Soledad, estrés y sentimiento de culpa, así estamos las mujeres tras un año de covid
Los testimonios para este reportaje han sido elaborados por Marisa Kohan, Candela Barro y Amanda García.
Grabación y edición de vídeos: Jaime García-Morato y Tania Ortega.
Una sociedad con cicatrices difíciles de cerrar. Eso es lo que ha dejado un año de pandemia, que ha afectado especialmente a las mujeres, pues han visto cómo la carga de tareas del día a día se multiplicaba en una cadena constante de cuidados, trabajo y más cuidados que parecía no tener fin. Hemos buscado testimonios de mujeres de distintas edades y estatus económico para que compartan su experiencia con motivo del 8M.
Soledad, estrés y sentimiento de culpa son algunas de las palabras que más se repiten en sus confesiones. Además les hemos sugerido que nos respondan a la pregunta ¿Y tú qué pides? para ayudar a construir un mundo más igualitario y justo para las mujeres. Esto es lo que nos han contado.
«He sentido mucho miedo. Mi marido y yo acordamos que si la niña se contagiaba o tenía cuarentena, sería yo la que dejaría de trabajar»
María Noel, 40 años. Empleada de gasolinera.
Soy expendedora en una gasolinera, un trabajo que fue considerado esencial, y por eso no he parado durante toda la pandemia. Cuando nos confinaron, la empresa redujo mi jornada a la mitad, al alegar problemas de movilidad. Tengo una hija de ocho años y, como yo tenía que ir a trabajar, cada día tenía que dejarla con una persona para que pudiese cuidarla. Al terminar mi jornada laboral, la ayudaba a hacer las tareas del colegio y atendía la casa, porque mi marido trabaja en el sector del transporte, también considerado esencial, con lo cual no ha parado.
La verdad es que he sentido mucho miedo pensando qué pasaría si me contagiaba yo o contagiaba a mi familia. A la gasolinera llegaban personas que no se ponían la mascarilla y te tocaba decirles que se la pusieran.
Mi marido y yo acordamos que si la niña se contagiaba o tenía que quedarse en casa en cuarentena sería yo la que dejaría de trabajar porque el ingreso más alto en la casa es el suyo.
Un año de pandemia ya está pesando… en mi familia seguimos con los mismos cuidados de prevención, pero ya se empieza a echar de menos no poder juntarse con amigos.
«He llorado mucho y me he sentido culpable todo el tiempo por todo»
L. Rodríguez, 44 años. Directiva.
El confinamiento tuvo muchas fases. Las primeras semanas tuve sensación de paz y control. Organicé la casa y bastante bien. Pero según avanzaban las semanas el ritmo de trabajo fue mucho mayor y los niños empezaron el colegio virtual. Levantarse, desayunos, cole virtual, trabajo virtual, hacer comidas, más trabajo y más estudios, hacer la compra, hacer gimnasia, aplausos, cenas, más trabajo. Al final de la cuarentena el ritmo era infernal. La vuelta al cole en septiembre fue durísima, sobre todo cuando mi hijo pequeño estuvo en aislamiento dos semanas y tenía que llevar al mayor al colegio, y dejar al pequeño en casa, y compaginar de nuevo trabajo con clases.
Me he sentido culpable todo el tiempo por todo. He llorado mucho, he sentido que no era capaz de darles a mis hijos la atención que necesitan en este momento tan importante de su desarrollo. He sentido permanente que no he sido capaz de apoyarles en los estudios. En el trabajo igual, pero eso no me ha agobiado tanto.
Además, tengo covid persistente y eso ha marcado el último año de mi vida. Ha sido como envejecer 20 años, un absoluto sobre esfuerzo. No me he sentido sola, he recuperado espacios de amistad más intensos. Sí noto muchísimo la falta de evasión debido al cierre de las actividades musicales que eran un pilar de mi equilibrio.
Tengo una pareja que no es padre mis hijos y por lo tanto no tenemos las mismas responsabilidades. Pero desde luego la sobrecarga física, organizativa y mental que yo he tenido no la he podido compartir en absoluto.
«Si yo enfermaba no solo podía contagiar a mi familia, sino también a las personas a las que cuido. Esa carga nadie la ve y nadie la valora»
Concha, 61 años. Cuidadora de personas vulnerables.
Para todo el mundo hay un antes y un después. Nosotras trabajamos con personas muy vulnerables, con patologías crónicas severas, graves, muy mayores, en la intimidad de un domicilio privado. Llegas a un domicilio y, pase lo que pase, la solución la tienes que dar tú, tienes que ser resolutiva. A raíz de la pandemia, aparte de la carga física del trabajo, que es bastante, la carga emocional ha sido muy fuerte y sigue siéndolo.
Te ves a las 8 de la mañana en la calle desierta, y vas de domicilio a domicilio. Y piensas: ‘yo cojo el autobús, yo toco un timbre, voy a entrar a un domicilio’. No se sabía cómo actuar. Llego, me pongo mi bata, mis guantes, y empiezo a funcionar. Ducha, ayudarle a vestirse, medicación, recoger baño y habitación, preparar comida, hacer compra…, corriendo te vas andando a otro domicilio, y así toda la mañana. Cuando llegas a tu casa llevas todo el miedo acumulado desde que has salido.
La carga de responsabilidad, que nadie ve ni valora, era muy fuerte. Porque yo me podía contagiar haciendo la compra o en el autobús, y no solamente enfermaba yo y mi familia, sino que también podía enfermar a gente a la que yo cuido. Cuando llegaba a casa me desnudaba en la entrada, metía la ropa en la lavadora e iba directa a la ducha, y rompía a llorar. Por las mañanas, mi marido teletrabajaba, mi hija estudiaba, y las tardes eran familiares, pero no yo tenía ánimo. He aprendido que si pasa algo muy malo pero a ti no te toca de cerca, no tienes conciencia de ello.
El sector de cuidados está así porque somos mujeres (las que lo hacemos). La sociedad y los hombres creen que las mujeres lo llevamos inoculado de siempre; este trabajo se ha profesionalizado pero no se ha dignificado. Hay que cuidar al cuidador y a la cuidadora para que la vida sea más digna.
«Me preocupa el aislamiento que nos radicaliza y la situación económica. Hace tres semanas perdí mi empleo, como muchas otras mujeres”
Ana, 52 años. Periodista.
En marzo de 2020 dejé de ir a la oficina y empecé a trabajar en el mostrador de la cocina. Con el ordenador, escribiendo, en videoconferencias y haciendo transiciones a los fogones y las ollas. Con el paso de los meses me fue costando hacer más lo uno y lo otro. Me gusta trabajar, de hecho comencé un proyecto con una amiga —producción de podcast— y eso me ha dado motivación en los días de la marmota que llevamos encima.
Mi hijo, que cumplió nueve años esos días de marzo, dejó de ir a la escuela y mi marido, Gary, dejó de ir a la oficina e instaló su ordenador y sus papeles en una habitación. Desde entonces hemos sido familia, profesores, compañeros de trabajo, amigos y, en unas cuantas ocasiones, no tan amigos. Las broncas siempre han llegado por el mismo lugar: las horas que el niño pasa o quiere pasar jugando a Roblox o viendo Youtube.
Lo que más echo de menos es caminar. Gary y yo llevábamos al niño a la escuela y luego caminábamos juntos unos 25 minutos a mi trabajo, desde allí él tomaba el metro. He perdido la forma física, no solo he engordado hasta preocuparme, sino que me cansa caminar varias manzanas.
Aún así, hemos mantenido rutinas. No empezamos ni clases ni trabajo sin ducharnos, desayunar y hacer cada uno su cama. Sin repartirnos los papeles, han ido cayendo en nuestras manos de forma equilibrada para mantener la armonía, el orden y la limpieza. Así ha sido desde que nos casamos y así ha sido durante la pandemia. Aunque yo hago más comidas y friego más platos, él suele hacer la compra y ha tomado más responsabilidades en la educación de nuestro hijo. Compartimos responsabilidades creo que de una forma bastante equitativa.
La soledad se me ha hecho llevadera porque no ha sido total y porque soy feliz con un libro. Hablo mucho con los amigos. Lo peor es que vivo lejos de mi familia. Solía ir a verles dos veces al año pero en 2020 no fui ninguna y celebrar la Navidad sin mis padres y hermanas no ha sido agradable. Esos fueron los momentos de más nostalgia.
Además de ese sentimiento, tengo bastante ansiedad. Me preocupa mucho cómo el aislamiento nos radicaliza. Y me preocupa la situación económica. Hace tres semanas perdí mi puesto de trabajo, como muchas otras mujeres.
«Le dije a mi jefe que ya volvería cuando pasara el estado de alarma porque me daba miedo que me quitasen a mi hija»
Vivian, 36 años. Pluriempleada.
Mi peor miedo era separarme de mi hija. ¿Quién la va a cuidar como yo? Había escuchado la noticia de que unos padres habían enfermado, habían ido al hospital y se habían quedado solos en la casa una niña de 13 años, otra de 14 y el más pequeño. Salieron a jugar al patio, los vecinos les vieron solos y los llevaron a un centro de menores. ¡Madre mía!… Ahí decidí decirle a mi jefe que iba a esperar a que pasara la cuarentena total del estado de alarma y que luego hablaríamos, porque me daba miedo ir a trabajar por mi hija.
Ahora, Alma va al cole de 9 de la mañana a 7.30 de la tarde. Ella está todo el día fuera de la casa. Y yo también. Durante la cuarentena tuvimos una gran conexión. Nos mandaban los deberes por correo y yo he disfrutado enseñando a mi hija. Alma ha subido todas las notas.
Los supermercados eran una locura, no podíamos comprar. Ahora intento tener algunas cosas guardadas por si acaso en nuestra habitación. Nunca tuve oportunidad de alquilar un piso por lo alto de los precios, por la fianza y muchos requisitos. Yo ya no espero nada de nadie, me he visto siempre sola. Me gustaría que se redujera el alquiler, poder alquilar un piso y tener un perro. Ese es mi sueño con Alma.
«Él dispuso un espacio aislado para trabajar y yo me quedé en el salón. Así eres mucho más ‘interrumpible'»
Emilia, 52. Consultora de comunicación.
La pandemia y el confinamiento han supuesto una sobrecarga en nuestro día a día. Es casi más un problema de salud mental que física. Para mí, que tengo un trabajo muy demandante, adaptarme al teletrabajo no supuso problema, pero sí la desconexión. Ante un trabajo que nunca se acaba, lo difícil es encontrar los espacios para parar. Durante los dos primeros meses no lo logré ni un solo día. Cuando me di cuenta de que no iban a ser unas semanas, pensé que había que parar, había que cuidarse y cuidar la convivencia. Y lo hicimos.
La multitarea se multiplicó. Nosotros solemos tener ayuda en casa porque nuestros horarios son largos y comemos fuera cada día. Y de repente no había ayuda, ni restaurantes, ni colegio. Así que teníamos que abastecernos, cocinar tres veces al día, limpiar, lavar, ayudar con las tareas del cole, cortarnos el pelo… todo esto sin dejar de trabajar (y durante tres semanas con los síntomas de covid que, por suerte, fueron leves).
El reparto de las tareas en casa fue más o menos equitativo. A mí me tocó la colada, comprar y cocinar, a él recoger y limpiar la casa. En los cuidados fue menos equitativo. Él dispuso un espacio aislado para trabajar y yo me quedé en el salón. De esta manera, eres mucho más «interrumpible» y cuesta horrores separar lo profesional del resto de tareas y responsabilidades. Estás miles de horas, pero cunde menos. Es agotador.
Ha sido durísimo para niños y adolescentes, con una educación online que no estaba a punto, y especialmente para quienes no tienen hermanos, sin salir al exterior. Esto tiene consecuencias que aún no sabemos si son irreparables. España no ha tenido psicólogos en el comité de expertos, estoy segura que no se hubiese permitido el encierro tan largo de los niños. Esto añade un sentimiento de culpa terrible cuando no puedes dedicar tiempo a atenderles adecuadamente.
El estrés, el miedo al contagio, la preocupación por los mayores encerrados, la carga de trabajo, la multitarea, las normas que cambian todo el rato, a veces arbitrariamente, la ansiedad, el sentimiento de culpa… además la falta de movimiento y ejercicio que se ha saldado en 12 kg más. Duele. Y sé que soy una privilegiada porque tengo una casa espaciosa con toda la tecnología disponible y con vistas al mar, todos estamos bien de salud y no hemos perdido el trabajo. Hay mucha gente que lo ha pasado muchísimo peor. Pero aún así pesa, agota.
«En el momento en el que empatizas con el paciente, te derrumbas. Me encantaría poder abrazarles»
Isabel, 27 años. Enfermera.
Tanto para mí como para el resto de la sociedad esta situación no entraba dentro de lo que podíamos imaginar y hemos tenido que adaptarnos. Psicológicamente es bastante duro. Creo que todos deberíamos tener derecho a un psicólogo, para poder hablar y afrontar las situaciones que estamos viviendo.
En el sector sanitario, en mi planta en concreto, llevamos desde marzo del año pasado trabajando con pacientes covid, trabajando con EPI, atendiéndoles de la mejor manera que podemos pero no como nos gustaría. En el momento en el que empatizas, te derrumbas. Es que están solos, me encantaría poder darles un abrazo, tocarles su mano o pasarme las 24 horas que les queda a su lado.
Mi madre fue ingresada, también mis abuelos porque se contagiaron; y mi abuela falleció. Ha sido muy difícil. Yo empecé a tener síntomas que al principio asimilaba a un constipado, a una gripe… cuando ya habían pasado seis días y estaba peor me hicieron una PCR, una radiografía y vieron que tenía un poquito infiltrado en uno de los pulmones y que era positiva. Actualmente vivo con mi pareja y con mi perra. Echo mucho de menos viajar o quedar con mis amigas a tomar un café. No sé, la vida a la que estábamos acostumbrados y que era lo que te permitía afrontar la situación laboral.
Cada día que iba al trabajo me preguntaba ¿qué pasará hoy?, porque cada uno de esos días sucedía una desgracia. Era bastante duro.
La gente que tenga mascota me entenderá. Para mí es un apoyo moral, es un apoyo incondicional. He aprendido que lo realmente importante muchas veces son situaciones que no valoramos en el momento. Falta reconocimiento, falta implicación… Espero y quiero pensar que esto cada día mejore. Muchas veces estamos a la defensiva, con malos gestos y malas palabras hacia los demás. Para ser mejor sociedad tenemos que tener respeto y empatía con el resto.
«Me da mucha pena la vida diminuta que se les quedó a mis hijos»
Verónica, 44 años. Programadora, analista de datos.
Durante el confinamiento y todo el periodo sin colegio y teletrabajando me sentaba con mis hijos de 8 y 12 años en el comedor para hacer las tareas. Mi pareja tiene reuniones de trabajo constantemente, así que se instalaba en otra habitación. El niño de 8 años necesitaba que le explicáramos la lección y le ayudáramos. Las horas frente al ordenador se podían alargar hasta el infinito porque yo no empezaba a concentrarme en mi trabajo hasta que el peque terminara lo suyo y, aun así, la mayoría de los días me quedaba con la sensación de que ni le había ayudado, ni yo había rendido laboralmente todo lo que debía.
La segunda dificultad era pasar de cocinar una comida al día, la cena, a tener que hacerlo dos veces y combinarlo con el trabajo y el cole en casa. Además mi marido estuvo tres semanas con fiebre, más que probable por coronavirus, pero en aquellos meses no hacían PCR. Por eso, durante el confinamiento más duro, yo hacía la compra, la nuestra, la de mis padres y la de mi vecina discapacitada. Con todo el desconocimiento sobre el virus y el terror a contagiarte o contagiar; recuerdo las triples compras en el supermercado como momentos muy estresantes, con mucho alcohol para las manos y paranoia.
La vuelta al cole supuso un cambio muy positivo. El tiempo de trabajo se ha ido racionalizando y se establecieron nuevas rutinas, pero lo de cocinar dos veces al día me mata. Mi marido ahora tiene un trabajo nuevo, una suerte enorme, pero significa que de 8 de la mañana a 8 de la tarde no podemos contar mucho con él… Así que me encargo yo de recoger al pequeño del cole, llevarle a las extraescolares, compra, comidas y, entremedias, trabajar.
Tres días a la semana mi marido lleva a los niños al cole para poder ir yo a mis clases de kun-fu, y como sabe lo importante que es para mí, hace lo posible. Ahora hacemos kun-fu con mascarilla, no es lo mismo, pero se ha restablecido una parte importante de mi vida.
Lo peor de todo el año es haber perdido tiempo de calidad con mis padres, también con otros familiares y amigos. Echo de menos las sobremesas, las visitas en casa y a casa de otros, los abrazos, los besos. Las quedadas sin preocupaciones. Me da mucha pena la vida diminuta que se les había quedado a mis hijos, sin estímulos que no vengan del colegio o del instituto. Recientemente hemos decidido armarnos con mascarillas FFP2 y volver al cine y al teatro mientras esperamos ansiosos a la normalidad…
Yo pido leyes contra la discriminación en la progresión de carrera de una mujer. Que pueda asumir el cuidado de menores y/o dependientes por voluntad, o tener una educción de jornada o excedencia tras el permiso de maternidad. ¿Cuántas mujeres con altos cargos hay con reducción de jornada?
«He sufrido ansiedad, pero tienes que enfrentarte a ello a la vez que afrontas un mundo caótico»
Martina, 23 años. Cajera de supermercado y estudiante.
Las primeras semanas de la pandemia fueron horribles. No saber si has cogido el virus. Al principio la gente venía sin mascarilla, sin guantes, sin nada. En mi empresa pasamos de ‘no te puedes poner mascarilla’ por la mañana a por la tarde ‘como no te la pongas, te vas a casa’. La gente te preguntaba por esto o aquello, por un montón de productos, pero no había, porque el supermercado estaba desabastecido. La gente compraba por mil y no daban las manos para atenderles.
En la universidad, los primeros meses no sabíamos cómo iban a ser las clases, ni los exámenes… Desde marzo, solo he estado agobiada por el trabajo y los estudios, con lo cual desconectas mucho de la gente. He tenido ansiedad, pero tienes que enfrentarte a ello a la vez que afrontas un mundo caótico, y eso te va a afectar sí o sí.
Me gustaría poder tener tranquilidad, que las cosas fuesen muchísimo más sencillas, no tener que enfrentarte a todo tú sola. En el futuro a medio plazo no veo que pueda conseguir estabilidad, me queda un año de carrera y no sé si podré estudiar un máster. Mis padres me tuvieron a los 23 años. A esa edad ya habían emigrado y conseguido un trabajo fijo y una casa en el extranjero.
«Tenemos la presión social de hacerlo todo bien, genial y perfecto, casarnos a los 25, tener hijos a los 30 y tener la hipoteca firmada a los 35. Eso es lo que tenemos que cambiar. Hay que repartir mejor los trabajos. Las cargas mentales que tenemos las mujeres. El ‘hola, cariño’ o el ‘adiós, guapa’ no te lo quitas de encima, aunque te moleste.
«La sensación de cansancio es casi ya lo normal en mi día a día. Tuve que buscar ayuda psicológica porque estaba al borde»
Katerina, 42 años. Traductora.
Soy autónoma y ya antes de la pandemia hacia teletrabajo. Lo que me afectó mucho es tener a los niños todo el tiempo en casa porque durante el confinamiento aparte del trabajo habitual tuve que hacer de profesora, cocinar, etc… se me añadieron funciones. La sensación más fuerte era de abandono, porque estoy sola con los niños y lo que hacían en el colegio ahora debían hacerlo en casa, y yo tenía que aplicarme como profesora.
Tuvimos que priorizar y se sacrificó cambiar de ropa (todo el día en pijama), ir a la peluquería, ponerme guapa. El trabajo se resintió un poco porque tenía que interrumpirlo constantemente para atender a los niños. Al principio estaba totalmente sola con ellos porque el padre no podía viajar a visitarlos.
La sensación de cansancio es casi ya lo normal en mi día a día. Tuve que buscar ayuda psicológica porque estaba al borde y empezaba a reaccionar exageradamente a las cosas más simples.
Lo que más he echado en falta es hablar con un adulto y apoyo moral. Pero hay que ser positivos. Ahora me maquillo y me arreglo para sentirme mejor. Planeamos viajes que haremos cuando todo esto termine y, por supuesto, hemos desarrollado la conciencia de cuidarnos a nosotros y a los demás, de cuidar al medio ambiente, que vimos recuperarse en los escasos tres meses de encierro. ¡Imaginad qué pasará si hiciéramos el esfuerzo de mirar alrededor en vez de solo nuestro interés!
«Ha sido estresante estar con el colegio y las comidas, y tener que compaginarlo con el trabajo, que se multiplicó»
Nuria, 51 años. Científica.
Me afectó bastante tener que estar confinada, sin salir. Tenía insomnio, dolor de cabeza. El estrés del trabajo, el estrés de estar con la niña, y eso que era una semana yo y otra semana su padre. Tener que estar pendiente del colegio, las comidas, que era algo de lo que antes no te tenías que preocupar. Intentar compaginar el trabajo, que se multiplicó, con tu vida familiar, con tus responsabilidades.
Para mí, la salida al estrés era comer y como tampoco estaba haciendo ejercicio, me dije que esto no podía ser. Como no tenía tiempo, lo que hago desde el año pasado es levantarme a las cinco de la mañana para hacer un poco de ejercicio. ¡Fíjate qué hora, es increíble! Me estoy haciendo bastante asociable o huraña, y me está costando empezar a ir al centro de trabajo.
Me he hecho a trabajar en casa y me parece que es algo fenomenal. En menos de un año ya tenemos vacuna. Eso es algo que no ha pasado nunca, y es gracias a los científicos.
Pido empatía por parte de todos, de la sociedad en general. Y para la mujer, pido que pueda estar en el mismo puesto de trabajo que el hombre. Pero desde pequeñas, teniendo referentes mujeres, educando desde casa a la niña en que puede hacer tanto un trabajo sensible como de fuerza, y al niño, lo mismo. Yo creo que es ahí.