Un mundo que cambia de base 500 años después

26-04-2022
Mundo
Público, España
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El presidente ruso, Vladimir Putin, asiste al servicio ortodoxo de Pascua en la Catedral de Cristo Salvador en Moscú, Rusia, el 23 de abril de 2022.- EFE

Artículo publicado previamente en la revista Quehacer de Perú

La importancia de una buena teoría. Entender el mundo para transformarlo. Esa fue siempre la esencia del marxismo, una específica relación entre teoría y práctica desde el punto de vista de las clases trabajadoras. Era tan importante este aspecto que Lenin dio un paso más y nos dijo que sin teoría revolucionaria no había práctica revolucionaria. Conocimiento de lo que hay y voluntad revolucionaria anudaron un tipo de partido, una organización que se proponía ser vanguardia política y vanguardia teórica. Era mucho y, a veces, imposible. La historia se mueve a saltos, por rupturas. Hoy estamos en una de ellas, similar a otras y, a la vez, radicalmente diferente. Se ponen en cuestión 500 años de historia y una crisis civilizatoria que directamente impugna la relación entre capitalismo, sociedad y naturaleza. El final de los tiempos es siempre el comienzo de lo radicalmente nuevo. En esas estamos sin saberlo. No tenemos una teoría lo suficientemente afinada para que nos guíe en un mundo que cambia aceleradamente.

500 años nos miran. Decía Aníbal Quijano: «Cuando los europeos llegaron a estos territorios y conquistaron a las sociedades aborígenes nacieron, al mismo tiempo y a la misma oportunidad, tres categorías históricas: América —y en aquel primer momento América Latina—, el capitalismo y la modernidad. Después de 500 años los tres están en crisis». Lo dijo en 1991; era ya verdad en esa fecha. Ahora estamos en su conclusión. Iniciamos una larga transición donde se anudan cuatro grandes cuestiones: la crisis del capitalismo globalizado neoliberal, la gran transición geopolítica, la mutación ecológico social del planeta y el declive del occidentalismo. Hay que saberlo expresar, hay una acumulación de crisis que se anudan en torno a un cambio de fase que inicia una nueva época. La trampa de Tucídides aparece con toda su fuerza. La gran cuestión de la época: ¿el declive de la hegemonía de Occidente organizada por los EEUU nos llevará a una crisis terminal de la especie? Hay que entenderlo bien, no de la vida; esta continuará sin la especie del hýbris, de la desmesura, de lo fáustico.

Romper con los códigos vigentes. El modo liberal euroamericano de exponer los problemas es tan conocido que lo asumimos dócilmente. Enumeramos los problemas de la humanidad y luego buscamos quien lo solucione. Queda bien pero no sirve para mucho. Se dice que hay una crisis ecológica planetaria; se constata que hay problemas serios de desigualdad y pobreza; a renglón seguido se dice que, dada la riqueza reinante, todo se podía resolver en un espacio corto de tiempo y, sin más, se mira al cielo y se espera a que las Naciones Unidas lo resuelva. El mundo no funciona así. Por detrás y por delante de los problemas está el poder, la competencia entre grandes potencias, las relaciones determinantes entre poder económico, ideológico y militar y, sobre todo, ordenación jerárquica de la toma de decisiones a nivel mundial. Un mundo que funciona así no es agradable, pero es el que existe. La fase histórico social está marcada por una gran transición geopolítica, pasamos de un mundo unipolar organizado y dirigido por los EEUU a otro multipolar que señala como nuevos actores determinantes a China, India, Indonesia, Pakistán y la reconstituida Rusia. El eje del poder transita, después de 500 años, de Occidente a Oriente. Esto transforma el mundo que hemos conocido. Dicho de otro modo, los «sures» del mundo tendencialmente se organizan frente al imperialismo colectivo de la triada y exigen voz, pluralidad y multiculturalidad. El mundo ya no será solo Occidente. La colonialidad del poder está radicalmente cuestionada. El mundo construido desde la península euroasiática que hemos conocido como Europa, definitivamente se acaba.

Crisis, ¿qué crisis? El llamado Nuevo Siglo (norte-) americano apenas duró 20 años. La guerra contra el terrorismo fue el pretexto perfecto para organizar un mundo a imagen y semejanza de los intereses estratégicos de los EEUU. La gran potencia en declive perdió todas las guerras y vio cómo emergía una China difícil de catalogar según los criterios eurocéntricos dominantes. La globalización fue el gran proyecto político garantizado por una Pax basada en el predominio militar indiscutible e indiscutido de los EEUU. Tres conceptos dominaron el mundo: librecambio, desregulaciones y privatizaciones. El llamado «Consenso de Washington» se convirtió en la ideología dominante y se prescribió como obligatorio para todos los países. Una vez más, el capitalismo cambió, crecieron las exportaciones, las inversiones extranjeras deslocalizaron los procesos productivos y la financiarización se convirtió en el verdadero motor de un mundo que llegaba, por fin, al final de los tiempos. Las derrotas militares y la crisis financiera del 2008 pusieron fin a las ensoñaciones de un capitalismo triunfante y sin enemigos. El dato más definitorio es que los EEUU comprendieron que ya no podían gobernar el mundo a su antojo, que había surgido una potencia que objetivamente los desafiaba y que tenían que prepararse para la confrontación. Afganistán fue la señal de un repliegue y la puesta a punto para una contraofensiva.

Biden contra Trump. Las últimas elecciones norteamericanas evidenciaron varios problemas que no siempre se analizan bien. Primero, una profunda crisis social, económica y racial de eso que se llamó el modo de vida americano. En segundo lugar, la resistencia de una parte significativa de los trabajadores a la desindustrialización, la desigualdad y el declive territorial. En tercer lugar, una alianza firme y transversal del establecimiento contra Donald Trump. Biden fue el presidente más votado de la historia americana, pero el segundo fue Trump. Polarización que hoy sigue existiendo, seguramente ampliada y mucho más ramificada. Lo que más sorprendía de la política de Trump era la falta de una estrategia coherente, el exceso de pronunciamientos verbales y el desprecio a sus aliados, especialmente europeos. Este lo tenía claro: el enemigo a batir era China y había que llegar a algún tipo de acuerdo con Rusia. Hillary Clinton—y con ella la mayoría de los demócratas— hicieron de la oposición a Rusia su objetivo estratégico fundamental. La llegada de Biden lo cambió todo, se dio cuenta que EEUU sola ya no podía gobernar el mundo, que necesitaba alianzas y que había que reforzar su predominio político-militar.

¿De qué hablamos cuando hablamos de gran transición geopolítica? En primer lugar, de un cuestionamiento de la hegemonía de Occidente organizado y dirigido por los EEUU. Hablo de cuestionamiento, de declive, no de colapso. Las grandes potencias no desaparecen de un día para otro, y mucho menos cuando tienen un dispositivo político-nuclear de enormes dimensiones. En cierto sentido, son más peligrosos y no darán nunca su brazo a torcer. En segundo lugar, la emergencia de grandes potencias —destacadamente China y la India— que son a su vez grandes civilizaciones, enormes potencias demográficas y, no se puede olvidar, antiguas colonias de los países imperialistas. Hay que añadir a una Rusia reconstruida económica, política y militarmente. En tercer lugar, esto se tiende a olvidar, EEUU sigue siendo, con mucho, la potencia político-militar dominante en el mundo. Hay una desigualdad estructural de fuerzas. EEUU gasta el 40% del gasto militar mundial y junto con la OTAN, llegan al 60%. La gran potencia norteamericana tiene más de 800 bases militares en el mundo en 80 países diferentes y con más de 200.000 efectivos fuera de su territorio; nada que ver con los presupuestos militares, el gasto en defensa y su expansión territorial de China o Rusia. En cuarto lugar, Biden incorpora un viejo elemento en la historia norteamericana y nuevo con respecto a Trump, una estrategia preventiva a nivel global de presión político-militar y de combinación de armas económicas, tecnológicas y cibernéticas al servicio de guerras híbridas y de zona gris. Entiéndase bien, EEUU toma la iniciativa, quiere sacar ventaja de su potencial económico y militar con el objetivo de bloquear, frenar y derrotar a China antes de que se convierta en una potencia demasiado fuerte. Hoy es el momento; mañana puede ser demasiado tarde. El Estados Unidos que vuelve es este, es decir, el que está dispuesto a defender con uñas y dientes su hegemonía, sus valores y sus privilegios económico-monetarios, garantizados siempre por su poderosa flota y el séptimo de caballería. La hegemonía de EEUU está en peligro; la guerra está a las puertas. Digo guerra «a lo grande», las otras siempre han estado ahí.

Ucrania, el inicio catastrófico de una mutación histórica. Los pocos que decíamos estas cosas sufrimos el «mal de Casandra»: dar cuenta de la verdad y que nadie nos creyera. Catastrofista era la palabra usual. Pero los Estados Mayores militares, las grandes agencias y múltiples documentos oficiales advertían de lo que venía. Académicos solventes e intelectuales de nivel señalaron que el conflicto de Ucrania se agravaba y que la respuesta de Rusia no tardaría demasiado. Esta dijo una y otra vez que sus seguridad estratégico-militar y geopolítica estaba en peligro y que no consentiría ser invadidos de nuevo. Occidente, es decir, la Unión Europea, la OTAN, el Reino Unido y los EE UU respondieron al modo de Biden: no atender las razonables propuestas rusas (cumplir los acuerdos se Minsk), armar a fondo y sin límites al ejercito ucraniano y, lo peor, prestar todo tipo de apoyo a un gobierno nacionalista que hacía de la hostilidad a Rusia y su civilización el centro de su política. Echar gasolina al fuego con el objetivo de provocar la guerra.

La OTAN y la Unión Europea apoyaron el golpe de Estado contra el presidente Yanukóvich dirigido por la embajada norteamericana y ejecutado con pericia por milicias militarmente organizadas de clara orientación fascista. Lo que vino después es conocido: secesión de las repúblicas del Dombás —apoyada por Rusia— y recuperación formal de Crimea. Lo que no se quiere reconocer —lo peor es que se sabe— es que la condición de posibilidad de un Estado ucraniano es su neutralidad y hacer de ella fundamento de su viabilidad como país democrático, étnicamente plural y culturalmente diverso. No se quiso y se jugó descaradamente a acentuar el conflicto y, a mi juicio, a la guerra. ¿Qué gana EEUU? Básicamente: 1) se fortalece la OTAN y su influencia en la UE y —esto es clave— en cada uno de los Estados individualmente considerados; 2) el proceso de subordinación de la Unión Europea se acelera y se convierte en constitutivo de estructura política profunda; 3) Rusia es demonizada, convertida en los nuevos bárbaros y su presidente, criminalizado. Nada ayuda más a los poderes dominantes —en momentos de crisis y de definición político-militar— que un «enemigo» existencial que legitime aumentos sustanciales de los presupuestos militares, restringir los derechos sociales y las libertades públicas; 4) acosar y asediar a China. EEUU nunca se olvida de lo fundamental, subestimarlos es siempre un error fatal. Eso lo aprendí de Fidel Castro. El enemigo es China y la batalla de Ucrania es parte del dispositivo contra China. El viejo imperio está siendo medido, se busca acentuar sus contradicciones y verificar hasta qué punto es firme su alianza con Rusia.

¿Y Rusia? Subestimarla es también un error muy serio. Casi siempre la propaganda oculta el conocimiento. Rusia es de los pocos países en los que el poder de los oligarcas, es decir, de los grandes monopolios, está limitado por el poder político. Occidente podría estar haciendo un gran servicio a la Rusia del futuro: poner fin a su control sobre la economía y facilitar la (re-) nacionalización del Estado. Putin conocía con bastante realismo las consecuencias de su intervención militar en Ucrania. Se trata de una decisión histórica que pone fin a un debate en la clase dirigente rusa, a saber: Rusia nada puede esperar ya de Occidente y se orienta definitivamente hacia Eurasia fortaleciendo sus vínculos con las antiguas repúblicas soviéticas y organizando una alianza estratégica con China. Las sanciones, en este contexto, son un arma de doble filo y pueden contribuir a la ruptura del mercado mundial, a la renacionalización de los Estados y a poner fin al dominio del dólar en el mundo. China no es la URSS, económicamente es equiparable en muchos sentidos a los EEUU y, en alianza militar y económica con Rusia, gana mucho poder en las relaciones internacionales.

La guerra de Ucrania no será corta. De nuevo la propaganda oculta la realidad. Los objetivos políticos rusos están claros: desmilitarizar, desnazificar y proteger a la población de etnia y cultura rusa. Eso significaba una guerra de desgaste, de posiciones, que minimizara las bajas civiles y la destrucción de infraestructuras económicas y sociales golpeando con armamento de precisión las instalaciones y unidades militares que han sido enormemente reforzadas en estos últimos años. Las posibilidades de un arreglo pacífico no son demasiadas. Biden y Zelenski quieren estancar la guerra, someter a un duro desgaste al ejército ruso y, sobre todo, ganar la batalla del relato. Conforme la guerra avance, los costes de la misma se incrementarán con el peligro siempre creciente de que se pierda el control del proceso y que la escalada no tenga límite.

Oriente renace: ¿ha comenzado la decadencia de Occidente? La realidad ilustra, a veces, más que las teorías más consolidadas. Se afirma, una y otra vez, que las sanciones y el boicot a Rusia la llevará a un cambio de régimen y a la caída de Putin. No entro en la valoración; los deseos, deseos son. Una pregunta: ¿qué países no secundarán las sanciones a Rusia? La India, Pakistán, Indonesia, Filipinas, Sri Lanka, la mayor parte de África con Sudáfrica a la cabeza, casi toda América Latina incluyendo a Brasil, Argentina y Venezuela; Arabia Saudita no parece que esté por la labor y ahora anda debatiendo si cobrar el petróleo que vende a China en yuanes, lo que acentuaría la decadencia del dólar. La imagen es muy potente porque ahí está la inmensa mayoría de la humanidad, futuras grandes potencias económicas y demográficas, países que fueron colonias o que luchan contra el control y la dominación del imperialismo colectivo de la triada.

Siguiendo con la reflexión de Aníbal Quijano, lo realmente nuevo de esta crisis de hegemonía y de la transición geopolítica que la acompaña es que se clausura el dominio indiscutido e indiscutible de Occidente que tuvo que ver con eso que se llamó el descubrimiento de las Indias. El mundo que hemos conocido ha sido el de los valores, la cultura y el dominio político militar de Occidente que ha usado siempre la guerra como instrumento básico para sus políticas. La guerra no comienza ahora en Europa; ha sido la partera de una historia que tiene al capitalismo imperialista como fundamento y que se ha reproducido con él. Recientemente José Luis Fiori lo ha explicado con mucha precisión, la paz siempre ha sido una tregua entre guerras y esta nunca ha cesado del todo.

La decisión fundamental que tienen que tomar los Estados y los pueblos es relativamente simple: aceptar el mundo unipolar organizado y dirigido por un Occidente bajo hegemonía norteamericana o apostar decididamente por un mundo multipolar donde se reconozca su pluralidad esencial, la diversidad de las culturas que los componen y el derecho de los pueblos a gobernarse según criterios propios. El problema es el que antes se indicó, que EEUU nunca renunciará pacíficamente a su predominio económico, político y militar. En el horizonte, eso que se ha venido en llamar la trampa de Tucídides; es decir, vivir en el límite entre la paz y la guerra.