¡Menos mal que existen… los abuelos!
“¡Menos mal que existen… los abuelos!»
Sí, ésos que “no tenían nada que perder”.
Mis tátara-tatarabuelos, de no tan puracepa canaria, ya que, tal parece, había un vasco colado. Se echaron a la mar para venirse a otra isla, más grande que la suya, pero con un clima muy parecido. Estoy segura de que ése fue un gran atractivo. Gracias a ellos ahora puedo llamar a este territorio mi país.
Mis padres banilejos. Cañafitera, una, y el otro de los alrededores del Maniel, hijos de descendientes de canarios, convergieron en Cañafistol, el pueblo al que probablemente más licencias le fueron concedidas por la iglesia católica para matrimonios entre primos. Mis padres no fueron la excepción, aunque ya no era requerida la licencia, pero sí la discreción.
Trashumante, mi abuelo paterno, el viejo Cucú Guerrero, todo un personaje digno de su propia historia. Llegó a Nizao, donde ya Jóvenes mi padre y mis tíos le dijeron que ya no se mudaban más y se plantaron allí con mi abuela Eutimia.
Mi abuela materna, Ángela, era la persona más dulce y paciente que jamás haya conocido, pero, ¡ojo!, con carácter fuerte, como era esperado en toda buena matriarca.
Y para los que me conocen, sí, de ahí mis dos nombres, de mis dos abuelas. Un binomio fuerte y con una carga semiótica que solo ahora puedo aquilatar y comprender. Ahora que sé lo que encierra un nombre. Es como un átomo, algo minúsculo con una fuerza capaz de crear un universo.
Mi ciencia me dice que a lo mejor mis bisabuelos al bautizar a sus hijas sólo seguían la usanza o la tradición del santoral. Pero mi corazón me dice que no subestime a mis ancestros. Además, la ciencia reciente reivindica a los neandertales y otros ancestros humanos como mucho más inteligentes de lo que pensábamos.
Ahora que voy a ser abuela por cuarta vez y que mi Rosángela (combinación de los nombres de su abuela y bisabuela maternas) va a ser madre, con ese nacimiento se cerrará un ciclo y comenzará otro: será varón y tendrá ancestros, además de los dominicanos canarios, irlandeses e ingleses naturalizados en Boston que luego llegaron al país en misión secreta y, finalmente, al Maniel.
Otras islas, otros inmigrantes y una historia que se repite porque somos humanos y la migración es una necesidad para los animales, aunque algunos vuelvan a su patria para procrear después de un largo viaje. Nosotros no volvemos y cuando partimos en esos viajes, lo hacemos a sabiendas de que no hay retorno y que la descendencia será la que continúe el viaje como las mariposas monarcas y como nuestros abuelos. Como dice Silvio Rodríguez:
“Menos mal que existen
Los que no tienen nada que perder
Ni siquiera la muerte…
Los que no dejan de buscarse a sí…
de buscarse a sí”.
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