El humor de mi querido profesor Marcano
Mi profe era un cuerdero. Suena irrespetuoso, pero no: era camaradería y confianza, parte de su naturaleza jovial y del buen talante que siempre lo caracterizó y conocí. Lo que él no se imaginaba era que yo jugaba con ventaja.
Cuando cursé His-011, Introducción a la Historia General, en el Colegio Universitario, en el paraninfo de Economía, con Euclides Gutiérrez, también estaba en esa clase una señora mayor que me llamó la atención porque podía ser mi mamá y cuánto me hubiera gustado que la mía fuera conmigo a la universidad.
Nos hicimos conocidas pero no pasó de ahí. Luego, ya en la carrera, me la encontré en La Cueva de Marcano (Herbario de la UASD), de la cual me hice asidua, e inmediatamente me acordé de ella. Desde entonces sí que me atreví a tener más confianza con doña Chelo. Entonces no sabía que solo su familia y amigos muy cercanos la llamaban Chelo. Le pregunté por qué el profesor me echaba tantos boches, es decir me llamaba mucho a la atención, no me dejaba pasar ni una. Seguro –pensaba—porque yo me los ganaba, también, pues era muy curiosa y ponía mucho la mano o preguntaba antes que él terminara de explicar las cosas. El fin es que me sentía incomprendida y triste. Pensaba que el maestro “no quería saber de mí”, pero doña Chelo se rio con una carcajada cuando escuchó la pregunta y me dijo, mientras yo recogía la mandíbula, que Geno (así lo llamaban ella y la familia) era así cuando una persona le caía bien. Y que si me lo hacía a mí era porque él pensaba que yo podía ser buena estudiante. Y yo solo dije: ¡ahhh, buenoooo, está bien! Y eso quedó entre nosotras en compañerismo y complicidad femenina. Esa información calmó mi ansiedad y me ayudó a centrarme en estudiar y seguir los temas con anticipación y esmero.
Mis hijas fueron aceptadas casi como nietas en su casa y tal era la guasa del profe que Rosángela, mi hija más joven (ansiosa también), por poco se pone a llorar cuando pidió agua y él le dijo que fuera a tomarla al baño y ella, sorprendida, le pregunta: ¿Al baño? Y él le aclara: Sí, en el inodoro hay mucha. Y la pobre Rosa, con un nudo en la garganta y los ojos húmedos, no pudo articular palabra, y de nuevo, doña Consuelo al rescate: ¡Geno, deja la niña tranquila! Y la agarra y la consuela: Ven, que yo te voy a dar agua. Todos fuimos cómplices, porque no nos atrevimos a interrumpir la broma que ya era conocida por las otras dos hermanas.
Pero su buen humor era parte de sus herramientas pedagógicas. Recuerdo cómo, al pedirnos que pusiéramos a germinar unas semillas de habichuela y maíz para que observáramos la raíz, nos pidió que no hiciéramos como él, y entonces nos contaba con ojos brillosos y sonrisa burlona que para el día del árbol en su escuela rural siempre ganaba el premio de la “planta mejor prendida” porque aseguraba la raíz con una grapa al fondo de la lata y así cuando su maestro la levantaba por el tallo no se le quedaba en la mano.
Eran un lugar común también en La Cueva, la anécdota de “los conejos de Marcano”. El profe tenía un corazón que no le cabía en el pecho y más de uno de sus estudiantes recibió su bondad a manos llenas, con el pasaje en las conferencias, actividades y más, sobre todo a los del interior del país. Pero también eran una oportunidad para la enseñanza. Contaba que les aconsejaba ir a los mercados y recoger hojas de repollo y otras verduras para hacer sopas, una manera gratuita de hacer una comida de alto valor nutricional, y que si les daba vergüenza o les preguntaban para qué lo hacían que dijeran que era para “los conejos de Marcano”. Y alguna vez dos se encontraron dando la misma respuesta y se miraron y rieron.
Espero que estas anécdotas sirvan a las nuevas generaciones de estudiantes de ciencias naturales para conocer el carácter afable y actitudes ahora casi inefables por su nobleza, porque su legado científico está en el IIBZ y el Museo de Historia Natural para seguir siendo estudiado, consultado y referenciado.
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