Sin caretas
El suicidio de un ciudadano, exfuncionario del Gobierno pasado, dirigente del PLD, desató una ola de comentarios que estremecían los sentimientos del menos piadoso.
La tragedia ocurrió el primero de diciembre, de inmediato la deshumanización se convirtió en tendencia. Algarabía de circo, sin vergüenza ni pena.
Los que apuestan a la construcción de un país mejor manifestaron su satisfacción con el sonido de la bala todavía zumbando.
Fue un “viva la muerte” al mejor estilo de Millán Astray. Interesante ha sido el desenfado. No hubo reparos, la habitual simulación, heredada de la tiranía, que permite decir y desdecir, fingir y aparentar, no encubrió el júbilo.
La reacción es frecuente, aceptada.
Es sinónimo de bravura. Mientras mayor la alegría por la desgracia ajena, mejor. El desmadre amerita una medición, un estudio para determinar de qué somos capaces en procura de un objetivo; quiénes somos, cómo sentimos.
El reto es saber si tuvimos alguna vez sensibilidad o la perdimos, si hubo convivencia ideal, fuimos mejores o la represión escondía la verdadera naturaleza de cada uno de nosotros. Ese ethos que ahora aflora sin sutilezas y recibe aplausos.
Luce que somos un hato de insensibilidad movidos como las veletas por el viento de ocasión sin importar consecuencias.
Es necesaria una medición como la que permitía la Encuesta DEMOS – Encuesta Nacional de Cultura Política y Democracia-.
Cada vez que esa dupla estupenda, conformada por Isis Duarte Tavárez y Ramonina Brea del Castillo, analizaba sus resultados podíamos develar secretos e ir más allá del cotilleo.
Para sorpresa de muchos, por ejemplo, en la DEMOS 2004, el 83% identificó al gobernante ideal con “un buen padre que resuelva los problemas”. Otro análisis de la realidad, realizado por las excelentes profesionales está consignado en “Entre la Calle y la Casa”.
Concluía el siglo XX, los hallazgos permitieron conocernos dejando atrás prejuicios. Supimos la diferencia entre el país imaginado versus el real.
Sería útil descubrir porqué los representantes de sectores que siempre jugaron a tirar la piedra y a esconder la mano exhiben, sin pudor, una desenfrenada violencia verbal. Porque la intimidación, sin disimulo, es tendencia y el lenguaje violento es norma, entre las personas que condicionan la opinión.
Queda atrás la ficción de un mundo violento y otro en paz, la tranquilidad de las élites sostenida por la fantasía. Como sus crímenes y delitos no forman parte del quehacer judicial atribuían el patrimonio de la furia y la agresión a la marginalidad.
Solo ellos matan, amenazan, violan, insultan. Solo ellos reivindican su condición de basura social agrediendo y vociferando improperios. Solo ellos seducen con ofertas de golpes, maltratos, torturas y lo plasman en las letras de las canciones del género urbano.
La novedad es que las letras que recrean la cotidianidad del barrio tiene su corolario en la prédica implacable que circula por el albañal proceloso de las redes.
Quien más agrede más “me gusta” consigue. La sordidez se multiplica y compite con la reiteración de las bondades nacionales: pueblo de gente amable, alegre, solidaria y cariñosa.
Un repaso por los mensajes convertidos en tendencia demuestra que la persona con mayor capacidad para la injuria y la fiereza, gana más adeptos y merece función pública. Así de simple, así de peligroso.
Alguna institución debe apadrinar la búsqueda para definir qué somos hoy como nación. Es importante trascender euforias colectivas para establecer cómo coexisten dos discursos con la misma voz: uno ético y otro de violencia y venganza, santificado además por la sacristía. ¿Cómo explicar la alegría que produce la muerte de un adversario, el entusiasmo expresado por el sonsonete de la sinrazón que dicta y ordena?
Esa que ha descubierto en el insulto la trinchera que nunca se atrevió a ocupar y el trampolín para el retiro plácido e impune. La doblez signaba el proceder de esos protagonistas ahora el descaro los identifica.
Ya no hay poses. Y seguimos bailando “el furioso merengue que ha sido nuestra historia” como escribe Franklin Mieses Burgos. Sin caretas puede ser mejor.
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