El papa, pactos internacionales y el derecho a la propiedad privada
La “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano”, emitida por la Revolución Francesa en 1789, determinó que la propiedad era “un derecho inviolable y sagrado” (art. 17) y se agregó que la finalidad de cualquier asociación política es la protección de dicho derecho (art. 2).
Ese derecho a la propiedad privada de dinero y bienes tenido como “sagrado” y “absoluto” poco a poco se lo convirtió en un verdadero dios a rendirle culto y proteger sin límites, porque lo sagrado, por definición, es lo que “merece un respeto excepcional y no puede ser ofendido”. Luego, los pactos de derechos humanos dejaron en claro que el derecho a la propiedad privada, en sí mismo, no es sagrado ni absoluto.
Así, la “Convención Americana sobre Derechos Humanos”, en 1969, estableció que “toda persona tiene derecho al uso y goce de sus bienes”, mas hizo presente que “la ley puede subordinar tal uso y goce al interés social” (art. 21), porque es un derecho humano relativo (ver art. 27).
También, dicha Convención, de jerarquía constitucional en Argentina, estableció que «toda persona tiene deberes para con la familia, la comunidad y la humanidad. Los derechos de cada persona están limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y las justas exigencias del bien común, en una sociedad democrática» (art. 32).
En el mismo sentido, en otro de los tratados con la misma jerarquía como el antes referido, la «Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre» determinó que «los derechos de cada hombre están limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas exigencias del bienestar general y del desenvolvimiento democrático», (art. XXIX). Evidentemente, esos tratados internacionales dispusieron que no cabe uso abusivo de los derechos, como el de la propiedad, porque ello afecta las justas exigencias del bien común o del bienestar general.
Por su parte, la “Conferencia Mundial de Derechos Humanos”, convocada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y celebrada en Viena, emitió una Declaración el 25/04/1993 en la que señaló que «todos los derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes y están relacionados entre sí. La Comunidad Internacional debe tratar los derechos humanos en forma global, de manera justa y equitativa, en pie de igualdad, dándoles a todas/os el mismo peso… los Estados tienen el deber, sean cuales fueran sus sistemas políticos, económicos y culturales, de promover y proteger todos los derechos humanos y las libertades fundamentales».
El avance de un derecho humano facilita el avance de los demás. De la misma manera, la privación de un derecho afecta negativamente a los demás derechos y libertades. Los derechos humanos de “segunda generación” contemplan a los derechos con eje en la “igualdad” y que son aquellos de carácter económico, social y cultural. En esta generación de derechos se pide al Estado que intervenga ante situaciones dadas de la realidad, para evitar las desigualdades naturales, sociales o económicas. Que asuma al hombre en su situación concreta, por sobre la visión sólo de una entidad abstracta en general.
Por su parte, los llamados derechos humanos de “tercera generación” ponen el acento en la “solidaridad”. Lo que responde también al precepto de jerarquía constitucional, en virtud del cual todas las personas «deben comportarse fraternalmente los unos con los otros», como lo señala la “Declaración Universal de Derechos Humanos”, en su art. 1.
El Papa Francisco, en febrero de 2020, ante los participantes en el seminario “Nuevas formas de solidaridad”, organizado por la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales sostuvo, que si “existe la pobreza extrema en medio de la riqueza -también riqueza extrema- es porque hemos permitido que la brecha se amplíe hasta convertirse en la mayor de la historia… cuando la economía y las finanzas se vuelven un fin en sí mismas. Es la idolatría del dinero, la codicia y la especulación”.
En esa línea conceptual, el papa Francisco, en un mensaje dirigido a la 109 Conferencia de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en junio de 2021, afirmó que el derecho a la propiedad privada es «un derecho natural» pero «secundario», derivado del derecho que tienen las personas «nacido del destino universal de los bienes creados».
Esta afirmación ha traído reacciones inaceptables, tanto de creyentes como de no creyentes, considerando que el papa alienta las apropiaciones indebidas u otras acciones planteadas como injustas para con las personas y sus pertenencias.
Lamentablemente, se asiste a una formación cultural que tiene la idea de que la propiedad de mucho dinero y bienes es un objetivo básico para lograr el éxito en la vida. Se ha presentado al rico con acumulación dineraria desmedida como un modelo exitoso meritorio de seguimiento y aceptación social, sin juicio crítico sobre el origen y la utilización del dinero sin límites ni escrúpulos.
Además, a la riqueza se la asocia con la posibilidad de hacer hasta lo prohibido y por supuesto, además, ello con el poder de evadir impuestos en paraísos fiscales, aprovecharse de los más débiles y no comprometerse con las realidades y emergencias sociales.
Hay que reparar en que en Argentina, por ejemplo, el Aporte Solidario y Extraordinario conocido como impuesto de Emergencia sobre Altas Rentas, fijado por única vez en el año 2020 a las grandes riquezas del país, decidido con motivo de la pandemia, no sólo no ha sido abonado por todos los responsables, sino que se encuentra cuestionado judicialmente como inconstitucional y se pretende hacer aparecer que ello implica una expropiación indebida a dichos patrimonios.
La postura del papa Francisco y sus dichos están en consonancia con lo que establecen los pactos internacionales sobre derechos humanos.
El derecho a la propiedad privada es un derecho humano, pero no es sagrado, ni es absoluto, ni puede considerárselo eje preferencial en su protección, desentendido respecto de otros derechos humanos fundamentales a cuidar y menos hacer un uso abusivo del mismo.
Miguel Julio Rodríguez Villafañe, abogado constitucionalista. Córdoba. Argentina.