajos, quien calculó la posible fecha de vencimiento de estos registros. Según el astrónomo Frank Drake, quien murió la semana pasada, las Voyager podrían ser a la larga la única evidencia de la existencia de la humanidad.
En unos 300 años, ambas migrantes espaciales entrarán en la nube de Oort, el ‘caparazón’ cósmico que envuelve a nuestro sistema solar, una región enorme conformada por millones de escombros helados. Si los micrometeoritos y los rayos cósmicos de alta energía no las destruyen, unos 40 mil años después, la Voyager 1 pasará cerca de la estrella Gliese 445, casi al mismo tiempo que la Voyager 2 se aproxime a la estrella Ross 248.
Cuando nuestro Sol se apague y con él se apague la humanidad, las sondas Voyager seguirán dando vueltas alrededor de la galaxia durante millones de años, incluso después de que la Vía Láctea choque con su vecina masiva, la galaxia de Andrómeda.
“Somos la generación que envió este objeto al espacio que no solo nos va a sobrevivir. Va a sobrevivir a nuestro planeta y a nuestra estrella”, afirma la científica planetaria Candy Hansen. Y las canciones de nuestra época van a estar allí, aun viajando entre las estrellas”.
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