La distancia entre la política decretada y la práctica administrativa

10-09-2025
Política
Ojalá, República Dominicana
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En la República Dominicana, la narrativa oficial de austeridad contrasta con la práctica administrativa de un Estado que no ha podido contener su apetito por los gastos suntuarios.

Desde el Decreto 3-22 en 2022, pasando por las sucesivas disposiciones de 2024 y 2025, el gobierno del presidente Luis Abinader ha prometido racionalizar el uso de los recursos públicos, con prohibiciones explícitas sobre la compra de vehículos, viajes al exterior, fiestas y remodelaciones.

Sin embargo, la realidad es otra: en apenas tres años, el gasto en adquisición de automóviles se disparó en más de un 123 %, alcanzando cerca de 27,000 millones de pesos, según datos de la Dirección General de Contrataciones Públicas.

El problema no radica únicamente en la emisión de decretos que, en el papel, parecen contundentes. La verdadera dificultad está en la aplicación y el cumplimiento. Instituciones estatales continúan adquiriendo yipetas de lujo bajo el amparo de “excepciones autorizadas”, lo que erosiona la credibilidad del discurso de austeridad.

El caso de las compras en el Ministerio de Educación y el Ministerio de Defensa, con unidades valoradas en millones de pesos, refleja que las excepciones se han convertido en la norma y no en la excepción.

Este patrón se encuadra en un contexto de gasto corriente elevado. El propio Banco Central de la República Dominicana ha señalado que el gasto corriente que incluye salarios, transferencias y funcionamiento representa más del 80 % del presupuesto nacional.

Asimismo, un informe del Ministerio de Hacienda reconoce que, en 2023, el gasto corriente ascendió a un 14.9 % del PIB, mientras que la inversión pública apenas alcanzó un 3 %.

La consecuencia es clara: se privilegia la inercia del gasto administrativo sobre la eficiencia en la inversión social y productiva.

No se trata únicamente de un asunto contable. La falta de coherencia entre la política decretada y la práctica administrativa tiene un costo político y social.

Mientras se exige a la ciudadanía sacrificios en nombre de la disciplina fiscal, altos funcionarios se desplazan en vehículos de lujo adquiridos con recursos públicos.

La contradicción no solo deteriora la confianza en las instituciones, sino que amplifica la percepción de impunidad y desigualdad en el uso de los fondos del Estado.

Lo paradójico es que los decretos de austeridad, en lugar de fortalecer la institucionalidad, terminan convirtiéndose en herramientas de retórica política más que en instrumentos de control fiscal.

Se reitera una narrativa de transparencia, pero sin consecuencias efectivas para quienes violan las disposiciones. Sin sanciones, los decretos pierden su carácter vinculante y se convierten en meros gestos comunicacionales.

Todo esto confirma que el problema del gasto público no es la falta de decretos, sino la falta de voluntad política para aplicarlos sin privilegios ni excepciones.

Mientras no se cierren las grietas de discrecionalidad y se impongan controles reales, la distancia entre la política decretada y la práctica administrativa seguirá siendo el reflejo de un Estado que predica austeridad, pero practica la abundancia.