Estados Unidos está fracasando en el campo de la salud de las mujeres
Una de las grandes noticias de 2022 fue la anulación del caso Roe contra Wade, que puso en el punto de mira internacional el atroz trato que Estados Unidos da a la salud reproductiva de las mujeres. Pero el problema de cómo Estados Unidos está fracasando en el campo de la salud de las mujeres va mucho más allá del derecho al aborto. Esta problemática más amplia merece más atención.
El estado de la salud de las mujeres en EE.UU. es espeluznante —incluso para nosotras, sociólogas médicas y demógrafas con una larga trayectoria en el estudio del género y la salud—. Las estadísticas de salud de la población pintan un retrato aleccionador. Las mujeres de EE.UU. presentan peores estadísticas en uno u otro sentido en comparación con las mujeres de otros países de renta alta, en comparación con los hombres de EE.UU. e incluso en comparación con las generaciones anteriores de mujeres estadounidenses. Y no hay indicios de que estos patrones estén mejorando.
Las estadísticas de mortalidad muestran que las mujeres estadounidenses viven vidas sustancialmente más cortas que las mujeres de otros países de renta alta. Mientras que en 1980 la esperanza de vida al nacer de las mujeres estadounidenses era similar a la media de 23 países de comparación de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, en 2019 Estados Unidos había caído hasta los últimos puestos. Ese año, la esperanza de vida de las mujeres estadounidenses era de 81,4 años, 3,2 años menos que la media de esas naciones de comparación y más de cuatro años menos que en Italia, Suiza, Francia, España y Japón.
Las tasas estadounidenses de mortalidad materna y morbilidad materna grave — acontecimientos “casi mortales” que podrían haber provocado la muerte— son inexcusables. Llevan décadas aumentando, con preocupantes incrementos en los últimos años. Entre 2018 y 2020, la tasa de mortalidad materna en EE.UU. aumentó de 17,4 muertes por cada 100.000 nacidos vivos a 23,8. A modo de comparación, en 2020, la tasa de mortalidad materna de EE.UU. era más de tres veces superior a la de otros 10 países de ingresos altos, incluidos Canadá, Reino Unido y Alemania. Un informe de los CDC de 2022 sugiere que la mayoría de las muertes relacionadas con el embarazo en EE.UU. son evitables.
El parto no es el único riesgo para las embarazadas en EE UU: mueren incluso más a menudo por homicidio que por causas relacionadas con el embarazo. El homicidio también se encuentra entre las cinco principales causas de muerte de niñas y mujeres de hasta 44 años en EE.UU. en general.
La salud de las mujeres en EE.UU. y en otros lugares también sufre innecesariamente por el silencio y el estigma sobre el cuerpo femenino que persisten en la ciencia, la medicina y la sociedad. La falta de conocimientos científicos sobre el clítoris, incluso sobre su anatomía básica, es un ejemplo notable. Los expertos coinciden también en que falta nuestra comprensión de la fisiología uterina y menstrual básica. La endometriosis, una afección dolorosa y poco conocida que implica el crecimiento de tejido endometrial fuera del útero, afecta a más del 11 % de las mujeres de entre 15 y 44 años en EE.UU., muchas de las cuales esperan años para recibir un diagnóstico. Millones más sufren durante la menopausia sudores nocturnos, lapsus de memoria y dificultades para dormir. Demasiadas personas descartan todo este dolor y sufrimiento como algo natural — algo que hay que soportar—.
La principal causa de muerte entre las mujeres estadounidenses son las enfermedades cardiacas. Un estudio de 2022 sobre las visitas a urgencias de adultos de 55 años o menos reveló que las mujeres que acudían con dolor torácico esperaban más tiempo para ver a un médico o enfermera y tenían menos probabilidades de ser ingresadas en observación que los hombres. Un estudio experimental de 2009 descubrió que cuando mujeres y hombres informaban exactamente sobre los mismos síntomas cardiovasculares, los médicos estaban menos seguros de cómo diagnosticar a las mujeres que a los hombres, y tenían el doble de probabilidades de diagnosticar erróneamente a las mujeres de mediana edad con una afección de salud mental en comparación con los hombres.
Algo similar ocurre con otras afecciones de salud. Por ejemplo, las mujeres que acudieron a un servicio de urgencias con dolor abdominal en EE.UU. esperaron más tiempo que los hombres para recibir analgésicos y tuvieron menos probabilidades de que se les administraran analgésicos opiáceos.
Todas estas estadísticas apuntan en la misma dirección. Estados Unidos está fracasando en el campo de la salud de las mujeres. Pero, ¿por qué?
La gente suele suponer que la razón principal de la deficiente salud de las mujeres es la biología subyacente basada en el sexo. Pero es poco probable que la biología explique por qué las mujeres de Estados Unidos mueren más jóvenes que las de otros países de ingresos altos. Tampoco lo es el gasto sanitario. EE.UU. gasta más per cápita en atención sanitaria que cualquier otro país del mundo.
La causa fundamental de la mala salud de las mujeres estadounidenses no es médica. Es la desigualdad sistémica: desde las estructuras y prácticas injustas que benefician a los más favorecidos, hasta los prejuicios sexistas en la ciencia, pasando por las expectativas culturales sobre lo que puede y debe ser. Los científicos han demostrado cómo el sexismo —junto con el racismo, el nativismo, la discriminación contra personas con discapacidad y otros sistemas de privilegio y opresión— da forma a las preguntas científicas que nos hacemos, así como a nuestras experiencias cotidianas, con profundas implicaciones para la salud.
Resulta poderosamente revelador que las mujeres indígenas y las mujeres negras de EE.UU. tengan entre dos y tres veces más probabilidades de morir por complicaciones relacionadas con el embarazo que las mujeres blancas. Que las mujeres con menos estudios mueren años antes que las mujeres con más estudios, y que las mujeres de Mississippi mueren más jóvenes que las de Massachusetts. Algunos sugieren que el origen de estas desigualdades se encuentra en las enfermedades crónicas preexistentes y en cosas como la obesidad, el tabaquismo y las acciones individuales etiquetadas como “comportamientos saludables” que se supone que son una cuestión de elección personal. Pero esto no viene al caso. Estas diferencias también reflejan una desigualdad sistémica. Nuestros cuerpos —de hecho, nuestra biología— no existen al margen de nuestro entorno social.
Para lograr un cambio, es necesario un giro hacia la equidad —dentro y fuera de la ciencia—.
Una ciencia inclusiva significa, entre otras cosas, una financiación equitativa. A pesar de los avances, un estudio de 2021 señalaba que los Institutos Nacionales de Salud (NIH) — el mayor financiador público de la investigación sanitaria en EE.UU.— tienden a financiar en exceso la investigación sobre enfermedades que afectan desproporcionadamente a los hombres, mientras que financian poco aquellas que afectan principalmente a las mujeres. La financiación de la investigación sobre la salud de las personas transgénero y de género no binario también está rezagada. En el lado esperanzador, la Oficina de Investigación sobre la Salud de la Mujer de los NIH, el Instituto Nacional de Salud de las Minorías y Disparidades Sanitarias y la Oficina de Investigación en Ciencias Sociales y del Comportamiento, entre otros, están trabajando para hacer avanzar la investigación sobre los fundamentos sociales de la salud. Eso debe ser aplaudido.
La anulación del caso Roe contra Wade, junto con los recientes movimientos para legislar la prohibición del aborto, socavan la salud de todos. Las leyes importan, y cambiarlas en la dirección de la equidad (en lugar de alejarnos de ella), sería un paso importante. Pero las leyes por sí solas no pueden crear el cambio que necesitamos. La injusticia sistémica recorre todos los sectores y dará lugar a leyes o prácticas injustas una y otra vez. Necesitamos un movimiento social más amplio.
Necesitamos pensar que las cosas pueden y deben ser diferentes, y hacer que lo sean. Los sistemas y las estructuras dependen de las personas para crearlos y mantenerlos. Los avances de los movimientos MeToo y Black Lives Matter son signos de esperanza. Podemos conseguirlo: es hora de redoblar los esfuerzos y abogar por la salud para todos.
Artículo traducido por Debbie Ponchner
Susan E. Short y Meghan Zacher son sociólogas del Centro de Estudios de Población y Formación de la Universidad Brown. Investigan los fundamentos sociales de la salud.