Queda una mueca
Ahora la revolución está en su imagen. Entre los abalorios, las pulseras, los anillos, asoma la piel de la mujer que manda y comanda Nicaragua. Patética caricatura del poder absoluto. Vicepresidenta, primera dama, vocera de su Gobierno.
Rosario Murillo Zambrana, “La Chayo”, no ha tenido límites en su ofrenda. Despiadada, manipuladora, traicionó los sueños de redención de su pueblo como traicionó a su primogénita, Zoila Narváez Murillo, cuando denunció que el mandamás nicaragüense abusaba de ella.
El silencio y el oprobio acompañaron el grito. No hubo “me too”. La izquierda acalló la denuncia y su caso fue excluido de las agendas feministas. Bautizo de fuego para la madre sandinista, poeta, exdiputada. Pacto de incondicionalidad para labrar la omnipotencia del marido.
Hoy, 19 de julio, 42 años después de la entrada triunfante a Managua de los muchachos del Frente Sandinista de Liberación Nacional- FSLN- el saldo es lúgubre.
Queda la nostalgia y el lugar común de la utopía, pero apena el recuento. La evocación es suplicio. Ni reescribir convence. Otro lamentable naufragio ideológico.
La ilusión comenzó 20 años después del estruendo provocado en Cuba, por los titanes de Sierra Maestra. El contagio libertario anduvo por el mundo y mantenía alerta a EUA. Con la derrota de la cruel dinastía Somoza, vigente en Nicaragua desde 1934, el FSLN inicia la revolución.
Desde aquel 19, hombres y mujeres, jóvenes y no tan jóvenes, provenientes de todos los lugares del planeta, convirtieron el país más grande de Centroamérica en santuario.
La solidaridad ocupó ese espacio lacustre, volcánico, con aguaceros diluvianos y estremecimientos telúricos que desbordan lagos, desnudan raíces, sepultan ciudades. Fue una clarinada gloriosa.
Las familias destruidas por la guerra, las mujeres violadas, los mutilados, los indígenas, habitantes de regiones ignotas, recibían el auxilio y asistencia de personas dispuestas a realizar el proyecto de Sandino y Fonseca.
Poesías y canciones motivaban el empeño. Rutinas agotadoras, noches sin más lumbre que la chispa furtiva de un fogón lejano, no arredraban la voluntad de cambio. Nórdicos, caribeños, mediterráneos, legiones de mujeres que aspiraban la estatura de Mónica Baltodano o Dora María Téllez, atravesaban montes, caminaban desde Masaya a Managua, sin temor, con la convicción de vivir la quimera de la igualdad y del mundo distinto que prometía la poética revolucionaria.
Miedo imposible, porque entonces las carabinas disparaban auroras y no querían más sangre.
El entusiasmo contagiaba por doquier. Todo cambiaba.
“La revolución transformó los sentimientos y varió la forma de ver el mundo y al país mismo…,” afirma Sergio Ramírez en “Adiós Muchachos”. Empero, el desmadre acechaba desde el principio. Fue la piñata y la codicia, la lascivia y la impunidad, el engaño y la desidia.
Las advertencias fueron desoídas. La disidencia fue maltratada, execrada. Desde antes de la derrota electoral del año 1990 muchos intentaron iniciar la renovación del FSLN. Fue inútil. Comenzaron las renuncias de figuras emblemáticas del Frente.
Daniel Ortega Saavedra avasallaba y desde ese momento reconstruía su liderazgo. Comenzaba el trastrueque de Sandinismo en Danielismo.
Supo resistir el descalabro ético y aceptar cualquier vileza para recuperar el poder perdido. No descansó. Pactó con cualquiera hasta ganar las elecciones, el 8 de noviembre del 2006, como “el gallo ennavajado”. El ladino, como lo define Gioconda Belli, continuó ganando sucesivas elecciones.
Nada queda del FSLN. Nadita de nada de la revolución. El régimen tiene más de Somoza que de Sandino con sus presos, muertos, desterrados, silencios y amenazas. Se repite en las esquinas una consigna doliente “Daniel y Somoza son la misma cosa”.
Queda el eco de las arengas. Los símbolos de la revolución confundidos entre los recovecos de las estructuras metálicas que bordean las calles de Managua. Esas moles bautizadas “árboles de la vida” por su diseñadora, la vice presidente y orisha de la nación.
Queda la violencia, la iniquidad, las esperanzas truncas. Las banderas rojinegras desteñidas, quebradas, deshilachadas.
El Danielismo persiste en nombre de la revolución. Olvida que la revolución está desfigurada. Es una mueca pintarrajeada, tan payasesca, como la imagen de “La Chayo”.
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