¿Y ahora, Artagnán?

18-05-2021
Anjá
Hoy, República Dominicana
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Fue maestro fuera del aula. Las personas que no ocupaban los salones donde sus cátedras arrobaban, aprendían cuando coincidían con el mocano ilustre en cualquier lugar. Cristiano fidelísimo, mordaz, ocurrente, irreverente hasta con él mismo.

El prontuario tenebroso de algunos clientes no lo asustaba. Jamás pretendió explicar las razones de algunas defensas, conocedor de la hipocresía de colegas abanderados de una ética cantinflesca y falaz.

Su sagacidad trascendía, se comentaba más allá de la universidad y del estrado. Sus epigramas ruborizaban a los más pacatos. Aquello del adulterio como deleite no como delito era no apto para menores ni beatas. Hoy, algunas de las narraciones de su anecdotario podrían ser tachadas como políticamente incorrectas y él seguiría impertérrito.

Erudito, solidario, altivo con quien sabía merecía la actitud. Su personalidad me deslumbró desde la adolescencia cuando descubrí que Artagnán Pérez Méndez, admirado profesor de mi hermana mayor, era nada más y nada menos que el autor del libro que permitía aprender Biología en el bachillerato. Después, sus textos jurídicos acompañaron mis años como docente y mi trajinar en la Fiscalía y en el Poder Judicial. Imprescindible la consulta de su Código Penal anotado.

Sus visitas al Departamento de Quejas y Querellas de la Fiscalía del DN y luego al Juzgado de Instrucción que me correspondió presidir se convertían en talleres de aprendizaje. Conservo envanecida un ejemplar de “Al Cruzar el Viaducto” entregado el 20.11.1997, su dedicatoria está en mi declaración imponderable de bienes.

Ese hombre de laboriosidad incansable y espíritu zahorí, como lo describe otro de los grandes, Juan Manuel Pellerano Gómez, relataba con el gracejo habitual, la inquietud de una joven que aceptó el rapto de un enamorado pretendiente, rechazado por sus padres, a pesar de su prosapia. Mientras galopaban por las llanuras rumbo a ningún lado, emocionada preguntó: y ahora, ¿qué “hagamos”? El seductor nada dijo y continuaron hasta el destino que cupido había preparado.

Coincidimos en los menesteres del caso BANINTER, él era uno de los abogados representantes del Banco Central. En la interminable conversación, siempre rememorábamos la anécdota.

¿Qué “hagamos”? era una especie de saludo entre nosotros, inicio para cualquier comentario.

En este momento político, con las vísceras de las personas acusadas de cometer crímenes y delitos contra la cosa pública, expuestas. Condenadas, de manera irremisible, antes de la celebración de un juicio oral, público, contradictorio. Momento de azoro y pestilencia, de reconstrucción de altares y colocación de santos, gracias a pactos y alianzas, a ententes para eludir y exorcizar culpas. Con permiso para pedir la horca como acto cívico y considerar patriótica la delación, ¿qué “hagamos”? si cualquier atisbo de rigor jurídico luce complicidad.

Son días de pujos moralistas, de exhibicionismo ético. Truenan los que defendieron y consolaban a los condenados por el caso BANINTER. Ciudadanos inmaculados que visitaban al concupiscente banquero, para dejar constancia del agradecimiento por los favores dolosos. Jamás mencionaron la tarjeta mágica de Pepe, ni la lista que, gracias a todas las posibilidades, consignaba los regalos recibidos por políticos, sacerdotes, fiscales, jueces, empresarios, artistas, periodistas, médicos, ingenieros.

¿Qué “hagamos” con la amnesia de aquellos que convirtieron en cruzada personal la denuncia del Programa de Empleo Mínimo Eventual -PEME-? Tranquilitos y satisfechos, excluyen el dato porque saben el efecto beatífico de la desmemoria y las ventajas que proporciona avalar la narrativa vigente. Por eso omiten del libreto que “a los que atentan contra el orden público y la seguridad ciudadana: se les paga o se les pega”.

Si deplorable es la comisión de las infracciones imputadas, mísero es el oportunismo ético de tantos impunes que se montaron en la carroza del Cambio. Lo hicieron cuando vislumbraron que sumarse garantizaba estar fuera de la independencia del Ministerio Público y podían proseguir con el disfrute de su ilícito enriquecimiento. Mientras, la conveniencia pauta el quehacer político. 

La coyunda entre acusadores de antes y sus víctimas es rocambolesca. Unos y otros disputan la asignación de perversidad. ¿Qué “hagamos” Artagnán, ahora que la extorsión es enaltecida y la impunidad pontifica?