El futuro del planeta está en manos de los biólogos
En un artículo titulado ‘The Next Innovation Revolution‘, publicado en 2009, Susan Hockfield, primera mujer y primera bióloga en convertirse en presidenta del Massachusetts Institute of Technology (MIT), llamaba a apostar por la innovación bioinspirada. La científica argumentaba la necesidad de que biólogos e ingenieros integraran cada vez más sus conocimientos.
Este año, Hockfield ha publicado un libro, ‘The age of living machines‘, en el que reitera estos conceptos. Pero no propone simplemente copiar la naturaleza, sino inspirarse en la evolución y su capacidad de adaptación para buscar soluciones a los problemas actuales. No solo debemos reducir lo que consumimos, también cambiar la forma en que producimos lo que necesitamos.
Vivimos en una era de grandes cambios, en un planeta cada vez más poblado. Se estima que seremos 10.000 millones en 2050. En 2030, casi el 60% de la humanidad vivirá en la ciudad. Estas megalópolis son cada vez más grandes y roban espacio a la biodiversidad y la agricultura. Sin embargo, la naturaleza se está adaptando mejor de lo que pensamos. Las especies animales y vegetales están evolucionando a una velocidad increíble para sobrevivir en estos hábitats hostiles.
Darwin viene a la ciudad
El biólogo Menno Schilthuizen explica el fenómeno en su libro ‘Darwin Comes to Town’, resumido por ‘The Guardian‘. El mirlo europeo fue uno de los primeros pájaros en colonizar las ciudades. Ahora los mirlos urbanos están a punto de convertirse en una especie separada de la original. Su personalidad ha cambiado: se estresan menos fácilmente. Ya no migran, empiezan a construir el nido mucho antes. Cantan con una nota más alta y durante la noche. Sus picos son más cortos. La mayoría de estas diferencias están inscritas en el código genético. Por lo que es una verdadera evolución. Y muy rápida.
Otro ejemplo proviene de ciertas flores, como el diente de león o el crepis. Estas plantas producen semillas que son arrastradas por el viento. En la naturaleza, es una excelente estrategia, pero en la ciudad estas plantas a menudo crecen en pequeños pedazos de tierra rodeados de cemento. Por lo tanto, las semillas están evolucionando para caer más cerca de la planta madre. Y terminar así en la tierra.
Es posible repensar los espacios urbanos para que puedan acoger nuevamente a la naturaleza. Pero es necesario dar la vuelta a las estructuras que conocemos. Según Schilthuizen, el objetivo debe ser construir edificios con materiales que faciliten este proceso de convivencia. Igual que en las viejas casas se abren paso las hierbas. Hoy en día, la tecnología permite diseñar materiales que mantienen las funciones estructurales y, al mismo tiempo, acoger plantas y madrigueras de animales salvajes sin sufrir daños.
La naturaleza ha tardado millones de años en construir biomateriales eficientes. Ahora, biólogos, urbanistas, arquitectos e ingenieros pueden estudiar su evolución para obtener los mismos resultados más rápidamente. Y hacerlo en ámbitos de mayor interés para nosotros, como el energético.
Producir energía a partir de los virus
Angela Belcher, profesora de Ciencia de materiales e Ingeniería biológica, ha modificado el virus bacteriófago M13 para convertirlo en un pequeño electrodo. En una batería tradicional, los iones de litio fluyen entre el ánodo negativo de grafito y el cátodo positivo de óxido de litio y cobalto. En la batería de Belcher, el funcionamiento depende de unos virus modificados para que puedan capturar moléculas de metal del agua y unirse a los nanotubos de carbono en nanohilos con una conductividad muy alta.
A diferencia de los producidos por métodos convencionales, los nanohilos virales tienen una superficie áspera y espinosa. Esto aumenta considerablemente el espacio disponible para los intercambios electroquímicos. Y además este proceso puede realizarse a temperatura ambiente. La base está formada únicamente por agua, por lo que no se necesita energía y no se producen contaminantes.
La idea procede de la estructura química de la concha de abulón, un molusco. Para lograrlo, los científicos han modificado las proteínas que forman el recubrimiento externo del virus. Por lo que se vuelve apto para atraer iones de cobalto, litio y/o oro. El virus, una vez cubierto de metal, se une a otros ejemplares modificados en largas cadenas, hasta obtener electrodos muy finos.
Purificar el agua como los mariscos
Biomimética no es copiar, sino inspirarse en la evolución de los seres vivos. Y otro ejemplo de colaboración entre biólogos e ingenieros proviene del estudio de las acuaporinas. Una familia de proteínas presentes en bacterias, hongos, plantas y animales, capaces de funcionar como un filtro. Las acuaporinas mantienen constante el volumen de agua dentro de las células. La identificación de estas moléculas, en 1991, le valió el Premio Nobel de Química al biólogo Peter Agre.
15 años después de su descubrimiento, la startup danesa Aquaporin se inspiró en esta molécula para producir un filtro que recupera el agua y la purifica. Las acuaporinas se incluyeron en el material que constituye la membrana y realizan su trabajo en un proceso de ósmosis. Transportan las moléculas de agua, sin aplicar una presión hidrostática externa. Por tanto, sin consumo de energía y evitando el paso de cualquier contaminante. Algo de gran relevancia, ya que la disponibilidad de agua potable será uno de los principales desafíos del futuro.
Los ‘ordenadores vivientes’
El profesor Dan Nicolau de la Universidad McGill (Canadá) ha desarrollado un modelo de ‘ordenador biológico’. La sustancia en la que se basa el estudio es el trifosfato de adenosina (ATP). Una molécula presente en todos los organismos vivos que suministra energía a todas las células. Los electrones de los circuitos electrónicos normales aquí son reemplazados por pequeñas cadenas de proteínas que se mueven a lo largo del circuito, utilizando el ATP como propelente.
El trabajo de Nicolau cae dentro del campo de estudio de las llamadas ‘máquinas vivientes‘, hechas con sustancias orgánicas. El MIT también lleva años trabajando en esto. Uno de los objetivos de esta disciplina, el natural computing, en la que los biólogos trabajan junto a ingenieros y programadores, es crear una nueva generación de ordenadores. Más sostenibles e inteligentes. Inspirados en la naturaleza.
De hecho, como señala Susan Hockfield en su libro, la idea de unir las fuerzas de ingenieros y biólogos no es nueva. Son las dos disciplinas sobre las que se fundó la revolución verde, que permitió alcanzar una producción de alimentos inimaginable a mediados del siglo XX. Y que hoy, con la agricultura 4.0, podría favorecer una nueva ‘r-evolución’ en nombre de la sostenibilidad. El futuro es verde o no será. Por eso está en manos de los biólogos.
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