Daniela Silva, la heredera de una lucha femenina contra la violación de la selva
“Belo Monte é morte!” (Belo Monte es muerte). Daniela Silva pronuncia estas palabras a la vez que coloca un cartelito con ese lema escrito a mano en el lugar en que la gigantesca hidroeléctrica, construida sobre el río Xingú, en Brasil, tiene designado para que el público admire y fotografíe la monumentalidad de la infraestructura.
En ese lugar, situado a unos 40 kilómetros de la ciudad de Altamira, al borde de la carretera, unas grandes letras blancas, esculpidas en tres dimensiones, rezan: “Fotografíe Belo Monte”, como muestra de la prepotencia con la que la empresa se instaló en el Xingú medio. Este es uno de los grandes afluentes del bajo Amazonas, en el estado brasileño de Pará, y la construcción de la hidroeléctrica quebró violentamente el ecosistema fluvial y marcó profundamente la vida de las poblaciones locales que vivían a la vera del río.
Las consecuencias de la catástrofe socioambiental que la construcción de esta infraestructura provocó son aún hoy difíciles de calibrar. “Belo monstruo”, la bautizaron las familias que fueron expulsadas de sus casas, de sus tierras e islas por esa intervención que acabó con el hábitat de una vasta área conocida como Volta grande do Xingú, y con la vida y el futuro de las comunidades asentadas en su ribera.
Fueron más de 14.000 las personas desplazadas de sus tierras, entre ellas la familia de Daniela Silva, y fueron reasentadas en pequeñas casas de obra nueva, conocidas como “ruquis” (Reasentamientos Urbanos Colectivos), alejadas del río y del centro de la ciudad. “Antes, el sentimiento de comunidad era muy fuerte”, cuenta Dani, como es conocida Daniela Silva en la ciudad. “De niñas, jugábamos juntas en la calle y la comunidad nos cuidaba mientras nuestros padres salían a trabajar o a pescar en el río. Nosotros pertenecíamos al río, a la floresta. Éramos felices. Éramos ricos”.
Pero la llegada, entre 2011 y 2013, de 45.000 trabajadores para trabajar en la obra rompió para siempre la cohesión de la pequeña ciudad amazónica y el reasentamiento de las poblaciones que vivían a la vera del río partió también deliberadamente en pedazos a las comunidades, rompiendo su cohesión y situándolas en un descampado sin árboles que queda demasiado lejos del centro como para ir a pie.
Las familias perdieron sus trabajos, las canoas se quedaron sin río y las comunidades se quedaron sin poder pescar. Las islas se inundaron, los árboles se ahogaron y murieron, dejando un paisaje de muerte y desolación. “Antes tenía un río vivo, hoy tengo lago muerto”, dijo Raimundo Berro Grosso, un vecino del río citado por la periodista Eliane Brum, en su reciente libro sobre el Amazonas, Banzeiro òkòtó.
“Ahora somos pobres. Ser pobre es no poder escoger. Ser pobre es mendigar gasolina para ir al centro, es necesitar dinero para comprar un mango en el supermercado, y que nuestros niños no puedan jugar en la calle por miedo a la violencia, ni sepan cómo se llama el río de su ciudad”, continúa Silva, que cuenta cómo la desgracia se abatió sobre su familia con toda crueldad. Su padre perdió su trabajo como fabricante de ladrillos, a uno de sus hermanos lo asesinó la policía de un tiro por la espalda, y otro acabó suicidándose. Ante el terreno abandonado donde un día estuvo su casa, en un barrio que contaba con una red de solidaridad muy fuerte, y que para ella representa la felicidad perdida, a Silva se le saltan las lágrimas. “Belo Monte empujó a la gente a la miseria. Nos arrancó de nuestros asentamientos y no nos dio ninguna condición para recomponer nuestras vidas. Y eso nunca va a ser recompensado. Ser pobres, ser miserables, es no tener memoria de dónde venimos”.
Fueron cientos las familias despedazadas por las consecuencias de una obra que fue concebida durante el tiempo de la dictadura militar (1964-1985), que impulsó la explotación masiva de la selva y construyó la carretera Transamazónica, que representa la aguja de una enorme jeringa utilizada para la extracción sistemática y masiva de los recursos de un bosque tropical que hoy es ya una ruina.
La hidroeléctrica, que fue inaugurada dos veces –una por la presidenta Dilma Rousseff, en mayo de 2016, al ponerse en marcha la primera turbina, y otra por el presidente Jair Bolsonaro, en noviembre de 2019, al arrancar la última y decimoctava turbina–, puede considerarse como el emblema del desarrollismo extractivista que ha dominado la política económica brasileña, de izquierdas y de derechas, durante décadas. Belo Monte forma parte de un macroproyecto que imaginaba un sistema de hasta ocho macro presas repartidas sobre los grandes ríos del bajo Amazonas brasileño. A día de hoy, solo una de las 18 turbinas está en marcha, demostrando la megalomanía de un proyecto cuyo objetivo, a la vista de los resultados, no resultó ser la producción de hasta 11.000 megavatios de “energía limpia y sostenible”, como aún rezan las vallas publicitarias repartidas por Altamira, sino simplemente construirse en sí mismo.
El proyecto ya generó una gran oposición entre los pueblos indígenas y ribereños en los años ochenta, y como consecuencia, el Banco Mundial retiró entonces su financiación. Pero 20 años después, el proyecto revivió, y aunque la oposición fue muy activa, la infraestructura salió adelante, impulsada por los gobiernos del Partido de los Trabajadores de Brasil (PT). De los tiempos de aquella lucha quedaron en Altamira grandes referentes, sobre todo mujeres que se movilizaron y batallaron, como Mónica Brito, Antonia Melo, Francineide Ferreira o Raimunda Gomes, que sirven de inspiración a la lucha de Daniela Silva, una joven de Altamira “que se inventa como guerrera”, en palabras de Eliane Brum.
La metáfora de la selva como un cuerpo de mujer que está para ser violentado es poderosa, y se corresponde con la concepción depredadora que tienen de la Amazonía muchos brasileños, entre los que destacan Bolsonaro y sus seguidores. Frente a esto, Brum afirma que “ser mujer es ser Xingú violentado por Belo Monte. Es ser árbol calcinado cuando el humo cubre el sol amazónico para ocultar el horror del crimen”.
La lucha de Silva entra de lleno en esta imagen poderosa que describe la catástrofe que está viviendo la cuenca amazónica, que se acerca rápidamente a un punto de no retorno cuando la deforestación alcance el 20% y el ecosistema experimente un cambio de ciclo y convierta la actual selva tropical en una inmensa sabana. Contra esta amenaza, Silva opone su lucha y su cuerpo, se moviliza en múltiples iniciativas e intenta fortalecer la sociedad civil para enfrentarse a esos hacenderos sin escrúpulos, que pasean sus arrogantes camionetas por Altamira, una ciudad que un día fue amazónica y que Belo Monte arrasó hasta convertirla en la más violenta de todo Brasil.
Silva es consciente que su activismo por Altamira es también por la Amazonía y por el planeta entero, cuyo futuro está siendo destruido cotidianamente. “Luchar por la Amazonía hoy, no es una lucha aislada, solo de aquí. Defender la Amazonia, la selva, es defender la vida. No estamos aquí impidiendo ese desarrollo del que ellos hablan. Cuando construyen una hidroeléctrica en un río sagrado como el Xingú, no solo es el Xingú quien se está muriendo junto a gente que está más cerca, sino que es un efecto dominó: va cayendo, va cayendo, va cayendo y… Puff”.