El lado oscuro de la corrupción

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«Aunque la corrupción desapareciera mañana, la desigualdad y la pobreza persistirían. El rol de la corrupción ha sido asumir todas las culpas de un sistema que por naturaleza, está destinado a premiar a los que nacieron con más oportunidades que a los que no». Así lo plantea Mario Dávalos en este interesantísimo artículo escrito para El Mitin.

El lado oscuro de la corrupción

La corrupción es la violación a las costumbres y normas que rigen la vida en común en una población. La corrupción administrativa debilita la institucionalidad de las naciones y su capacidad financiera para garantizar los derechos de los ciudadanos.

La corrupción existe en toda la historia humana y toda la geografía terrestre, pero es mucho más evidente y persistente cuanto más cerca del poder se encuentra.

De un punto de vista ético, la corrupción procura la trampa y desacredita al sistema, enriqueciendo sin mérito ni sacrificio a quienes se aprovechan de su posición para apropiarse del dinero público.

Sin embargo, en República Dominicana, hay un lado mucho más oscuro en la retórica de la corrupción que en el acto mismo.

La corrupción hace las veces de carga narrativa para dividir buenos de malos y héroes de villanos, relegando a la población al único rol de víctima, que sufre los efectos de la villanía y ruega por ser rescatado, incapaz de asumir posiciones activas dentro de la construcción de la nación y negándole a la misma la vitalidad de la participación cívica.

La dinámica política actual está soportada casi en su totalidad sobre este discurso, instalando en la narrativa colectiva la falsa idea de que la corrupción es la madre de todos los males que como nación padecemos.

No hay discusión de que la corrupción lastima la capacidad de los países de producir sociedades más equitativas y prósperas, pero asignar la culpa de todos los males nacionales, sobre-simplifica nuestro entendimiento sobre el rol cívico de los ciudadanos e ignora otras grandes problemáticas como la incapacidad, la ineficacia, el exceso de burocracia, la falta de compromiso, la haraganería, la ausencia de visión, la debilidad discursiva, la pobreza del debate y la profundidad de la conversación pública, la concentración de poder, el engrosamiento de la mentalidad mercantil y la individualidad con que asumimos los problemas básicos que persisten en el siglo XXI.

Aunque la corrupción desapareciera mañana, la desigualdad y la pobreza persistirían. El rol de la corrupción ha sido asumir todas las culpas de un sistema que por naturaleza, está destinado a premiar a los que nacieron con más oportunidades que a los que no.

Los últimos 20 años han sido muy productivos para la República Dominicana, manteniendo un crecimiento económico sostenido por encima de todos los países de la región y logrando niveles de urbanización que se comparan con los de México y Colombia.

Este evidente avance económico y de infraestructura es uno de los pilares del discurso político del PLD: el evidente desarrollo dominicano.

Por otro lado, la oposición ha alimentado el discurso de “los serios contra los corruptos” como el pilar del suyo, desacreditando el crecimiento como producto de la corrupción y señalando, con justa causa, que tal desarrollo no ha llegado de igual manera a todos.

La trascendencia del discurso corrupción en la sociedad dominicana subraya la realidad de que no todos somos iguales ante las consecuencias de la ley (lo que también tiene una lectura en la división de clases sociales), pero se ha posicionado, erróneamente, como única responsable de otras desigualdades que la preceden.

Esta división retórica, a primera vista, resulta simple y digna, sobre todo porque en efecto, han habido actos de corrupción en todos los gobiernos dominicanos, y el PLD, siendo quien más tiempo ha gobernado en la era post-balagueriana, ha tenido más acceso y oportunidades para hacerlo, además ha demostrado cierta permisividad con quienes presuntamente lo han hecho.

Una de las figuras públicas más excéntricas en la última década popularizó el slogan de su campaña “Más vale loco que ladrón”, evidenciando la profundidad de las raíces de la retórica anti-corrupción y cómo se ha colocado en el lugar más nefasto en la jerarquía de villanos.

Es difícil decidir quién haría más daño, ya sea como cirujano, piloto o funcionario público: ¿una persona incapaz, demente, haragana o una persona corrupta?

Los casos deberán ser analizados en su contexto y dentro la naturaleza de las funciones evaluadas, pero pareciera que la respuesta no es tan clara como se piensa, siendo necesario diferenciar las capacidades técnicas de las capacidades éticas y su impacto directo en las consecuencias que producen.

“Los serios contra los corruptos”, desde un punto de vista exclusivamente moral, es un discurso que no propone visión-país sino que solamente identifica dónde poner la culpa, que permite ignorar todo debate sobre políticas públicas, propuestas y capacidad de los candidatos para ejercer con éxito su función.

Además, al dejar libre de culpa a la población (se piensa que la corrupción es un virus exclusivamente político) también la exonera de la participación cívica y la condena al reclamo y la queja.

Hace unos años miraba una película con mi hijo más pequeño. Creo que entonces tenía cuatro años. Habiendo sucedido las primeras escenas, mi hijo todavía no entendía la estructura de la trama, y un poco frustrado me preguntó – Papi ¿quién es el malo?-.

La necesidad de esta falsa dualidad de los buenos contra los malos, ha perdurado por miles de años y ha servido para impulsar religiones, leyendas, dictaduras y rivalidades que se mantienen a pesar del tiempo.

En nuestro escenario político, esta separación maniquea otorga a los que no arrastran rumores de acciones mal habidas, ya sea por convicción, por desconocimiento o por falta de oportunidad, una valoración pública superior aquellos que lo hacen, limitando toda evaluación sobre gestión o liderazgo a “… fulano es serio” y nunca, o casi nunca a “… fulano es capaz” o “…fulano tiene visión”, “fulano es eficiente en su trabajo”.

Cuando este discurso coincide, por diseño o fortuna, con un enfrentamiento de clases como el que hoy sucede en nuestro país, las predicciones resultan todavía más catastróficas.

El gobierno actual fue muy efectivo sacando capital político de la retórica “serios contra corruptos”, sobre todo porque en efecto, parecería que muchas de sus acusaciones tienen sustento.

Cuando el PRM ganó las elecciones presidenciales, presentó las credenciales de sus funcionarios, la gran mayoría proveniente de clase alta, con credenciales universitarias extranjeras, maestrías y doctorados y experiencia técnica en el sector privado.

Además de declaraciones juradas sin precedentes. El nuevo gobierno mostró con orgullo su estatus de élite social y económica en un gabinete tecnócrata.

Por primera vez el presidente y la gran mayoría de sus funcionarios más cercanos son simbólicamente representativos de la clase alta. Esta división social siempre ha existido, expresada en membresía a círculos sociales, apellidos y la imperiosa necesidad de ostentar riquezas ante los ojos de los demás que explotó en los primeros años del siglo XXI.

Recientemente los términos popi wawawa y los memes Piantini vs Los Minahan pasado a la cumbre de la conversación, invocando evaluaciones éticas y estéticas presentes en la división de clases y profundizando la percepción sobre la separación de clases. 

En los días siguientes a las elecciones presidenciales, gran parte de los usuarios de las redes sociales celebraban “que por fin tenemos funcionarios preparados”, articulistas aplaudían el acto de “adecentar un estado chopo” (replicada por usuarios en la forma de esta gente si me representan, se parecen a mi y saben hablar) e incluso muchos argumentaron el beneficio colateral de tener funcionarios ricos porque no tienen necesidad de robar.

Estos tres argumentos son manifestaciones de la misma retorcida idea: por preparación, por estética o por moralidad, los funcionarios de clase alta son mejores que los de la clase trabajadora porque se han ganado lo suyo por su propio esfuerzo.

Esta peligrosa separación por estatus, es lo que Michael J. Sandel identifica como la “tiranía del mérito”, la idea de que en el mundo moderno hay ganadores y perdedores, y cada uno de ellos tiene lo que se merece debido a su talento y esfuerzo.

Sandel argumenta que este pensamiento ignora las desigualdades de oportunidad provenientes de la suerte y que ha sido el mayor productor de arrogancia en los ganadores y resentimiento en los perdedores, alimentando las recientes revoluciones populistas.

El populismo es la reacción contra las élites, indistintamente de la naturaleza de su estatus, y en República Dominicana, esta separación multi-dimensional representa una amenaza latente.

Es precisamente la exacerbación de la división a través de las narrativas de corrupción y la híper-moralización de la política (“nosotros somos buenos y serios y nos merecemos el poder” vs “ellos, son malos y deshonestos y no se merecen el poder”) donde se esconde el clasismo implícito de el caso dominicano.

Personalmente, no pienso que las fuerzas políticas tengan claridad (o intención) sobre la verdadera estructura de la separación de clases, y es precisamente esta distancia con la problemática de la inequidad y la división que el resentimiento y la arrogancia producen sobre el tejido social que ya ha sido maltratado por el clasismo, tan normalizado que es extremadamente difícil de identificar.

Si la corrupción ha sido planteada como el origen de todos los males, en el otro extremo pero con la misma mirada maniquea, la educación ha sido planteada como la solución a todos los problemas.

Sin embargo, el acceso a educación de calidad es limitado para los que nacieron en la clase baja. La media de la matrícula anual en uno de los principales colegios privados de Santo Domingo, es más del doble del ingreso anual del sueldo mínimo en República Dominicana.

Asimismo, la data sobre educación universitaria arroja resultados sorprendentes. La gran mayoría de aquellos que estudiaron en una de las universidades públicas o matrícula de precio bajo, no obtienen ninguna mejoría en su ingreso sobre aquellos que no tienen un título universitario, siendo la educación técnica la gran excepción y una de las mayores oportunidades de movilidad económica para los dominicanos.

La suma de todos estos mitos y prejuicios plantea una peligrosa ecuación que agranda la problemática social: todos los males nacen de la corrupción + la educación soluciona todos los males + la clase alta tiene acceso a mejor educación = la clase alta se merecen gobernar.

En medio de los grandes casos de corrupción y la vida cotidiana de los ciudadanos, existe otra dimensión paralela donde la corrupción se expresa con mayor contundencia pero con menos conciencia: el miedo a la policía, el irrespeto a los derechos ajenos y las normas de convivencia, los atajos para ignorar las mismas gracias al acceso a influencias o posiciones de superior jerarquía.

Llamémosle “la pequeña corrupción”, esa que sucede todos los días y que no se transforma en titulares ni influye en la separación de honestos contra deshonestos.

La corrupción que más incomoda en la vida diaria es precisamente la que ejecutan los ciudadanos contra los ciudadanos pero que no es contabilizada como tal: la pequeña corrupción es la más común y la menos identificable, a pesar de ser más visible.

La capacidad del concepto corrupción en moldear la receta cultural dominicana tiene repercusiones adicionales a la del acto corrupto. Por un lado, como nos propone ignorar todas las demás grandes problemáticas antes mencionadas, también nos inhibe de solucionarlas, pues no podemos resolver los problemas que ignoramos identificar.

Intentar resolver todos nuestros problemas a través de la erradicación de la corrupción resulta natural, pues ha sido la problemática hegemónica en términos mediáticos durante las últimas décadas, pero también es ineficiente, porque mantiene al margen el diseño de soluciones integrales y nuestra capacidad de debatir sobre la dirección ideológica y pragmática de la cosa pública.

Por otro lado, y de una manera más sutil, en nuestro país se ha utilizado para alimentar la separación de clases, como ha sido evidente en el análisis de las reacciones al reciente cambio de clase social en la clase política.

El arraigo de la corrupción en la República Dominicana es un mal histórico que trasciende clases sociales y preferencia política, y que sin duda debemos combatir en la vida pública y privada: la corrupción no es dañina porque se implemente con dinero público, sino porque construye una plataforma social que la cristaliza como manera de obstruir la vida cívica. Pero la paradoja de la corrupción reside precisamente en su hegemonía.

La corrupción como consecuencia de la suma de otras carencias sociales, técnicas y morales, sólo puede eliminarse cuando se atacan sus muchas causas, no sus manifestaciones.

El lado más oscuro de la corrupción no solo está en el daño institucional o económico, aunque también es un elemento de peso, sino en cómo la hemos utilizado en la narrativa de los héroes contra los villanos, perpetuando el eterno rol de víctima de los ciudadanos mientras intentamos superar la plétora de problemas nacionales sin verdaderamente combatirlos, limitándonos a señalarlos como consecuencias de la corrupción, a la vez que se hace todo lo posible para evidenciar en la opinión pública que se pertenece al equipo de los buenos y por tanto, todos los enemigos políticos pertenecen al equipo de los malos.

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