En un poder, no son tres
El dilema histórico institucional dominicano se debate y reposa en un acertijo fundacional: independencia o separación. Es el pendiente desde 1844. Cuando se trata de Montesquieu, con su separación de poderes la ficción manda. Existen los abanderados de la independencia y los que asumen la separación solo como ubicación territorial distinta de la sede de los tres poderes: Ejecutivo, Legislativo, Judicial.
“El Jefe”, defensor a ultranza de las buenas formas, cuidó el tinglado legal como cuidaba su uniforme de brigadier. Cada beneficiario de una curul firmaba la renuncia antes de asumir sus funciones. Sabía, no obstante, que mientras levantara la mano para aprobar un proyecto de ley debía hacerlo convencido de la pertinencia del mismo.
El sátrapa acomodó durante tres décadas códigos, reglamentos, leyes sin gazapos. Su voluntad estaba plasmada en cada párrafo. La calidad indiscutible de sus amanuenses, ese círculo de intelectuales tan serviles como brillantes redactó las leyes que servían a sus apetitos. Ejemplos sobran. La legitimidad de Ramfis fue presidida de la promulgación de la Ley 136-bis Sobre Divorcio-1937- para permitirle al concupiscente tirano un rápido rompimiento conyugal y facilitar el casorio con “la españolita” embarazada.
Sin olvidar el cotidiano de dependencia ni el manejo de su Congreso que tuvo Trujillo, merece mención el caso de la fugaz vigencia de la Ley 4862-28.02-1958.
Ocurrió en las postrimerías del régimen. En un intento de moralización el texto prohibía la prostitución y sancionaba las actividades comerciales relacionadas con el hecho. La regulación fue un guiño para la comunidad religiosa, empero, alguien olvidó que la primera dama y su hermano eran beneficiarios del negocio. Valió un Foro Público para tender la alfombra y calificar el texto de inconstitucional. El 14 de marzo fue derogada.
El presidencialismo manda, es una rémora que permite la gobernabilidad en nuestro sistema. Con y menos pudores se transforma aquello que Juan Antonio Alix expuso en su décima “Corroboro- Corroboro” para denunciar el entonces mediocre trabajo los diputados.
Sondeos constantes y enjundiosos trabajos se realizan para valorar la relación Poder Ejecutivo-Legislativo en América Latina.
La mayoría de los países no considera al Congreso una “institución indispensable”. “El Congreso es más propenso a tener miembros que lo desprestigien”-Manuel Alcántara Sáez -Francisco Sánchez López.
“La tradición personalista de la política latinoamericana confiere un plus a la figura presidencial”.
Amparados en esa tradición y con nuevos paradigmas algunos mandatarios conservan las buenas maneras, otros no. El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, dice lo que otros jefes de Estado no se atreven a decir, aunque actúen como si lo dijeran. Desprecia las decisiones del Poder Judicial tanto como las del Poder Legislativo.
El 9 de febrero -2020- irrumpió en la sede de la Asamblea Legislativa, acompañado de un contingente militar y ocupó el asiento del presidente de la Asamblea. Incómodo con la actitud de “esos sinvergüenzas que no quieren trabajar para el pueblo”.
Para algunos especialistas existe una nueva separación de poderes, aunque las constituciones consignen la división tripartita. El aplauso y la desfachatez acotejan yerros porque el discurso ampara. De aquella campaña electoral en procura de representantes con voz propia queda la realidad.
La propuesta fue estupenda, redentorista, casi mística. Funcionó en demarcaciones con mayor incidencia de sectores medios-urbanos, ajenos al Drink y a las bancas. La escogencia sería un mentís al control de todos los estamentos que tiene o tenía la jerarquía partidista y la diversidad marcaría la diferencia. Que las alianzas deciden y aúpan es verdad de Perogrullo, pero propalaban que la firmeza de principios impediría la intromisión del Poder Ejecutivo. Demagogia exitosa.
Cada presidente quiere su Congreso, aunque la prédica repruebe la coyunda. Ya París Goico no cuenta a mano y el hombre del maletín no necesita presencia. Del voten honorables al corroboro de Alix, los representantes del primer poder del Estado mejor atienden el llamado de Palacio. Conversación, arrepentimiento y enmienda. Adecuar leyes a decretos también es parte de la gobernabilidad. La nueva nomenclatura permite hacerlo sin clandestinidad y con una bien administrada obsecuencia pública.
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