A un año de la muerte de Johnny Pacheco, el hombre por el que la salsa existe
Si la salsa existe –y al menos yo estoy seguro de que sí existe–, hay un nombre sin el cual no se puede imaginar esa existencia. Y ese nombre es el de Johnny Pacheco… (Como no es frecuente que este tipo de afirmaciones tenga una validez real, mientras redactaba esta entrevista me impuse la prueba de hallarle paralelos y comprobé que, al menos en el ámbito de la música popular, tales categorizaciones son pertinentes, porque, sencillamente, es posible asegurar que el son cubano no sería el mismo sin Arsenio Rodríguez, que el tango estaría huérfano sin la voz de Carlos Gardel o que al bolero le faltarían sus mejores suspiros sin la impronta de Agustín Lara).
Y es que la figura del dominicano Johnny Pacheco resulta como la espina dorsal de la que han brotado todas –o casi todas– las estructuras artísticas y musicales sobre las que se funda esa música del Caribe urbano contemporáneo que hoy conocemos como Salsa. Desde los días en que lideró la furia por las orquestas charangas que se impuso como moda en el Nueva York de los tempranos años 60, hasta la creación del tumbao que haría característico el sonido de su conjunto sonero en 1964 o el rescate de Celia Cruz y el modo de hacer el típico son cubano durante la década del 70, su presencia musical dictó pautas que devinieron modelos y modelos que resultaron esquemas inviolables: porque siempre Pacheco supo encaramarse sobre la moda, empujándola él mismo, creándola si era preciso. Pero, junto con eso, fue su labor de promotor y productor la que permitió no sólo la romántica creación de una compañía llamada Fania, sino que Fania se convirtiera en la disquera más importante en el origen, establecimiento y popularización de la salsa, desde Nueva York hacia el Caribe y el resto del mundo, gracias, sobre todas las cosas, al olfato musical y comercial de Johnny Pacheco y a su habilidad innata para atraer gentes.
Por eso, aunque tal vez la obra de Pacheco no sea la más notable de la Salsa –puesta al lado de la creada por un Willie Colón, un Rubén Baldes o un Juan Formell–, ni su flauta sea la más exquisita del Caribe –donde reinaron Richard Egües y Antonio Arcaño– ni su tumbao sea el más revolucionario –no es fácil después del paso de Arsenio Rodríguez y del trabajo de Eddie Palmieri y Larry Harlow–, pienso que la presencia de Pacheco, con su obra, su flauta y su tumbao –y, sobre todo, con el sabor que siempre ha impuesto a su música– llenan una parte esencial de la crónica de la salsa hasta el punto, como dije al principio, de que si esta música existe, es porque existe un hombre llamado Johnny Pacheco.
¿De dónde viene su interés por la música? ¿Y de dónde su interés por la música bailable cubana?
–La verdad es que yo estoy en la música desde que nací. Mi padre, que era saxofonista, dirigía por esa época la Orquesta Santa Cecilia, que en su momento fue la mejor de la República Dominicana, y allí tocaban él y varios de sus hermanos. Ellos hacían cualquier tipo de música, pero principalmente danzones, porque en aquellos años el merengue sólo se tocaba para cerrar el baile, como algo festivo, ya que era considerado una música popular, vernácula, pero también una música de pobres. Por esa época –estoy hablando de los años 40, pues yo nací en 1935– la música que más me gustaba oír y la que me influyó para toda la vida me llegó por la radio: resulta que mi madre oía todas las tardes las novelas que trasmitían desde Cuba, y después venían programas musicales, como el de Arcaño y sus Maravillas, el del Sexteto Habanero, el Conjunto Casino, Chapotín y todos aquellos grupos fabulosos de ese tiempo que marcaron para siempre mi gusto musical.
Y su vocación por la flauta, ¿también viene de esa época?
–Sí, claro que sí. Y fue precisamente Arcaño el que me dio la inspiración de la flauta. Me acuerdo que en Santo Domingo había un buen flautista, llamado Pepín Ferrer, que fundó la primera charanguita que hubo en mi país, pero yo lo escuché muy poco, porque en el año 1946 mi familia viene para los Estados Unidos, y ya en el 49, cuando ingreso en el high school mi interés estaba definido por la música –por aquella música que había oído en la radio de mi casa dominicana. Además, ya había aprendido algo con mi padre para poder entrar en su orquesta, y lo primero que toqué fue el violín, y luego aprendí el clarinete, el acordeón y el saxofón, aunque lo que a mí más me gustaba era la flauta–. Entonces, con diecisiete años, fue cuando me llamó Gilberto Valdés, que ya había formado la primera charanga de Nueva York con Mongo Santamaría, pero me contrató como timbalero, sustituyendo a Tito Puente que se había ido de la orquesta. Sin embargo, fue Gilberto Valdés el que me regaló mi primera flauta de madera, un modelo súper antiguo, de esas flautas de cinco llaves: con ésa empecé a tocar, hasta que por el año 1956 llega a Nueva York José Fajardo con su orquesta. Ya por ese tiempo yo tenía una flauta un poco mejor, que había comprado en una casa de empeños, y Fajardo me enseñó las posiciones de la flauta, pues aquí no había método para el estudio del instrumento. Y después el otro que me ayudó mucho fue Richard Egües. Por eso yo no me puedo quejar, porque creo haber tenido a los mejores maestros posibles: aprendí el vibrato de Arcaño, la picardía de Fajardo y el estilo de Richard Egües: de ahí salió el sello de Pacheco.
Después de estar con Gilberto Valdés, ¿qué hace hasta fundar su propia orquesta?
–Mira, yo estudié ingeniería, pero cuando me gradué, en 1954, y pasé el examen de la ciudad para trabajar en una planta de motores, no me dieron la plaza porque todavía no era ciudadano americano. Entonces empecé a ir a varias compañías y lo que me ofrecían eran trabajos de treinta y dos dólares semanales. Para ir viviendo yo tocaba con mi padre y mis hermanos en un cuarteto en el que hacíamos merengue, en un momento en que estaba muy de moda por acá. Fue entonces cuando Luis Quintero me llamó a trabajar con su cuarteto, pagándome noventa y cinco dólares por tocar sólo el fin de semana, tres días, y ahí se fue el título para el diablo y me quedé como músico. Muy pronto tuve la ocasión de tocar con gentes importantes como Tito Rodríguez o Tito Puente, y hasta de organizar la orquesta de Pérez Prado para varias grabaciones que se hicieron acá, en el Manhattan Center y un sitio que se llamaba Western Home, que luego se llamó Casa Galicia. Además, en la NBC dirigí orquestas para grabar con muchos músicos importantes, entre ellos don Pedro Vargas. Y si tenía tanto trabajo en grabaciones no es porque yo fuera algo del otro mundo, sino porque era el único percusionista de esa época que leía música y eso me hacía muy solicitado.
¿Es por esa época cuando ingresa en la famosa orquesta de Xavier Cugat?
–Sí, trabajé cerca de un año con la orquesta de Cugat, donde, por cierto, gané muy buen dinero. Pero allí me aburría mucho, porque él tenía un repertorio limitado de dieciocho piezas, todas con arreglos muy similares. Entonces ocurrió algo y aunque él no me botó, sí me dijo que me fuera, que viene a ser lo mismo, ¿no? Todo fue porque había un número titulado “Cuban Mambo”, que era muy aburrido y para entretenerme le arreglé la parte de los saxofones tratando de darle más sabor. Y un día, durante un viaje de Cugat a Las Vegas para firmar unos contratos, me puse de acuerdo con el pianista, que era un holguinero llamado Enrique Avilés, y tocamos “Cuban Mambo” a nuestra manera y aquella orquesta parecía otra. Pero cuando llegó Cugat se acabó la fiesta, para Avilés y para mí. Y él me dijo algo muy curioso: me preguntó cuánta gente había en los Estados Unidos y le respondí que alrededor de doscientos cincuenta millones, y él me dijo: “Pues yo le he tocado a unos cincuenta millones de americanos, así que me faltan doscientos, y lo voy a hacer tocando lo mío, pero a mi manera, porque si una fórmula funciona, no hay por qué cambiarla”. Y esa fue la mejor lección musical que recibí de Xavier Cugat.
¿Y de ahí salta a crear su propia orquesta charanga?
–A finales de la década de 1950 empecé a trabajar con dos hermanos que eran mis vecinos en el Bronx: los Palmieri. Primero tuve un quinteto con Charlie, para actuar en un club muy exclusivo de Nueva York, cerca del Palladium. Allí hacíamos relleno, tocando números vocales al estilo del filin y también del cha-cha-chá, que estaba de moda. Y después fundamos la orquesta Duboney, en la que yo estuve poco tiempo, pues teníamos concepciones distintas, y decidimos separarnos amigablemente. Entonces fue que cumplí uno de los sueños de mi vida y formé Pacheco y su Charanga, en 1960. Pero desde el año anterior, con mi querido hermano Louie Ramírez, yo había preparado un disco de muestra con “El güiro de Macorina”, de Louie, y con “Óyeme mulata”, que era mío. Pero todas las compañías se negaron a grabarlo, porque dijeron que era una porquería. Entonces, cuando más desencantado estaba, se me ocurrió ir a ver a un señor llamado Rafael Fons, que tenía un programa de radio en el que nada más tocaba música cubana, con las mejores orquestas de Cuba, y por suerte él aceptó mi disco y lo puso un viernes en su emisora, sin que yo lo supiera. Al domingo siguiente yo estaba tocando en un baile y llegó a verme Al Santiago, que tenía entonces el sello Alegre y se había enterado de que la gente andaba buscando mi disco, y cuando supo que no existía fue a verme para proponerme hacer la grabación. Pues lo grabamos y se vendieron doscientos cincuenta mil copias en seguida: fue un éxito entre los judíos, los latinos, los negros y con todo el mundo. Enseguida fuimos número uno en el mercado latino, por encima de Tito Rodríguez, Tito Puente y Vicentico Valdés, que eran los que nos seguían. Y ahí empecé a grabar con Alegre, donde hice unos cinco discos.
Después de tener la charanga usted inventó el nuevo tumbao de Pacheco. ¿Cómo ocurrió eso?
–Mira, el ambiente musical de principios de 1960 es bastante complicado acá en Nueva York y la supervivencia de los orquestas y de los músicos se puso bien difícil. Además, como dejan de llegar músicos de Cuba, de pronto hay como una crisis de instrumentistas, y eso se vio mucho en las charangas, porque lo más difícil era encontrar violinistas que supieran trabajar con ese ritmo especial que necesita la música de charanga. Así y todo, los músicos que estaban conmigo seguían ganado buena plata, porque las orquestas charangas estaban de moda, y la de nosotros, que tal vez era la mejor, siempre tenía mucho trabajo. No obstante, para estar más seguro, además de la charanga yo tenía un conjuntico que tocaba con el estilo de la Sonora Matancera, de Arsenio y de Chapotín, y en 1964 me quedé sólo con este grupo. Entonces empecé con ese tumbao cubano, pero le agregué un tres y en lugar de los timbales incluí un bongó y ahí empezó “el nuevo tumbao de Pacheco”, que luego se conocería como el “tumbao”, y ahora como el “tumbao añejo”, porque llevo treinta años con la misma fórmula. Desde que lo aprendí con Cugat, yo siempre digo que si una formula funciona no hay por qué cambiarla, y con ese tumbao he tenido la dicha de grabar a muchos de los grandes de la música latina: a Daniel Santos, Julio González, Pete Conde Rodríguez, Héctor Casanova, y a mi diosa divina, Celia Cruz.
DE LA CHARANGA A LA SALSA
El Pacheco que está frente a mí una tarde del otoño neoyorquino de 1995, es un hombre de sesenta años, con el pelo totalmente blanco y una reciente operación en su brazo derecho, pero que no deja de hacer proyectos, de pensar en el futuro. Su carácter, evidentemente, ha cambiado poco y es preferible, porque ya se sabe: si una fórmula… Fumador de tabacos, conductor desde siempre de un Mercedes Benz, director eterno de bandas, Johnny Pacheco ha tenido esa virtud de la fidelidad desde que se aficionó por la música cubana. Desde entonces ha sido, sin duda, uno de sus máximos cultores y ni en la época de oro del boogalloo –allá por los inicios de los 60– ni en la fiebre reciente de la salsa erótica y el latin jazz, ha cambiado su estilo ni sus intereses: hasta el punto de que, en su propio país, más de una vez, han dicho de él que es cubano. Pero, tratándose de Johnny Pacheco, la confusión no es una ofensa…
Estamos entonces en 1964, todo está listo para que ocurra algo muy importante en la historia de la música latina contemporánea: la creación de Fania. ¿Cómo nace la compañía?
–Como las cosas iban bien con el sello Alegre, con el dinero de mis discos yo decidí hacerme socio del negocio y empecé a traer gentes para la compañía. Traje a Orlando Marín, a Kako, a Eddie Palmieri. Y todo fue bien hasta que Al Santiago y yo tuvimos diferencias por el pago de las re- galías de los músicos y decidí irme. Aunque tenía poco dinero, pensé entonces en formar una compañía que respetara el derecho de los artistas y les pagara lo que era suyo. Entonces, con Jerry Masucci que ya era mi abogado, buscamos 2500 dólares prestados para grabar un disco de Pacheco y su Charanga que se llamó Cañonazo, donde había un número cubano titulado “Fanía Funché”, de Rolando Bolaños. Y de ahí sacamos el nombre de la compañía que fundamos entre los dos, porque esa palabra no sólo es pegajosa para los latinos sino también para los americanos y nosotros queríamos llegar a todos los mercados. A partir de ahí empezamos a traer gentes y con los primeros que empezamos la Fania (y lo que no sé es cuando se cambió fanía por fania) fue con Bobby Valentín, que era trompetista, y con el judío Larry Harlow, que no me imaginaba que pudiera tocar así el piano de la música cubana. También trajimos a Ismael Miranda y poco después a Willie Colón y a Héctor Lavoe, que por ese tiempo se llamaba Héctor Pérez: todos éramos gente joven, con deseos de hacer cosas, y creo que las hicimos bastante bien.
Según he oído esa fue la etapa “romántica” de la Fania…
–Fíjate si fue así que los primeros discos los distribuíamos en mi carro, un Mercedes viejo que parecía que iba a despegar. Estuvimos tres años haciendo las entregas, y el dinero que entraba lo repartíamos en cooperativa o lo íbamos reinvirtiendo en la compañía. También fuimos firmando a artistas que estaban desencantados con sus sellos, pues mi propósito era fundar un grupo donde se respetaran los derechos de los músicos y donde los músicos se sintieran como una familia. Y creo que eso se logró definitivamente en el año 1971, cuando celebramos en el Cheetah el primer gran recital de las Estrellas de Fania. Ahí yo dije: hicimos algo. De aquella actuación salió la película Nuestra cosa latina, se produjeron cuatro álbumes con el concierto, y sobre todo, empezó a crecer la música que hacíamos. Recuerdo que el recital fue idea de un locutor americano llamado Simphony Sid y apenas tuvimos dos días para prepararlo. Lo más terrible es que no teníamos música y Bobby Valentín y yo debimos encerrarnos dos días en un hotel que está frente al Cheetah, en 52 y 8va Avenida, para escribir los arreglos y hasta algunas piezas, como ésa que se hizo famo- sa de “Quítate tú, pa ponerme yo”, en la que improvisaron todos los cantantes invitados a la actuación. Al final todo salió bien porque en el salón cabían mil doscientas personas y metimos a cuatro mil: me acuerdo de que el calor era del carajo.
Tengo entendido que, además de ser el líder de las charangas de los años 60, de crear el «tumbao», y fundar la Fania, usted promovió la palabra “salsa” para la música que estaban haciendo acá en Nueva York.
–La palabra salsa surgió cuando en la Fania empezamos a viajar a Europa. Yo me di cuenta que, salvo en España, nadie tenía referencias de qué cosa era la música cubana –porque lo que nosotros hicimos fue tomar la música cubana y ponerle acordes más progresivos, hacerle más énfasis al ritmo y destacar ciertos detalles, pero sin alterar su esencia–. Y como la palabra salsa –igual que “sabor”, o “azúcar”, por ejemplo– siempre ha estado ligada a esta música, no me pareció mal llamarla así. Pero, además, en la Fania teníamos dominicanos, puertorriqueños, cubanos, anglosajones, italianos, judíos, en fin, diversos condimentos como para hacer una salsa y de esa conjunción salió el nombre de lo que hacíamos, en busca de una etiqueta para agrupar, bajo un mismo techo, toda la música que en Europa llaman tropical. Pero la intención nunca fue robarle la música a los cubanos escondiéndola bajo otro nombre, porque yo siempre he reconocido que la raíz es cubana y que mi escuela estuvo en Cuba. Y la mejor recompensa que he recibido en este sentido fue cuando estuve en La Habana con las Estrellas de Fania y un grupo de los más grandes músicos cubanos me dijeron que estaban agradecidos de nuestro trabajo, porque gracias a nosotros la música de la isla se había seguido oyendo en el mundo entero.
Maestro, ¿existe alguna característica rítmica o melódica que identifique a la “Salsa”?
–Como mismo reconozco que la raíz de esta música es cubana, debo decir que acá en Nueva York se enriqueció porque había gente de varias partes, y traíamos música de todos lados, y tratamos de meterla en una misma clave. Las influencias eran muy vastas, y por eso hay diversidad en el ritmo y en la melodía. Y esa fusión sólo se podía lograr en Nueva York donde todo está mezclado. Además, como uno busca los músicos por talento y no por nacionalidad, la confluencia de diversos ritmos era inevitable. Creo que, al final, todo eso es lo que distingue a la Salsa: no es un ritmo, ni una melodía, ni siquiera una moda: la Salsa fue –y es todavía– un movimiento musical caribeño.
Como artista, ¿cuáles de sus sueños se han cumplido?
–Mi gran sueño era grabar algún día con Celia Cruz. Por primera vez compartí el escenario con ella en el recital de las Estrellas de Fania en el Yanquee Stadium, en 1973, y después nos pusimos de acuerdo y grabamos varios discos. Por lo demás, yo le doy las gracias a Dios de haber nacido cuando nací: eso me permitió conocer a los mejores músicos que ha habido en esta parte del mundo, y doy gracias porque a mis sesenta años todavía estoy trabajando y lo he hecho con gentes como Celia o como Tito Puente y casi todas las figuras de la salsa, e incluso toqué y grabé con los mejores jazzistas y los mejores percusionistas que han pasado por acá. ¿No es eso un gran privilegio?
Y como músico que ha participado en tantos proyectos, que ha tocado tantos instrumentos, que ha compartido con tantas estrellas, ¿cuál piensa que es su mayor virtud?
–Una de las cosas que yo le agradezco a la vida es haberme permitido que me llevara bien con todo el mundo. Y por ese don fue que existieron las Estrellas de Fania y pude hacer otras muchas cosas. Por ejemplo, recuerdo que en Puerto Rico hicimos un homenaje a Héctor Lavoe con recaudo de fondos para las operaciones que tenía que hacerse, y llamé a los miembros de la orquesta de las Estrellas de Fania, incluyendo a Celia Cruz y Rubén Blades y fue todo el mundo. Y yo les dije a ellos que los gastos iban por el concierto y que el resto de la recaudación se la dejaría a Héctor. Fue un espectáculo maravilloso, pero lo mejor fue que al irse ellos la cuenta que me dejaron en el hotel fue de apenas trescientos dólares, es decir, que todo el mundo pagó sus gastos. Y recaudamos así como sesenta y cinco mil dólares. Esa ha sido una de las cosas más lindas que yo he hecho en mi vida y por eso me puedo sentir orgulloso.
Después de una carrera tan larga, con tantos éxitos y vivencias, ¿qué le gustaría hacer?
–Me gustaría escribir un libro, o varios libros, porque creo que tengo suficiente material para ello, sobre diferentes aspectos de la música. Y también me gustaría dedicar más tiempo a trabajar con los jóvenes porque las raíces no se pueden perder. Ahora muchos están tocando latin jazz, buscando nuevos caminos, pero yo insisto en trabajar mi música, porque sé que ésa es la que necesita el bailador, y esa comunicación entre músico y bailador no se puede perder. Es más: yo prohíbo que esta música se muera.