La delación enaltecida
La contundencia de una sentencia está precedida de un proceloso camino. Desde el inicio del proceso penal “lato sensu”, la búsqueda de la verdad necesita ponderación, toma y daca que escapa de la moral.
La investigación, la persecución, la acusación, exigen y permiten estrategias, opciones, que fuera de los límites de la función persecutora del Estado serían inaceptables. Concesiones que, al margen del ámbito penal, resultarían repugnantes, improcedentes.
Antes de cualquier fallo, el Código Penal prevé excusas y justificaciones para morigerar la pena. Sin embargo, es indispensable el deslinde para evitar confusiones graves, con devastadores efectos.
Por eso es importante destacar que la delación premiada es un mal necesario que sirve para suplir deficiencias de la investigación.
La autoridad acepta el resultado del arrepentimiento o de la conveniencia, no como prueba sino como “medio para obtener la prueba”.
La nueva nomenclatura criolla, urdida por una élite más que exitosa, ha convertido en próceres a representantes de la misma calaña que dicen enfrentar.
El inventario urgente de virtudes, además de la independencia, incluye a los soplones. Es el turno para la delación y los delatores. Antes se había hecho con connotados infractores que sin el menor rubor repetían los mantras del cambio.
El altar ahora exhibe entre sus figuras de yeso a los chivatos. Protagonistas del alarde aparatoso, público, estridente, con las gradas disfrutando la confesión. Los oficiantes, soberbios, tenaces, persisten en equívocos. La bulla aprobatoria impide escuchar voces disidentes.
Porque no es lo mismo la facultad de denunciar, prevista en el Código Procesal Penal, que la deserción.
Para calmar de inmediato los reclamos que sostienen el andamio redentorista, el poder de facto exculpa, redime a los soplones. Saluda la conversión. El contexto jurídico es imprescindible para encasillar la actitud y evitar enaltecerla.
La historia dominicana tiene a los soplones en el círculo correspondiente del infierno. Canallas que, sin reparar en las consecuencias, rendían informes para congraciarse con el tirano o el mandamás de turno y provocar la ira vengadora. Cada municipio tenía sus chivatos. Conocidos y temidos, la ciudadanía sabía que cualquier insignificante actividad sería reseñada.
Los hubo de toda clase. Hombres y mujeres rendidos ante la infamia. No es invención ni maledicencia, en la bibliografía del oprobio está la constancia de la ignominia. La abyección expuesta en cada una de las frases.
La caligrafía impúdica, de origen malevo, aparece en los archiconocidos textos del Foro Público, con un jaez distinto a las cartas, telegramas, informes, que recibía el autócrata y sus representantes, cada día. Ese oficio de delación, Bernardo Vega lo registra en “Unos Desafectos y Otros en Desgracia” (Fundación Cultural Dominicana-1986-).
Está consignado en los tres volúmenes de “La Dictadura de Trujillo: Documentos”-AGN- editados por Eliades Acosta Matos.
Incluir a los chivatos en la lista de “los buenos” es una apuesta perversa. Alimento para la mayoría manipulable y emocional. Bastaba el éxito de las condenas previas, antes de la celebración del juicio. Innecesaria ha sido la inconcebible exaltación de la vileza.
Pronto, el concierto mediático auspiciará la entrega de diplomas a los delatores. Se hará con la única finalidad de continuar aupando el decurso del irascible clamor que desprecia la institucionalidad.
Trastocar la delación en virtud es execrable, aunque el proceso admita y compense la decisión. Si el discurso continúa, con el correspondiente acatamiento de la alienación, el condenado Chamán Chacra será consagrado predicador. Las mismas huestes éticas defenderán su derecho a la reinserción social.
Chamán es el ciudadano que abusaba de sus hijastros. Torturó y mató a su pareja, cuando ella descubrió el hecho. Antes de asesinar a las dos hijastras las violó. Luego, tranquilo, fue a la playa con una amiga y al día siguiente completó la obra: violó y estranguló al otro niño.
La claque debe intuir los riesgos de la transformación antojadiza del proceso penal. Para la disrupción apetecida no basta el caprichoso sacrificio de la norma ni la reiteración constante de elogios. Tanto aplauso interrumpe el inicio del montaje. Es mejor la ovación al final.
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