Una adolescente contra los microplásticos del Mediterráneo
Inundaciones, sequías, incendios, récord de temperaturas… Resulta difícil seguir negando el cambio climático. Olivia Mandle (Barcelona, 15 años) hace tiempo que lo advierte: “Los recursos del planeta son limitados y, al final, esta es nuestra única casa”. Tenía 12 cuando visitó una exposición en Nueva York sobre los devastadores efectos del calentamiento global. En ese momento algo cambió dentro de ella. “Creo que fue esa portada famosa de National Geographiccon una enorme bolsa de plástico flotando en el agua. Me dejó muy tocada”, recuerda la joven, que, a la vuelta de Nueva York, inició su camino como activista por los derechos de los animales y por un Mediterráneo limpio. Ahora, a su corta edad, es una de los más de 130 embajadores del Pacto Europeo por el Clima de la Comisión Europea, y ha sido reconocida como “joven inspiradora” por el Instituto Jane Goodall. Se embarca, próximamente, en La España Azul, la nueva iniciativa del aventurero Nacho Dean.
Ya en Barcelona, Mandle empezó a informarse sobre el problema de los plásticos y vio que los microplásticos eran mucho más dañinos. “Quería hacer algo, así que creé la Jelly Cleaner, un artefacto que flota y que recoge estas partículas de la superficie del mar”, aclara. La joven activista asegura que funciona. No tanto por su capacidad física, sino por su capacidad concienciadora. “Si vas por la playa con eso, la gente te mira raro, te pregunta y, cuando explicas qué es, ya estás concienciando sobre cómo están nuestros océanos. Y eso es lo que marca la diferencia”, argumenta. Amante del Mediterráneo, en el que ha crecido, no se la verá en el mar sin esta herramienta.
Su compromiso con el planeta, en realidad, tiene su origen en un entorno familiar sensible y consciente. “Pienso que viene de mis padres, que me han ido explicando, desde muy pequeña, cosas sobre la crisis climática y los derechos de los animales. ¡Yo jugaba con mis Legos a que los salvaba o apagaba incendios! Además, he crecido rodeada de documentales y libros sobre gente que quería crear un mundo mejor”, narra. De mayor, Mandle quiere ser bióloga marina, como una de sus principales referentes, Sylvia Earle, pionera de la exploración submarina. Además de sus padres, son mujeres como ella o Jane Goodall, la primatóloga que vivió entre chimpancés, quienes le inspiran. También divulgadores naturalistas como David Attenborough. “Sentí que me gustaría formar parte de ese grupo de personas que luchaban por la naturaleza y los animales”, reconoce.
Por los derechos de los delfines
Su lucha, además de combatir el cambio climático, incluye la defensa de los derechos de los animales marinos. “¿Mi sueño? Abrir el primer santuario de España para delfines, mi animal preferido, en la Costa Brava”, dice convencida. “Tengo pensado hasta el nombre: SUA, que son las siglas de Save Us All (sálvanos a todos, en inglés)”.
Su amor por estos cetáceos empezó de pequeña. “Con cuatro o cinco años, el colegio nos llevó a ver un espectáculo en el delfinario del Zoo de Barcelona. Cuando los vi saltar y dar volteretas, me encantó, claro… Pero yo a los delfines siempre los había imaginado en libertad. Cuando descubrí que no los devolvían al mar después del espectáculo, me quedé muy triste y pensé que me gustaría ayudarlos a volver a casa”.
Su deseo se empezó a convertir en un proyecto tangible en 2018, cuando tenía 12 años, en su primera campaña para pedir firmas en change.org, que solicitaba trasladar a un santuario marino a los últimos tres delfines del Zoo de Barcelona. “Si un delfín ha estado toda su vida en un delfinario, un santuario será lo más cerca que podrá estar de la libertad. Sus instintos han desaparecido, están deprimidos y estresados, lo que no les permite volver a su hábitat natural. Pero en los santuarios están con especialistas que les ayudan a mejorar porque, aunque no son libres, están en el mar y no en piscinas o tanques. Y, sobre todo, libres de espectáculos”, concreta. Consiguió las firmas, pero en vez de ser liberados, los tres delfines fueron trasladados de Barcelona a un zoológico en Atenas.
Estaba frustrada, pero inició una segunda campaña, más osada y directa: se llama No es país para delfines y lleva recogidas más de 140.000 firmas para reclamar al Gobierno español el cierre escalonado de los delfinarios: “Pido que se reinventen, porque entiendo que no se pueden cerrar de un día para otro. El proyecto es para las futuras generaciones de delfines. Para que esta generación que ahora está en cautiverio sea la última”. Países como Francia o Reino Unido ya han aprobado esta ley y han dejado que estos acuarios tengan una segunda vida. Se han hecho preguntas éticas y han cerrado instalaciones. En España, sin embargo, la situación es distinta. “Todavía hay 11 delfinarios entre la Península y las islas, una auténtica barbaridad; de hecho, este país es la mayor jaula de delfines de Europa”, explica Mandle.
En los delfinarios, denuncia la joven, confinan a los delfines en tanques de cemento de unos 20 metros cúbicos, en los que hay de dos a seis individuos, que no tienen por qué ser familia ni de la misma especie. Como se comunican con un lenguaje que contiene 300 sonidos distintos, cuando los emiten, rebotan contra las paredes del tanque, creando un efecto eco que les vuelve locos, porque son supersensibles acústicamente. Además, aclara que, durante los espectáculos, sufren niveles altísimos de estrés por los gritos y la música. Muchos caen en depresión y se pueden llegar a suicidar. “Es una crueldad que solo se lleva a cabo por el ocio y el negocio, para que nosotros lo pasemos bien 10 minutos. Un ejemplo más de los humanos utilizando a otros seres vivos, sin pensar en las dramáticas consecuencias de un acto tan horrible”, dice.
¿La justificación? “Dicen que son importantes para la educación, la conservación y la ciencia. Si queremos aprender de ellos, tenemos tantos recursos que es innecesario tenerlos encerrados. Tengo un hermano de ocho años, Max, que lo sabe todo sobre los dinosaurios: sus características, nombres, medidas, qué comían… Y ¿ha visto alguno? No. Tampoco se trata de una misión de conservación, ya que no están en peligro de extinción”. Termina su reproche con una frase del explorador, investigador y biólogo marino Jacques Cousteau: “Hay tanto beneficio educativo en estudiar a los delfines en cautiverio como en estudiar a la humanidad si solo se observara a prisioneros recluidos en aislamiento”.
Como si no fuera con ellos
Mientras los otros niños se emocionaban al ver los delfines, la pequeña Mandle ya intuía que algo no estaba bien. Era la única. “Mis compañeros no estaban preocupados por los animales ni el clima. Me decían que los delfines estaban perfectamente, que estaban sonriendo. Pero a mí ya me parecía horrible que esos animales no estuviesen en libertad, así que jamás volví a ir al zoo”, declara.
Desde entonces, la joven activista nada a contracorriente. Se ha sentido sola, incomprendida por su generación, que iba mucho más atrás por la falta de conciencia medioambiental en las familias y en las escuelas: “Les decía a mis compañeros que había leído una noticia sobre el cambio climático y me decían que eso no era problema suyo, que ya lo solucionaría alguien con capacidad o poder para hacerlo”. Según Mandle, ese es el problema. La educación medioambiental insuficiente, pero también, en el fondo, el escaso empoderamiento de la sociedad civil, incluidos los jóvenes. “Si no concienciamos a los niños desde pequeños, cuando sean mayores les diremos que hay algo llamado cambio climático y supondrán que no va con ellos. De otra manera, se sentirían capaces de cambiar las cosas a través de pequeñas acciones”, asegura.
Separar la basura, reducir el consumo de plástico y reutilizar el que se use, moverse en transporte público, en bicicleta o caminando, apagar las luces… Son solo algunos ejemplos de estas pequeñas, pero necesarias, acciones. “¡Debemos empezar ya! Es nuestro futuro, y está aquí mismo”, termina Mandle, siempre vestida con su camiseta de #noespaísparadelfines y con su Jelly Cleaner en la mano.